El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, ha decidido mover una pieza que reaviva viejos fantasmas del intervencionismo norteamericano. La confirmación, hecha por el propio mandatario, de que ha autorizado a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) a ejecutar operaciones encubiertas dentro de Venezuela, marca un punto de inflexión no solo en la política exterior de Washington, sino también en la manera en que se reconfigura el equilibrio hemisférico.
A las declaraciones del presidente se suma la inquietante admisión de que su administración evalúa lanzar ataques dirigidos contra los cárteles de la droga que operan en el país sudamericano. Si bien el combate al narcotráfico ha sido una bandera histórica del discurso estadounidense, los métodos que se han anunciado evocan más a las décadas de la “guerra fría” y la “guerra sucia” en América Latina que a un esfuerzo genuino de cooperación internacional o justicia transnacional.
El dato no puede pasar inadvertido: en las últimas semanas, las fuerzas armadas de Estados Unidos realizaron al menos cinco ataques a embarcaciones sospechosas de transportar drogas en el Caribe, dejando un saldo de 27 personas muertas. Naciones Unidas ya ha levantado la voz, calificando las acciones como posibles “ejecuciones extrajudiciales”. Estas operaciones —sin autorización internacional ni respaldo de los gobiernos de la región— parecen inscribirse en una política unilateral que se legitima bajo el paraguas del combate al crimen, pero que en realidad revive la vieja doctrina de la “seguridad hemisférica” con un sello personal de Trump: el uso del poder militar como instrumento de presión política y económica.
En ese sentido, no se trata solo de una ofensiva antidrogas. Lo que está en juego es la consolidación de una estrategia geopolítica de alto riesgo: reposicionar a Estados Unidos como actor dominante en América Latina, utilizando a Venezuela como laboratorio de operaciones encubiertas y campo de demostración de fuerza.
El país de Bolívar, sumido en una prolongada crisis política, económica y social, se ha convertido en escenario recurrente de tensiones entre Washington y Caracas. Desde la era Obama, la Casa Blanca mantuvo un cerco diplomático y sancionatorio contra el régimen de Nicolás Maduro; pero es con Trump donde ese cerco se ha transformado en un operativo de naturaleza híbrida: parte guerra económica, parte intervención militar encubierta, parte propaganda geopolítica.
La diferencia hoy radica en la frontalidad del anuncio. En el pasado, los gobiernos estadounidenses mantenían un cuidadoso silencio respecto a sus operaciones secretas en el extranjero. Trump, en cambio, las expone con un tono desafiante, casi jactancioso, como si pretendiera enviar un mensaje no solo a Maduro, sino al resto del mundo: Estados Unidos ha vuelto a actuar sin pedir permiso.
No hay que olvidar que, históricamente, las operaciones encubiertas de la CIA en América Latina han dejado un rastro de inestabilidad y violencia. Desde Guatemala en 1954 hasta Chile en 1973, pasando por Nicaragua y Panamá, la intervención estadounidense fue presentada siempre como una acción en defensa de la democracia o contra el narcotráfico, cuando en realidad respondía a intereses estratégicos y corporativos. Hoy, con Venezuela, la historia parece repetirse.
El discurso de Trump gira en torno a una idea recurrente: que el narcotráfico representa una amenaza directa para la seguridad nacional de Estados Unidos. Nadie podría negar que el crimen organizado transnacional constituye un grave problema, pero el remedio que propone el mandatario podría resultar más dañino que la enfermedad.
Los “ataques dirigidos” que menciona, en territorio extranjero, sin autorización del Consejo de Seguridad de la ONU ni del país afectado, contravienen los principios más elementales del derecho internacional. Lo que se presenta como una acción de “autodefensa ampliada” puede, en los hechos, significar una invasión encubierta o una escalada bélica con consecuencias imprevisibles.
Además, la narrativa del combate a los cárteles en Venezuela no resiste un análisis profundo: los flujos principales de cocaína provienen de Colombia, Perú y Bolivia; los corredores marítimos del Caribe son rutas de tránsito, no de producción. Por tanto, el énfasis en Venezuela parece responder menos a razones de seguridad y más a una agenda política: debilitar al régimen chavista, reconfigurar alianzas en la región y recuperar influencia frente al creciente papel de Rusia, China e Irán en Sudamérica.
La comunidad internacional ha reaccionado con cautela. Algunos gobiernos latinoamericanos han preferido el silencio, temerosos de incomodar a Washington o de despertar represalias comerciales. Otros, como México, han expresado preocupación por la violación del principio de no intervención y el riesgo de una nueva era de inestabilidad regional.
Los expertos en derechos humanos, por su parte, advierten que las operaciones encubiertas de la CIA suelen implicar detenciones arbitrarias, desapariciones, ejecuciones y manipulación informativa. En países frágiles institucionalmente, estas acciones pueden exacerbar conflictos internos y abrir la puerta a una espiral de violencia de consecuencias impredecibles.
Trump, sin embargo, parece decidido a sostener su narrativa de fuerza. Su administración ha encontrado en el discurso de la “guerra contra el narco” un nuevo vehículo para proyectar liderazgo global y distraer la atención de los problemas internos de Estados Unidos: la polarización política, el estancamiento legislativo y las tensiones sociales que siguen marcando su mandato.
Es innegable que Trump ha demostrado una capacidad singular para alterar el statu quo mundial. Su estilo rompe los moldes de la diplomacia tradicional, y sus decisiones suelen estar más guiadas por el cálculo mediático que por la reflexión estratégica. Pero esa imprevisibilidad, que le otorga poder en la negociación, también lo acerca peligrosamente al borde del exceso.
Autorizar a la CIA a operar dentro de un país soberano, y además anunciarlo públicamente, constituye un acto de provocación. Implica no solo desafiar al régimen de Maduro, sino también poner a prueba la capacidad de respuesta de actores como Rusia y China, que mantienen presencia económica y militar en territorio venezolano. En otras palabras, el movimiento de Trump puede ser interpretado como una jugada de alto riesgo en un tablero donde las piezas no solo son latinoamericanas, sino globales.
América Latina, que tanto ha padecido las consecuencias de las intervenciones extranjeras, debe mirar con atención y memoria. No se trata de simpatizar con el chavismo ni de minimizar el problema del narcotráfico, sino de reconocer que el camino de la imposición militar jamás ha traído estabilidad ni desarrollo.
La región necesita cooperación genuina, fortalecimiento institucional, inteligencia compartida y programas de prevención social, no incursiones armadas ni operaciones secretas que se amparan en el discurso del orden pero siembran desolación.
Trump está jugando una partida de poder en la que Venezuela es solo el primer tablero visible. Detrás de cada ataque, de cada operación encubierta, se esconde una lógica más profunda: reafirmar la supremacía de Estados Unidos y su derecho autoproclamado a intervenir cuando lo considere necesario.
El reto para América Latina será resistir la tentación de alinearse sin crítica ni prudencia. Porque la historia enseña —y los pueblos lo han pagado caro— que cada vez que las sombras de la CIA cruzan el Caribe, la región se estremece.
Trump podrá justificar sus acciones bajo el argumento de la seguridad y la lucha contra el crimen. Pero al hacerlo, abre de nuevo la puerta a una época que creíamos superada: la de los golpes encubiertos, las operaciones secretas y las guerras que no se declaran, pero se libran en nombre de la paz.
