Cuando un país entra en la ruta resbaladiza de la desconfianza institucional, cualquier chispa puede convertirse en incendio. Honduras, siempre frágil en su andamiaje político y lastimada por décadas de vaivenes entre poderes fácticos, decisiones erráticas y heridas históricas sin cerrar, vuelve a colocarse en el centro de atención regional tras la explosiva declaración de su presidenta, Xiomara Castro, quien anunció que denunciará ante la ONU, la Unión Europea y la Organización de los Estados Americanos lo que ella define como un “golpe electoral” en las recientes elecciones presidenciales. No es un señalamiento menor. Es, en realidad, el enésimo episodio de una nación donde la política suele vivirse como un eterno sobresalto, con tensiones que se heredan y gobiernos que nunca terminan de consolidar la gobernabilidad democrática.
La palabra “golpe” nunca es inocente. Evoca sombras largas, fantasmas que en América Latina ya conocemos demasiado bien. Golpes militares, golpes blandos, golpes institucionales, golpes desde tribunales o congresos sometidos, golpes desde poderes económicos que suplantan la voluntad popular: en este continente, basta pronunciarla para activar memorias colectivas que aún duelen. Por eso, cuando una presidenta en funciones denuncia que hay un “golpe electoral” en curso —y lo hace públicamente, frente a su pueblo, y advierte que acudirá a organismos multilaterales— no sólo se abre un debate interno, sino que también se encienden alarmas fuera de sus fronteras.
Lo primero que hay que preguntarse es qué tan fundadas o verificables son las acusaciones. Señalar fraude o manipulación del proceso electoral sin pruebas contundentes puede resultar tan grave como que dichas pruebas existan. En ambos casos, pierde el país. O se socava la legitimidad de la transición del poder, o se erosiona la credibilidad de la presidenta y de su gobierno. Pero el impacto inmediato, y casi siempre irreversible, ocurre sobre la confianza ciudadana, ese combustible sin el cual ninguna democracia avanza, por más bien escritas que estén sus leyes o más vigiladas que estén sus urnas.
Honduras no llega en blanco a esta crisis. Venía arrastrando tensiones profundas. Durante años, el Partido Libre —el mismo que llevó a Xiomara Castro al poder— denunció prácticas antidemocráticas, persecución política y mecanismos de control institucional heredados de gobiernos anteriores. El país ha vivido un sistemático deterioro de su tejido social, con altos niveles de pobreza, criminalidad desbordada, presencia de organizaciones delictivas que cooptan territorios y autoridades, instituciones debilitadas y una polarización que no es espontánea sino producto de décadas de gobernanza fallida. En ese caldo de cultivo, cualquier elección es, inevitablemente, un campo minado.
Pero es aquí donde la figura de la presidenta adquiere un rol determinante. Xiomara Castro no sólo es la jefa de Estado; es un símbolo, una referencia histórica ligada al golpe de 2009 contra su esposo, Manuel Zelaya. Y los símbolos, cuando hablan, no lo hacen desde la individualidad sino desde su carga política acumulada. Cuando ella dice “golpe electoral”, no sólo está denunciando una presunta irregularidad; está narrando un país desde el trauma, está colocando la disputa electoral en una lógica de confrontación permanente entre quienes, a su juicio, han intentado interrumpir la voluntad popular desde hace muchos años.
Ahora bien, que la presidenta busque elevar su denuncia a instancias internacionales abre un capítulo complejo. Apelar a la ONU, la Unión Europea o la OEA significa, en la práctica, reconocer que internamente no existen las condiciones para dirimir el conflicto con imparcialidad. Y eso, más allá de si uno simpatiza con su gobierno o no, representa un diagnóstico preocupante sobre la fragilidad de los pesos y contrapesos hondureños.
Pero también abre interrogantes sobre las motivaciones políticas detrás del anuncio. ¿Se trata de una denuncia basada en evidencia contundente o de una narrativa defensiva ante un resultado adverso? ¿Es un intento por blindar la continuidad de su proyecto político o un recurso extremo para evitar que actores internos —políticos, económicos o incluso criminales— saboteen una sucesión legítima? La respuesta honesta es que aún no la sabemos. Pero el riesgo de precipitar al país a un conflicto institucional es evidente.
Y en esta región, donde las democracias avanzan a trompicones y los discursos incendiarios suelen generar efectos reales, la responsabilidad de cada palabra es enorme. Un jefe de Estado tiene la obligación de argumentar con precisión quirúrgica, de no usar conceptos rupturistas sin respaldo. De lo contrario, contribuye a una espiral que luego resulta muy difícil contener. Basta observar lo que ocurre en países vecinos, donde la desconfianza mutua entre gobierno y oposición se ha convertido en un campo de batalla político que paraliza cualquier proyecto de nación.
Honduras, de por sí golpeada, no puede darse ese lujo. Necesita fortalecer instituciones, no debilitarlas. Necesita transparencia, pero también necesita certeza jurídica. Necesita abrir el debate público, pero al mismo tiempo requiere evitar que dicho debate se convierta en un intercambio constante de acusaciones que solo profundizan la fractura social. Y, sobre todo, necesita que quienes detentan el poder —todos, sin excepción— entiendan que la política no puede seguir siendo un ring interminable.
Porque cuando los actores políticos utilizan la desconfianza como herramienta, o cuando elevan cada desacuerdo a la categoría de crisis existencial, el resultado siempre es el mismo: pierde la ciudadanía. Pierden los más pobres, pierden los jóvenes que buscan oportunidades, pierden los migrantes que huyen de la violencia y la desesperanza, pierde el país en su conjunto. Y lo que es peor, se abre espacio para la intervención de fuerzas que no tienen interés alguno en la democracia, pero sí en capitalizar el caos.
No se puede minimizar la gravedad de lo que está en juego. Si la presidenta tiene pruebas sólidas de irregularidades que alteraron la voluntad ciudadana, es su deber presentarlas ante las instancias correspondientes, nacionales e internacionales, con claridad y contundencia. Si no las tiene, insistir en la narrativa del golpe electoral solo alimentará un conflicto que podría desbordarse. Y si quienes hoy se sienten favorecidos por los resultados rechazan cualquier auditoría o revisión, entonces también serán corresponsables de la crisis.
Por eso este momento exige, más que gritos, responsabilidad. Exige transparencia, pero también serenidad. Exige firmeza, pero igualmente prudencia. Honduras tiene por delante una encrucijada que puede marcar su rumbo por muchos años. Lo que decidan sus líderes —incluida su presidenta— determinará si el país logra un camino institucional sólido o si vuelve a caer en el ciclo ya conocido del enfrentamiento que jamás termina de resolverse.
En este episodio, como en tantos otros de la región, no se trata solo de quién gana o pierde una elección. Se trata del sistema mismo. De la credibilidad pública. De la confianza en que los votos valen lo que deben valer. De que la democracia, con todas sus imperfecciones, siga siendo una ruta viable y no un espejismo que se invoca mientras se destruye en los hechos.
Honduras está ante un espejo difícil. Ojalá sus dirigentes estén a la altura de la historia y no de sus resentimientos. Porque al final, el país merece algo más que una disputa interminable por el poder: merece instituciones fuertes, procesos claros y un liderazgo que piense no sólo en ganar la coyuntura, sino en construir un futuro que hoy parece, de nuevo, peligrosamente incierto.
