Tal parece que el mundo está siendo testigo de uno de esos episodios, en el que el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, ha decidido reinventar su papel en el tablero global: de la confrontación al arbitraje, de la retórica incendiaria a la diplomacia práctica. Quienes lo habían etiquetado como un líder intransigente y populista se ven ahora obligados a reconsiderar su juicio frente a un Trump que se presenta, sorpresivamente, como mediador entre dos de los conflictos más complejos y sangrientos del siglo XXI: el enfrentamiento entre Israel y Gaza, y la prolongada guerra entre Rusia y Ucrania.
El magnate convertido en político parece haber entendido que el poder no solo se ejerce mediante la imposición económica o militar, sino también a través de la capacidad de influir en la paz. No es menor el hecho de que, bajo su liderazgo, Estados Unidos haya propiciado los primeros pasos concretos hacia un cese al fuego duradero en Gaza, en un contexto en el que el derramamiento de sangre y la desesperanza habían eclipsado toda noción de humanidad.
En un movimiento diplomático de alto simbolismo, Trump logró que Israel y el liderazgo de Hamas aceptaran sentarse nuevamente en la mesa de negociación, después de casi dos años de guerra abierta. Los acuerdos iniciales, enmarcados en la liberación de rehenes israelíes y prisioneros palestinos, abrieron la puerta a lo que ya se perfila como un proceso más estructurado hacia la pacificación de la Franja de Gaza. La clave, según coinciden observadores, fue el cambio de tono del mandatario estadounidense: su discurso se tornó menos beligerante, más pragmático, centrado en resultados tangibles.
Trump no abandonó su estilo directo ni su inclinación por los mensajes contundentes, pero ahora parece haber comprendido que el liderazgo mundial también requiere de matices. En su intervención ante el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, el mandatario fue categórico al afirmar que “la paz no es una concesión de los poderosos, sino una inversión en la estabilidad del planeta”. La frase, que en otro momento habría sonado vacía o propagandística, hoy cobra sentido en medio de los gestos concretos de distensión que se han producido bajo su gestión.
Este viraje estratégico también se refleja en su aproximación al conflicto entre Rusia y Ucrania. Lejos del apoyo incondicional a Kiev que caracterizó la administración anterior, Trump ha optado por un enfoque más equilibrado, apostando a la negociación directa con el Kremlin y ofreciendo incentivos económicos a cambio de una desescalada militar en el este ucraniano. Su encuentro reciente con Vladimir Putin en Ginebra, seguido de una comunicación telefónica con Volodímir Zelenski, es muestra de su intento por reposicionar a Estados Unidos como mediador y no como parte del conflicto.
A diferencia de los discursos de confrontación que dominaron su primera presidencia, ahora Trump busca consolidar un nuevo paradigma: el de un Estados Unidos que, sin renunciar a su poder, se presenta como promotor de acuerdos multilaterales. No se trata, sin embargo, de un giro ideológico, sino de una maniobra profundamente pragmática. El líder republicano ha entendido que el desgaste militar y financiero derivado de los conflictos bélicos amenaza tanto la economía global como la estabilidad interna de su propio país. La paz, más que un gesto moral, es ahora un instrumento de poder.
Detrás de esta nueva postura se advierte también una lectura aguda de la coyuntura geopolítica. Trump ha percibido que el mundo está cansado de la guerra y que, ante el ascenso de China como potencia con aspiraciones hegemónicas, Estados Unidos necesita recuperar la narrativa de la paz como fuente de legitimidad internacional. En esa lógica, su intervención en Medio Oriente tiene un doble propósito: contribuir al fin de una tragedia humanitaria y, al mismo tiempo, reposicionar a Washington como árbitro indispensable en la región.
El resultado, por ahora, ha sido un respiro en el ambiente de tensión global. La tregua entre Israel y Gaza, aunque frágil, ha permitido la entrada de ayuda humanitaria y el inicio de conversaciones sobre la reconstrucción del enclave palestino. En Europa del Este, los canales diplomáticos abiertos por la administración Trump han frenado, al menos temporalmente, la escalada de ataques en Donetsk y Járkov.
No faltan, desde luego, los escépticos. Analistas de tradición liberal sostienen que el actual inquilino de la Casa Blanca no ha cambiado en esencia, y que sus gestos de paz responden más a cálculos electorales que a convicciones profundas. Otros advierten que, detrás de su aparente moderación, persiste la intención de condicionar los acuerdos a beneficios económicos o estratégicos para Estados Unidos. Pero incluso si esas sospechas fueran ciertas, el resultado concreto —una reducción de la violencia y la apertura de espacios de diálogo— no deja de ser un avance.
En la historia reciente, pocas figuras han sabido transformar la percepción pública con tanta eficacia. Trump, a quien muchos consideraban incapaz de gestionar la complejidad internacional, ha demostrado una sorprendente habilidad para mover piezas en escenarios donde otros fracasaron. Si logra consolidar la paz entre Israel y Gaza, y propiciar un acuerdo que ponga fin al conflicto ucraniano, su nombre podría pasar de la polémica a la posteridad con un nuevo título: el del presidente que devolvió la diplomacia al centro del poder.
Este nuevo rol, sin embargo, le impone un desafío: sostener la coherencia. No bastará con acuerdos preliminares ni con gestos simbólicos; la verdadera prueba será mantener la estabilidad y evitar que los viejos resentimientos resuciten bajo nuevas formas. La paz, como bien sabía Churchill, no se decreta: se construye con paciencia, credibilidad y compromiso.
Lo que hoy estamos presenciando podría marcar el inicio de una etapa distinta en la política mundial, una en la que Estados Unidos retome el liderazgo no desde la imposición, sino desde la capacidad de persuadir y reconciliar. Para lograrlo, Trump deberá demostrar que su pragmatismo no es oportunismo, sino visión de Estado.
El mundo observa con cautela, pero también con esperanza. Si los acuerdos en Gaza y Ucrania prosperan, no solo se consolidará una nueva arquitectura de paz, sino que se redefinirá el papel de Estados Unidos en el siglo XXI. Trump, con su estilo peculiar y su intuición política, podría haber encontrado el punto de equilibrio entre el poder y la prudencia, entre la firmeza y la conciliación.
Quizá el tiempo sea el juez más severo, pero también el más justo. Si los hechos confirman que detrás del discurso hay resultados duraderos, Donald Trump pasará de ser recordado como un líder polémico a ser reconocido como un actor clave en la reconstrucción de la paz mundial. En ese caso, la historia no solo le dará la razón, sino que lo colocará en el lugar donde pocos habrían imaginado verlo: el de un estadista capaz de transformar la fuerza en concordia.
Y entonces, acaso por primera vez en mucho tiempo, el mundo podría descubrir que incluso los personajes más controvertidos pueden convertirse en arquitectos de la paz, cuando el poder se ejerce no solo con autoridad, sino con propósito.
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