En un país habituado a los sobresaltos políticos, la caída de Dina Boluarte no fue un rayo en cielo despejado. La destitución de la presidenta de facto por “permanente incapacidad moral” decretada por el Congreso del Perú es, más bien, el desenlace lógico de un gobierno nacido sin sustento popular, sostenido artificialmente por un pacto de conveniencia entre partidos que la usaron como muro de contención mientras les resultó útil. Su salida no solo marca el fin de una gestión caracterizada por la represión y la improvisación, sino también la confirmación de una profunda enfermedad institucional que devora al Estado peruano desde sus entrañas.
Boluarte llegó al poder el 7 de diciembre de 2022, tras la destitución de Pedro Castillo, su antiguo compañero de fórmula, en una jornada de caos y confusión que culminó con el encarcelamiento del entonces mandatario. Su ascenso, en apariencia constitucional, fue en realidad la instauración de un régimen tutelado por los sectores conservadores del Congreso y por una élite económica temerosa de que el populismo rural de Castillo erosionara sus privilegios. Boluarte se presentó como garante de la estabilidad, pero pronto se convirtió en símbolo de la represión: más de 60 muertos, centenares de heridos y un país dividido entre el miedo y la indignación fueron la marca de su mandato.
Durante meses, el discurso oficial justificó cada abuso con el argumento de que “la democracia debía protegerse de la violencia”. Pero la violencia emanaba del propio Estado. Los pueblos del sur andino, que votaron masivamente por Castillo, fueron tratados como enemigos internos. Las protestas que exigían elecciones anticipadas y justicia por las víctimas fueron respondidas con balas. La presidenta, inmutable, se blindó tras un Congreso desacreditado y una prensa capitalina complaciente. Fue un gobierno sostenido por la fuerza, no por la legitimidad.
El argumento de “incapacidad moral permanente”, figura ambigua que el Congreso peruano ha usado una y otra vez para tumbar presidentes, parece casi irónico en este caso. Si hubo incapacidad moral, fue la de un sistema político que se aferra al poder mediante el descrédito de sus propias instituciones. Desde el retorno de la democracia en 2001, el Perú ha tenido seis presidentes destituidos o forzados a renunciar. El poder ejecutivo se ha convertido en un asiento de paso, un sitio donde las lealtades se compran por horas y los principios se alquilan al mejor postor. Boluarte no fue la excepción, sino la confirmación de una patología crónica.
La fractura final se produjo cuando la presidenta perdió el apoyo de las bancadas que la habían sostenido —Fuerza Popular, Alianza para el Progreso, Renovación Popular— ante la creciente presión ciudadana por la inseguridad y el colapso del orden público. El Perú atraviesa un repunte alarmante del crimen organizado, con cifras de homicidios, extorsiones y secuestros que duplican las de años anteriores. Las calles de Lima y las ciudades del norte son escenario cotidiano de balaceras y cobros de “cuotas” por bandas transnacionales. Mientras tanto, el gobierno se enredó en disputas internas, viajes cuestionados y la eterna excusa de culpar a gestiones anteriores.
El detonante fue político, pero el trasfondo es moral. Cuando la clase gobernante pierde la capacidad de escuchar, cuando la justicia se vuelve selectiva y la democracia se usa como pretexto para perpetuar el abuso, la caída es solo cuestión de tiempo. Dina Boluarte, al igual que tantos antes que ella, confundió autoridad con imposición, firmeza con soberbia. Creyó que podía gobernar desde la soledad del Palacio Pizarro sin atender el clamor de los pueblos olvidados. Su error fue creer que los pactos parlamentarios sustituyen la legitimidad popular.
La historia reciente del Perú es una tragicomedia que combina el absurdo con la desesperanza. Cada presidente promete refundar la nación, limpiar la corrupción y reconciliar al país; todos terminan destituidos, perseguidos o presos. La política peruana se ha convertido en un carrusel de traiciones donde el interés inmediato vale más que cualquier programa. No hay proyecto de nación, sino administración de crisis. No hay liderazgo, sino oportunismo.
En el caso de Boluarte, la ausencia de partido propio y de una base social sólida la condenó desde el principio. Fue un gobierno de tecnócratas sin empatía, burócratas sin rumbo, ministros que duraban lo que un titular de prensa. Mientras la presidenta hablaba de “unidad nacional”, los peruanos veían cómo se profundizaba la desigualdad y cómo la corrupción se reciclaba con nuevos nombres. Su administración fue el espejo de un Estado que funciona como botín, no como servicio.
La destitución, aprobada por una mayoría abrumadora, refleja también un cambio en el equilibrio interno del Congreso. Los mismos que la llevaron al poder ahora buscan salvarse del naufragio político. Cada bancada calcula su supervivencia de cara a eventuales elecciones generales. Nadie defiende a Boluarte porque nadie cree en ella; su figura se volvió tóxica, una carga que los partidos prefieren soltar antes de que arrastre a todos.
Pero el problema del Perú no se resuelve con su caída. Al contrario, el vacío de poder podría agravar la crisis. El Congreso, institución con menos del 10% de aprobación, asumirá nuevamente el control del proceso sucesorio. Los nombres que se barajan para encabezar un gobierno transitorio —algunos exministros, algún legislador moderado— no despiertan entusiasmo. La ciudadanía, hastiada de promesas rotas, mira con desconfianza a toda la clase política. Y mientras tanto, la violencia sigue creciendo, el narcotráfico se infiltra en las regiones y la economía pierde el impulso que la convirtió, hace apenas una década, en modelo de estabilidad para Sudamérica.
El Perú, país de inmensas riquezas y culturas milenarias, parece atrapado en un ciclo de autodestrucción. Cada intento de cambio desemboca en un nuevo colapso. Las instituciones están corroídas por la corrupción, la justicia es lenta y selectiva, y el ciudadano común vive entre la resignación y la rabia. La destitución de Boluarte no genera alivio, sino una sensación de déjà vu: la certeza de que, otra vez, se derrumba un gobierno sin que nada cambie en el fondo.
En perspectiva regional, el caso peruano es una advertencia. América Latina vive una nueva ola de inestabilidad política: gobiernos que se desgastan en meses, polarización extrema, pérdida de confianza en la democracia representativa. Los discursos de mano dura y orden prometen seguridad, pero suelen desembocar en autoritarismo. Las élites económicas siguen defendiendo sus intereses con celo, mientras las mayorías populares se sienten cada vez más marginadas del poder. El resultado es un terreno fértil para el descontento, para el surgimiento de nuevos liderazgos populistas o mesiánicos que prometen lo imposible.
Dina Boluarte fue, en esencia, una presidenta accidental de un país cansado de accidentes. Su gobierno nunca tuvo raíces, ni visión, ni empatía. Gobernó con el miedo como instrumento y la represión como argumento. Su destitución no repara el daño, pero al menos cierra un capítulo de cinismo político. El reto, ahora, es que el Perú encuentre el modo de romper el ciclo de inestabilidad antes de que el desencanto se vuelva irreversible.
El pueblo peruano merece un Estado que lo respete, una democracia que funcione y una dirigencia que no lo traicione. Mientras eso no ocurra, cada presidenta o presidente que llegue al poder seguirá caminando sobre un suelo minado por la desconfianza. Y, como ha quedado demostrado una vez más, ningún régimen puede sostenerse demasiado tiempo cuando carece de raíces morales y de legitimidad social.
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