El llamado urgente de Nicolás Maduro a Colombia para solicitar apoyo militar no es, como pudiera parecer a primera vista, un gesto de fortaleza ni de alianza estratégica. Es, por el contrario, la señal más nítida de una debilidad acumulada, de un régimen que siente cómo el cerco internacional se estrecha y busca oxígeno donde puede, incluso en terrenos que hace apenas unas semanas parecían políticamente imposibles. Que ese llamado se produzca justo después de que Gustavo Petro reconociera públicamente que Maduro gobierna bajo un régimen dictatorial añade una capa de ironía, incomodidad y riesgo que conviene analizar con cuidado.
Maduro no habla desde la serenidad del poder consolidado. Habla desde la ansiedad. Su gobierno atraviesa una combinación letal: crisis económica persistente, desgaste político interno, fracturas en su base social y una presión internacional que vuelve a escalar, particularmente desde Estados Unidos. Cuando un régimen autoritario pide respaldo militar externo, no lo hace porque se sienta seguro, sino porque teme perder el control del tablero. Y cuando ese respaldo se solicita a un vecino que acaba de llamarlo dictador, el mensaje es todavía más elocuente: Caracas se está quedando sola.
El contexto no es menor. La relación entre Venezuela y Estados Unidos vive uno de sus momentos más tensos en años recientes. Washington ha endurecido su discurso, reactivado mecanismos de presión y dejado claro que no confía en los gestos cosméticos del chavismo. Para Maduro, Estados Unidos sigue siendo el enemigo perfecto: le permite cohesionar a su base más dura, justificar el autoritarismo interno y explicar cualquier fracaso como consecuencia de una conspiración externa. Pero ese recurso retórico empieza a agotarse cuando la realidad cotidiana de los venezolanos contradice el relato épico del asedio imperial.
En ese escenario, Colombia aparece como una pieza clave, aunque profundamente incómoda. Gustavo Petro llegó al poder con una narrativa de izquierda que prometía recomponer relaciones con Caracas, abrir fronteras y normalizar vínculos diplomáticos. Durante meses, esa cercanía fue presentada como una victoria simbólica para Maduro: un vecino estratégico gobernado por un aliado ideológico. Sin embargo, la política no se mueve solo por afinidades discursivas. Petro gobierna un país con instituciones activas, opinión pública crítica y una historia compleja de conflicto armado que lo obliga a medir cada palabra y cada gesto.
Por eso resulta tan significativa la declaración de Petro reconociendo que en Venezuela hay una dictadura. No es un desliz menor ni una frase al aire. Es una toma de distancia calculada, una señal hacia adentro y hacia afuera. Hacia adentro, Petro envía un mensaje a quienes en Colombia desconfían de su cercanía con el chavismo: no está dispuesto a cargar con el costo político de defender lo indefendible. Hacia afuera, le habla a la comunidad internacional, dejando claro que su gobierno no será un escudo automático para Maduro.
En ese marco, el pedido de apoyo militar venezolano adquiere tintes casi desesperados. ¿Qué tipo de respaldo espera Maduro de un gobierno que acaba de cuestionar su legitimidad democrática? ¿Cree realmente que Colombia arriesgaría su estabilidad regional y su relación con Estados Unidos para sostener a un régimen en crisis? La respuesta parece evidente. Pero en la lógica del poder autoritario, la racionalidad estratégica suele quedar subordinada a la urgencia política.
Maduro intenta, una vez más, convertir el conflicto externo en tabla de salvación interna. La historia latinoamericana está llena de ejemplos similares: líderes acorralados que agitan el fantasma de la guerra para silenciar críticas, disciplinar disidencias y prolongar su permanencia en el poder. El problema es que ese juego es cada vez más peligroso. Venezuela no es una isla; cualquier escalada militar tendría efectos inmediatos en toda la región, empezando por Colombia, Brasil y el Caribe.
Petro, por su parte, camina sobre una cuerda floja. Su proyecto político se construyó en buena medida sobre la promesa de la paz, la desescalada de los conflictos y la integración regional. Apoyar —ni siquiera de manera simbólica— una aventura militar venezolana sería traicionar ese discurso y poner en riesgo la estabilidad interna de Colombia. Además, el reconocimiento del carácter dictatorial del régimen de Maduro limita severamente su margen de maniobra: no se puede, al mismo tiempo, denunciar una dictadura y ofrecerle respaldo militar.
Lo que estamos presenciando es algo más profundo que un desencuentro diplomático. Es el agotamiento de un modelo político que durante años sobrevivió gracias a la renta petrolera, al control férreo del aparato estatal y a la narrativa de la resistencia antiimperialista. Hoy, ese modelo muestra grietas por todos lados. Y cuando un régimen autoritario empieza a pedir auxilio militar a sus vecinos, suele ser porque ya no confía del todo en su propia capacidad de control interno.
La región debería tomar nota. América Latina ha pagado históricamente un precio alto por las aventuras personalistas y los conflictos exportados. La tentación de cerrar filas ideológicas frente a Estados Unidos no puede justificar el respaldo a gobiernos que han vaciado de contenido a la democracia, perseguido a la oposición y empobrecido a sus pueblos. La solidaridad regional no puede ser un cheque en blanco para el autoritarismo.
Maduro enfrenta hoy una paradoja que él mismo ayudó a construir: necesita aliados, pero su forma de gobernar los espanta; busca legitimidad, pero se niega a abrir espacios democráticos reales; clama soberanía, pero pide apoyo militar externo. Petro, al llamarlo dictador, no solo describió una realidad evidente para millones de venezolanos, sino que marcó un límite político que difícilmente podrá borrar con diplomacia retórica.
El desenlace de esta tensión aún está por escribirse, pero algo es claro: los llamados desesperados suelen ser el preludio de decisiones erráticas. Y en política internacional, las decisiones erráticas no solo las paga quien las toma, sino pueblos enteros. Venezuela, Colombia y la región harían bien en recordar que la estabilidad no se construye con discursos incendiarios ni con alianzas forzadas, sino con instituciones, democracia y responsabilidad histórica. En ese terreno, hoy, Maduro juega en franca desventaja.
