
La detención en Michoacán de 38 seguidores de La Luz del Mundo que se autodenominan parte de una guardia secreta llamada “Jahzer” ha dejado más preguntas que certezas, y ha vuelto a encender los reflectores sobre una organización religiosa que, aunque con presencia internacional y millones de adeptos, se ha visto envuelta en polémicas, escándalos y acusaciones que ponen en entredicho su estructura, su poder y el alcance de sus prácticas. No es un hecho menor que un grupo de casi cuarenta personas, disciplinadas y aparentemente organizadas en un campo de adiestramiento en Vista Hermosa, haya declarado ser parte de una guardia encargada de proteger líderes, residencias y templos de la congregación. Este episodio no se puede tomar a la ligera ni relegar a la nota roja, porque representa un síntoma inquietante de cómo la fe, en ciertos contextos, puede transformarse en una estructura paralela de poder, con códigos, jerarquías y hasta brazos armados.
Lo primero que se debe observar es que La Luz del Mundo, con sede en Guadalajara y presencia en más de 50 países, no es un grupo menor ni marginal. Ha logrado consolidarse como una de las iglesias más influyentes en México, con un peso político y económico que le ha permitido tejer relaciones con distintos actores de la vida pública. Sus grandes concentraciones en la Hermosa Provincia, sus templos monumentales y su constante capacidad de movilización son prueba de un músculo social que ningún gobierno ni partido ha ignorado. Por ello, que dentro de su universo surja un grupo secreto como “Jahzer” levanta sospechas y genera una inevitable comparación con estructuras paramilitares que se disfrazan de cuerpos de seguridad o de defensa interna, pero que en los hechos son instrumentos para controlar, intimidar o neutralizar cualquier amenaza externa o interna.
Según lo declarado por los propios detenidos, su misión es proteger a los líderes y los recintos de la congregación. La sola idea resulta alarmante en un Estado de derecho: ¿acaso no es el Estado el que debe garantizar la seguridad de todos, sin necesidad de que cada grupo religioso, social o político monte sus propias guardias? ¿Qué sentido tiene que un grupo de creyentes se entrene en técnicas de adiestramiento si no es con la idea de ejercer funciones de fuerza o de coerción? La respuesta es evidente: estamos ante una estructura de seguridad paralela, opaca, sin control institucional y con un fundamento ideológico-religioso que la hace aún más peligrosa.
No es la primera vez que La Luz del Mundo queda bajo la lupa por prácticas que trascienden lo estrictamente religioso. Los escándalos que rodearon a Naasón Joaquín García, su líder espiritual encarcelado en Estados Unidos por delitos sexuales, marcaron un antes y un después en la percepción pública sobre esta congregación. Muchos esperaban que, tras el derrumbe moral de quien se autoproclamaba apóstol de Jesucristo, la organización iniciara un proceso de purificación o, al menos, de replanteamiento de su papel social. Sin embargo, lo que observamos con “Jahzer” es todo lo contrario: un afianzamiento en la idea de fortaleza, de cerrazón y de defensa a ultranza de sus cúpulas y sus bienes, aun si eso significa cruzar la línea hacia lo ilegal.
Es imposible no pensar en las consecuencias que trae la combinación de religión, fanatismo y militarización. La historia latinoamericana ofrece ejemplos dramáticos de sectas y movimientos mesiánicos que terminaron en episodios de violencia y tragedia. Cuando se establece la noción de que proteger a un líder religioso es un deber supremo, superior incluso a las leyes de un país, se abre la puerta a la justificación de cualquier exceso. La obediencia ciega, el entrenamiento físico y la convicción de ser guardianes de lo sagrado son ingredientes que, juntos, pueden derivar en un cóctel explosivo.
Resulta igualmente preocupante que este episodio ocurra en Michoacán, un estado asediado desde hace décadas por la violencia del crimen organizado, los cárteles y las autodefensas. Es una región donde la línea que divide lo legal de lo ilegal suele desdibujarse, y donde la presencia de grupos armados con objetivos particulares se ha vuelto parte del paisaje. En ese contexto, la aparición de “Jahzer” no solo amenaza con sumar un actor más al tablero de la violencia, sino que también alimenta la confusión y la desconfianza ciudadana: ¿cómo diferenciar a quienes dicen proteger templos de quienes trafican armas o drogas? ¿cómo distinguir a un guardia religioso de un sicario o de un halcón al servicio de algún grupo criminal?
El Estado mexicano no puede permitirse la tibieza frente a un caso así. Si bien la libertad religiosa es un derecho consagrado en la Constitución, ello no significa carta blanca para construir ejércitos secretos o guardias privadas con fines que trascienden lo devocional. La Procuración de justicia debe indagar a fondo quién instruyó, financió y organizó a estos 38 seguidores, qué alcance real tiene “Jahzer” y cuántos grupos similares pueden existir en otras regiones del país. Porque lo que se detectó en Vista Hermosa podría ser apenas la punta de un iceberg.
La Luz del Mundo, por su parte, tiene la responsabilidad de dar la cara. No basta con deslindes ambiguos ni con declaraciones vagas de que desconocen a este grupo. Una organización de tal magnitud, con miles de templos y estructuras formales, no puede alegar ignorancia sobre el surgimiento de una guardia que dice proteger a sus líderes. Callar o minimizar los hechos equivale a convalidarlos. Si de verdad su misión es la fe y la predicación del evangelio, deben ser los primeros en condenar cualquier práctica que los asemeje a un ejército clandestino.
Más allá de las responsabilidades legales y religiosas, el caso de “Jahzer” obliga a reflexionar sobre el papel que juegan los liderazgos religiosos en una sociedad cada vez más fracturada. Las iglesias, de cualquier denominación, tienen una capacidad enorme de influencia sobre sus fieles. Esa influencia puede ser positiva, al orientar hacia la paz, la solidaridad y el respeto al prójimo, o puede ser destructiva, cuando se convierte en manipulación, explotación y fanatismo. Lo que está en juego no es solo la legalidad de un grupo de seguidores armados, sino la forma en que la religión se inserta en el tejido social y político de México.
El peligro real radica en que muchos fieles creen sinceramente que defender a su líder o a su templo es una misión divina. Y contra esa convicción, los argumentos legales suelen quedarse cortos. De ahí la necesidad de una acción firme del Estado, pero también de un debate social profundo sobre los límites de la fe organizada. La democracia mexicana no puede ni debe tolerar que bajo el manto de la religión florezcan estructuras clandestinas que operan como cuerpos armados.
La detención de los 38 integrantes de “Jahzer” no debe verse como un episodio aislado ni como un simple caso judicial. Es un espejo incómodo que refleja la fragilidad de nuestras instituciones frente a poderes paralelos que se arman, se organizan y se mueven con lógica propia. Es también un recordatorio de que la fe, cuando se manipula, puede convertirse en un instrumento de control social de enorme potencia, capaz de justificar lo injustificable.
La verdadera prueba vendrá en las próximas semanas: si la justicia actúa con rigor, si la congregación asume su responsabilidad y si la sociedad mexicana se atreve a cuestionar con valentía el poder de estructuras religiosas que, bajo el discurso de la espiritualidad, construyen feudos cerrados con sus propias reglas. Lo que no puede permitirse es la indiferencia, porque detrás de cada grupo como “Jahzer” se esconde la posibilidad de que un día, en nombre de Dios, se cometan actos de violencia que lamentaremos demasiado tarde.