Hablar hoy de Venezuela es, inevitablemente, hablar de resistencia. Y hablar de resistencia conduce, casi sin rodeos, al nombre de María Corina Machado. Para unos, figura incómoda; para otros, referencia moral; para muchos más, la última posibilidad tangible de que el país sudamericano encuentre una salida democrática a la asfixia prolongada que padece desde hace más de dos décadas. Corina Machado no es un fenómeno espontáneo ni una moda electoral: es el resultado de una constancia política rara en tiempos de cálculo corto y discursos desechables.
Su trayectoria no ha sido tersa ni complaciente. Desde sus primeras incursiones en la vida pública, Machado entendió que el problema venezolano no se resolvía con medias tintas ni con pactos que maquillaran la realidad. Su postura frontal frente al poder chavista le ganó vetos, descalificaciones y una campaña sistemática de descrédito. Pero también le dio algo más valioso: credibilidad ante una ciudadanía harta de simulaciones. En un país donde la palabra “oposición” ha sido, demasiadas veces, sinónimo de fragmentación y titubeo, Corina Machado apostó por la claridad, aun a costa del aislamiento.
Esa claridad es, paradójicamente, lo que hoy la coloca en el centro del tablero. Mientras otros liderazgos se diluían entre negociaciones fallidas y estrategias erráticas, ella persistió en un discurso que no cambió según la coyuntura. Dijo lo mismo cuando parecía imposible, y lo repitió cuando empezó a parecer probable. Esa coherencia —tan escasa en la política latinoamericana— explica por qué logró conectar con sectores sociales diversos, desde clases medias urbanas hasta comunidades golpeadas por la pobreza estructural y el éxodo masivo.
No es menor el dato: Venezuela ha visto partir a millones de sus ciudadanos, expulsados por la falta de oportunidades, la inseguridad y el colapso de los servicios básicos. En ese contexto, hablar de liderazgo no es solo hablar de elecciones, sino de dignidad. Corina Machado ha sabido interpretar ese sentimiento colectivo de pérdida y convertirlo en una narrativa de recuperación nacional. No promete milagros, pero sí un rumbo. Y en tiempos de naufragio, un rumbo claro vale tanto como un puerto seguro.
Por supuesto, su figura no está exenta de críticas. Hay quienes la consideran demasiado radical, incapaz de negociar; otros la acusan de representar intereses económicos ajenos a las mayorías. Son señalamientos que forman parte del juego político y que, en el caso venezolano, suelen amplificarse desde el aparato oficial. Sin embargo, más allá de simpatías o antipatías, resulta difícil negar que Machado encarna hoy una voluntad de cambio que trasciende a su persona. Su liderazgo no se explica solo por su biografía, sino por el vacío que llenó cuando otros claudicaron.
El régimen lo sabe. Por eso la inhabilitación política, por eso los obstáculos administrativos, por eso la presión constante. No se combate con tanto empeño a quien no representa una amenaza real. En ese sentido, cada intento por sacarla de la contienda confirma, más que debilita, su peso político. La paradoja es evidente: al tratar de neutralizarla, el poder la convierte en símbolo. Y los símbolos, cuando arraigan, son difíciles de erradicar.
Hay, además, un elemento que suele pasar desapercibido: el papel de las mujeres en los procesos de transformación política en América Latina. Corina Machado se inscribe en una tradición distinta a la del caudillismo clásico. No apela al mesianismo ni a la épica personalista, sino a la organización, a la ciudadanía activa, a la reconstrucción institucional. Esa diferencia es clave. Venezuela no necesita otro salvador, sino reglas que funcionen y liderazgos que sepan retirarse cuando corresponda. En su discurso, la transición no es un fin en sí mismo, sino el inicio de una normalidad largamente postergada.
El desafío, desde luego, es monumental. La ruta electoral está plagada de trampas; la comunidad internacional observa con escepticismo; y el desgaste social es profundo. Aun así, la sola posibilidad de competir con una opción que no renunció antes de tiempo ya modifica el ánimo colectivo. La esperanza, cuando es auténtica, no se decreta: se construye. Y eso es lo que, con aciertos y errores, ha venido haciendo Corina Machado.
En última instancia, su mayor aporte quizá no sea ganar una elección —que ya sería histórico—, sino haber demostrado que la política puede volver a ser un espacio de convicción y no solo de conveniencia. En un país donde el miedo se volvió costumbre y la resignación amenaza con volverse permanente, esa demostración es profundamente subversiva. Porque recuerda algo esencial: que incluso en los contextos más adversos, la dignidad puede organizarse y la esperanza puede tener rostro.
Corina Machado no es la solución mágica a los problemas de Venezuela. Pero es, hoy por hoy, una de las expresiones más claras de que el país no se ha rendido del todo. Y mientras exista esa posibilidad —frágil, incompleta, disputada— seguirá siendo pertinente hablar de ella. No como mito, sino como síntoma de una sociedad que, pese a todo, se niega a aceptar que el autoritarismo sea su destino final.
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