Hay una tentación muy mexicana de creer que los bloqueos carreteros son una patología exclusiva de nuestro desorden nacional: herencia del rezago, de la protesta sin cauce, del enojo que estalla donde puede porque no encuentra puertas abiertas. Nada más cómodo —y nada más falso— que asumirlo así. Basta mirar hacia otras latitudes, incluso hacia países que solemos colocar en el pedestal de la institucionalidad y la gobernanza, para entender que cuando el campo se siente acorralado, las carreteras se convierten en trinchera. Francia es hoy un ejemplo elocuente.
Allá, como aquí, los bloqueos provocan dolor de cabeza, crispación social y una sensación de parálisis que irrita a ciudadanos ajenos al conflicto. Allá, como aquí, el debate se polariza entre quienes exigen “mano dura” y quienes recuerdan que detrás del tractor atravesado en la autopista hay familias enteras viendo cómo su modo de vida se desmorona. Cambian los nombres de las enfermedades, los marcos regulatorios y los idiomas, pero la angustia es la misma.
En Francia, los ganaderos y agricultores se han movilizado con creciente intensidad contra dos frentes que consideran letales: el sacrificio sistemático de rebaños infectados por la dermatosis nodular contagiosa y el acuerdo comercial entre la Unión Europea y el Mercosur. Las protestas no son simbólicas ni discretas. Se traducen en cortes de autopistas, bloqueos ferroviarios, enfrentamientos frente a edificios públicos y escenas de tensión en el corazón de las ciudades. El Ministerio del Interior ha contabilizado numerosas concentraciones y cierres de carreteras, con una movilización particularmente intensa en el suroeste francés, una región donde la ganadería no es solo actividad económica, sino identidad.
La dermatosis nodular contagiosa —una enfermedad viral que afecta al ganado bovino— ha detonado un protocolo sanitario severo: sacrificio de animales para evitar la propagación. Desde la lógica técnica, la medida parece incuestionable. Desde la lógica humana, es devastadora. Para el pequeño y mediano ganadero, cada res no es una estadística; es inversión, patrimonio, herencia y futuro. Ver cómo un rebaño completo es eliminado por decreto, muchas veces sin compensaciones suficientes o con trámites interminables, equivale a presenciar el derrumbe de años de trabajo.
A ese golpe se suma el temor —y en muchos casos la certeza— de que el acuerdo UE-Mercosur profundice una competencia desigual. Los productores franceses denuncian que se les exige cumplir normas sanitarias, ambientales y de bienestar animal cada vez más estrictas, mientras se abre la puerta a importaciones provenientes de países con regulaciones más laxas y costos de producción significativamente menores. El mensaje que perciben es brutal: producir más caro, con más reglas, para competir con quien produce más barato y con menos exigencias. La protesta, entonces, no es solo sanitaria ni comercial; es existencial.
El reflejo de bloquear caminos no nace de la vocación al caos. Nace de la sensación de no ser escuchados. Cuando el diálogo institucional se percibe lento, lejano o indiferente, el agricultor y el ganadero recurren al único lenguaje que garantiza atención inmediata: la interrupción. Cortar una autopista o una vía férrea no busca simpatía; busca visibilidad. Es una medida extrema porque sienten que viven una situación extrema.
Aquí es donde el espejo francés debería incomodar a México. Porque durante años hemos reducido los bloqueos carreteros a una caricatura nacional: “en ningún lugar del mundo pasa esto”, se dice con ligereza. Francia demuestra lo contrario. También allá el campo se levanta, también allá se cierran carreteras, también allá los gobiernos enfrentan el dilema de reprimir, negociar o patear el problema hacia adelante. La diferencia no está en la existencia de la protesta, sino en la profundidad con la que se atienden sus causas.
El problema de fondo —tanto en Francia como en México— es la creciente desconexión entre quienes diseñan políticas públicas desde escritorios urbanos y quienes las padecen en el territorio. Las decisiones sanitarias y comerciales son necesarias, sí, pero cuando se implementan sin una red sólida de compensaciones, acompañamiento y comunicación clara, se convierten en detonadores de conflicto. El Estado aparece entonces no como aliado, sino como verdugo o socio de intereses ajenos al productor local.
No se trata de negar la importancia de la sanidad animal ni de demonizar los acuerdos comerciales. Se trata de entender que ninguna política es sostenible si arrasa con el tejido social que pretende regular. El sacrificio de rebaños puede ser indispensable para contener una enfermedad, pero sin apoyos oportunos y suficientes se vuelve una condena económica. La apertura comercial puede generar beneficios macroeconómicos, pero si se percibe como una sentencia de muerte para miles de productores, el rechazo será inevitable.
Los bloqueos, por incómodos que sean, son síntomas. El error recurrente de los gobiernos es tratar el síntoma como si fuera la enfermedad. Enviar fuerzas de seguridad, despejar carreteras y restablecer el tránsito puede devolver la normalidad por unas horas o unos días, pero no resuelve el enojo acumulado. Peor aún: lo profundiza. Cada tractor retirado a empujones alimenta la narrativa del abandono y la traición.
Francia enfrenta hoy un desafío que debería servir de advertencia. La movilización del campo no es un episodio aislado ni un berrinche sectorial; es la expresión de una fractura entre el mundo rural y el poder político. Ignorarla o minimizarla sería un error estratégico. Atenderla con inteligencia, diálogo real y políticas compensatorias robustas es la única salida responsable.
México haría bien en observar con humildad. No somos una excepción ni en el conflicto ni en la protesta. Los bloqueos carreteros no son un vicio tropical; son una reacción universal cuando quienes producen alimentos sienten que el sistema los sacrifica en nombre de equilibrios que nunca los incluyen. Francia hoy lo vive en carne propia. Mañana puede ser cualquier otro país.
Al final, la pregunta incómoda persiste: ¿qué vale más, la fluidez de las autopistas o la supervivencia del campo? Plantearla como dilema es tramposo. Una sociedad que aspira a la estabilidad debe garantizar ambas. Pero para lograrlo necesita algo que escasea cada vez más: gobiernos dispuestos a escuchar antes de que el tractor se cruce en el camino.
