El presidente estadounidense, siempre fiel a su estilo bravucón, directo y mediático, ha vuelto a poner sobre la mesa su particular visión del orden hemisférico: Venezuela, dice Donald Trump, no merece una guerra… pero sí un cambio de mando. Una declaración que, como tantas otras en su repertorio, encierra más de lo que aparenta.
Cuando Trump, en entrevista con el programa 60 Minutes de la cadena CBS, minimizó la posibilidad de una guerra entre Estados Unidos y Venezuela, el mundo respiró con cautela. “Lo dudo. No lo creo. Pero nos han tratado muy mal”, afirmó. La frase, aunque suena a distensión, es en realidad una amenaza velada, una pieza más del discurso que mezcla la narrativa del agravio con la del castigo inminente. No habrá bombas, parece decir, pero tampoco habrá tregua.
El mensaje no fue improvisado. En la Casa Blanca de Trump nada ocurre por azar mediático. La declaración llega en un contexto donde su gobierno ha intensificado operaciones militares en el Caribe bajo el argumento de combatir el narcotráfico. Barcos, aviones y bases aliadas actúan con sigilo y eficacia en una zona que históricamente ha sido vital para la proyección del poder estadounidense. En ese tablero, Venezuela —y su régimen encabezado por Nicolás Maduro— aparece como una ficha incómoda, una molestia que Trump pretende remover sin ensuciarse las manos.
No es la primera vez que Washington apunta su retórica beligerante hacia Caracas. Desde los tiempos de Hugo Chávez, Estados Unidos ha mantenido una relación de tensión con el chavismo, marcada por sanciones económicas, bloqueos financieros y un discurso moralista sobre la democracia y los derechos humanos. Pero Trump ha llevado esa confrontación a un plano distinto: el de la humillación pública y la presión diplomática extrema, sin renunciar al espectáculo que tanto alimenta su figura política.
En la entrevista, el mandatario no solo reiteró su desconfianza hacia Maduro, sino que dejó entrever que su gobierno explora todos los caminos posibles para “restaurar la libertad” en Venezuela. Traducido a lenguaje geopolítico, eso implica desde el endurecimiento de sanciones hasta el fomento de rupturas internas dentro del régimen bolivariano. La historia enseña que, cuando Washington habla de libertad en el sur, suele hacerlo empuñando el garrote de la intervención indirecta.
Maduro, por su parte, no ha perdido la oportunidad de responder con su habitual tono desafiante. Desde Caracas, el líder socialista asegura que “ninguna potencia imperial” decidirá el futuro de su país. El discurso antiestadounidense, bandera del chavismo desde hace dos décadas, encuentra en este tipo de provocaciones su oxígeno político. Para Maduro, Trump no es solo un enemigo externo: es el combustible que le permite cohesionar a su base y justificar la represión interna bajo el pretexto de la defensa nacional.
Pero más allá del intercambio retórico, lo que está en juego es un pulso por la influencia en América Latina. Trump, que ha hecho del aislacionismo su bandera, no deja de proyectar fuerza hacia el hemisferio. La razón es simple: en la lógica electoral de Estados Unidos, la política exterior también se vota. Y Venezuela, con su crisis humanitaria, su éxodo de millones de personas y su alianza con potencias como Rusia, China e Irán, se ha convertido en un símbolo útil para la narrativa trumpista de “América primero”.
Al presentar a Maduro como un dictador corrupto que amenaza la estabilidad regional, Trump refuerza su imagen de defensor del “mundo libre” ante sus votantes más conservadores y ante los influyentes grupos del exilio venezolano y cubano radicados en Florida. No es casualidad: en la estrategia republicana, ese estado sigue siendo la joya electoral que puede inclinar la balanza en los comicios. La presión sobre Caracas, entonces, no solo obedece a razones de política internacional, sino también a cálculos de campaña.
En ese sentido, las operaciones contra presuntos barcos de tráfico de drogas en el Caribe, anunciadas como parte de una “cruzada por la seguridad de Estados Unidos”, adquieren un significado más amplio. Aunque el discurso oficial apunta a los cárteles y las redes criminales, es evidente que Venezuela figura en la mira. La administración Trump ha acusado reiteradamente al régimen de Maduro de proteger a narcotraficantes y de convertir al país en una plataforma para el envío de drogas hacia el norte. La narrativa encaja perfectamente con la vieja doctrina de seguridad nacional, aquella que justifica cualquier acción en nombre de la lucha contra el mal.
Sin embargo, el escenario actual dista mucho del de las décadas pasadas. La posibilidad de una intervención militar directa parece remota, no tanto por falta de capacidad, sino por el costo político que implicaría. América Latina, cansada de los tutelajes y de las “liberaciones” impuestas desde Washington, vería con recelo una acción armada. Incluso los aliados tradicionales de Estados Unidos en la región —como Colombia o Brasil— preferirían mantener distancia prudente ante una aventura bélica que podría incendiar la frontera.
Trump lo sabe. Por eso prefiere jugar al desgaste, acorralar económicamente a Maduro y dejar que las tensiones internas terminen por hacer implosionar al régimen. Las sanciones a funcionarios, las restricciones comerciales y la presión diplomática buscan un efecto acumulativo: empujar a los actores claves del chavismo a traicionar desde dentro. No se trata de tanques ni de misiles, sino de la más moderna y eficaz de las guerras: la económica.
Pero ese tipo de estrategia tiene efectos colaterales. Mientras las élites políticas se atrincheran, el pueblo venezolano sigue pagando la factura. La inflación desbordada, la escasez de alimentos y medicinas, y la migración masiva son consecuencias directas de un modelo autoritario que, acorralado por las sanciones, se vuelve aún más represivo. El cerco externo no ha derribado a Maduro, pero sí ha debilitado aún más el tejido social del país.
El juego de Trump, en consecuencia, es tan peligroso como el de su adversario. Apostar por la asfixia económica puede consolidar temporalmente su discurso de fuerza, pero también puede prolongar el sufrimiento de millones de venezolanos y abrir espacios a potencias rivales que aprovechan el vacío. Rusia y China, que ya han mostrado apoyo financiero y militar a Caracas, observan con satisfacción el desgaste de la hegemonía estadounidense en su propio hemisferio.
Al final, la advertencia de Trump a Maduro —esa mezcla de amenaza y desprecio— no deja de ser parte del teatro político global. Ambos líderes se necesitan. El uno, para demostrar que su país no se somete al imperio; el otro, para probar que aún puede dictar las reglas del juego. La diplomacia se convierte así en espectáculo, y el sufrimiento del pueblo venezolano en utilería de una puesta en escena que se repite con distintas máscaras a lo largo de la historia.
La verdadera pregunta no es si habrá guerra, sino si hay voluntad de paz. Porque mientras Washington y Caracas intercambian discursos incendiarios, la región entera observa con fatiga cómo los viejos fantasmas de la confrontación regresan disfrazados de modernidad. Trump amenaza, Maduro desafía, y en medio de ambos, América Latina vuelve a ser terreno de disputa entre egos, intereses y estrategias que poco tienen que ver con la libertad o la justicia.
En ese tablero, cada palabra cuenta, cada gesto tiene peso. Y cuando Trump dice que los días de Maduro están contados, quizá no hable de bombas ni de invasiones, sino de un lento y meticuloso cerco que busca cambiar la historia sin disparar un tiro.
