El mundo ha entrado en una fase inquietante donde las palabras empiezan a parecerse demasiado a los hechos y las advertencias ya no son simples ejercicios retóricos. Estados Unidos endurece su ofensiva antidroga en el Pacífico y deja un saldo de ocho muertos mientras Donald Trump —con la ligereza de quien juega con fósforos en un polvorín— habla abiertamente de un “conflicto armado” con los cárteles. Europa, por su parte, promete respaldo militar a Ucrania ante futuras agresiones rusas, como si la guerra pudiera administrarse con compromisos preventivos. Y en España, Cataluña suma nuevos casos de peste porcina africana en jabalíes, un recordatorio brutal de que no todas las amenazas llegan con tanques o misiles: algunas avanzan a cuatro patas y en silencio.
Tres escenarios distintos, un mismo hilo conductor: la normalización del riesgo.
En el Pacífico, la operación estadounidense contra el tráfico de drogas ha dejado de ser una acción encubierta para convertirse en una exhibición de fuerza. Ocho muertos no son un “daño colateral” cuando el mensaje político es explícito: se trata de marcar territorio, de advertir que Washington está dispuesto a cruzar líneas que durante décadas evitó. Cuando Trump habla de “conflicto armado” con los cárteles, no solo redefine el lenguaje de la seguridad; redefine la frontera entre la cooperación internacional y la intervención directa. Y ese matiz es crucial para países como México, que históricamente han sido el escenario donde Estados Unidos ensaya sus cruzadas morales convertidas en estrategias militares.
Porque las guerras contra conceptos —la droga, el terror, el crimen— nunca terminan bien. Terminan, eso sí, con territorios fragmentados, instituciones debilitadas y sociedades atrapadas entre la violencia criminal y la violencia del Estado. El discurso de Trump no es nuevo, pero sí más peligroso: hoy se enuncia desde un contexto global donde la guerra vuelve a ser una opción legítima en el vocabulario político. Decir “conflicto armado” no es un desliz; es una señal.
Mientras tanto, en Europa, la promesa de respaldo militar a Ucrania suena a compromiso firme, pero también a aceptación tácita de que la guerra será larga y que la disuasión ya no basta. El continente que se vendió durante décadas como proyecto de paz ahora habla de rearme, de garantías de seguridad, de líneas rojas. No es hipocresía; es miedo. Miedo a que Rusia vuelva a mover sus piezas y a que la arquitectura de seguridad europea, construida tras la Guerra Fría, termine de resquebrajarse.
La paradoja es evidente: Europa promete apoyo para evitar futuras agresiones, pero cada promesa acerca un poco más el escenario que dice querer prevenir. La guerra, como la violencia, tiene una lógica propia: una vez que se instala, exige más recursos, más compromisos y más muertos para sostenerse. Y en ese tablero, Ucrania es tanto víctima como símbolo de una confrontación mayor entre bloques que ya no se esconden.
En contraste —o quizá como complemento— aparece la noticia de Cataluña y la peste porcina africana detectada en jabalíes. A primera vista, un tema menor frente a conflictos armados y tensiones geopolíticas. En realidad, una advertencia igual de seria. La peste porcina no amenaza directamente a los humanos, pero sí a una de las industrias agroalimentarias más importantes de España y de Europa. Su propagación puede generar crisis económicas, desabasto, pérdida de empleos y tensiones sociales. Es una guerra sanitaria y económica que no necesita bombas para causar estragos.
Los jabalíes, convertidos en vectores del virus, representan algo más profundo: la incapacidad de los Estados para controlar riesgos que no encajan en el molde clásico de la seguridad nacional. No hay enemigo visible, no hay discurso épico, no hay bandera que ondear. Solo protocolos, prevención y cooperación. Y, paradójicamente, ahí es donde más fallamos.
Lo inquietante es que estos tres escenarios no son excepciones, sino síntomas. Vivimos en una época donde la confrontación se normaliza y la prevención se posterga. Donde se habla con facilidad de guerras —contra cárteles, contra países, contra amenazas difusas— pero se invierte poco en fortalecer instituciones, inteligencia civil, sistemas de salud animal y mecanismos multilaterales efectivos.
Trump puede hablar de conflicto armado porque sabe que ese lenguaje conecta con un electorado cansado de matices. Europa puede prometer respaldo militar porque teme parecer débil. Y las autoridades catalanas pueden reaccionar tarde a la peste porcina porque las crisis silenciosas nunca dan votos. Todo encaja en una lógica política que privilegia el impacto inmediato sobre la solución de fondo.
El riesgo, sin embargo, es acumulativo. Cada palabra beligerante, cada despliegue militar, cada brote sanitario ignorado suma presión a un sistema internacional ya saturado. La historia demuestra que las grandes crisis rara vez estallan por un solo evento; se incuban en la suma de decisiones pequeñas, de omisiones, de discursos irresponsables.
México haría bien en observar con atención el discurso estadounidense. Cuando el vecino del norte habla de “conflicto armado” contra los cárteles, no lo hace en abstracto. Lo hace mirando hacia el sur. Europa debería recordar que las promesas militares también generan dependencias y expectativas difíciles de gestionar. Y España, junto con el resto del continente, tendría que entender que la seguridad del siglo XXI incluye la sanidad animal, la gestión ambiental y la prevención científica.
El mundo parece haber olvidado una lección básica: no todo se resuelve con fuerza, y casi nada se resuelve solo con palabras. La combinación de ambas, mal dosificada, suele ser explosiva.
Hoy, mientras los titulares se reparten entre muertos en el Pacífico, compromisos bélicos en Europa y jabalíes infectados en Cataluña, lo que realmente está en juego es la capacidad de las sociedades para pensar a largo plazo. Para distinguir entre firmeza y temeridad, entre defensa y provocación, entre reacción y prevención.
El planeta no está al borde de una sola guerra, sino de muchas guerras simultáneas, algunas ruidosas, otras invisibles. Y el verdadero peligro no es que existan, sino que nos acostumbremos a ellas.
