La diplomacia entre México y Estados Unidos vive ciclos predecibles, casi estacionales, en los que basta que arrecie cualquier crisis interna en la Unión Americana para que Washington —o más bien su presidente— desempolve viejos conflictos bilaterales y los utilice como ariete político. Donald Trump, en su segunda presidencia, no ha perdido el hábito. Ahora, desde su púlpito preferido en Truth Social, acusa a México de incumplir el Tratado de Aguas de 1944 y amenaza con imponer un arancel del 5% si no se entrega “INMEDIATAMENTE” el líquido que —según él— se adeuda a Texas y que “merecen nuestros agricultores estadounidenses”. Como si las relaciones binacionales fueran un intercambio comercial más de su repertorio empresarial, vuelve a colocar la diplomacia hídrica en el marco de una negociación hostil, simplista y profundamente distorsionada.
El planteamiento de Trump parecería novedoso sólo para quienes no conocen la historia. El Tratado de Aguas de 1944 no es un capricho de escritorio ni un favor concedido por un país al otro; es un instrumento jurídico internacional firmado hace más de 80 años y respaldado por ambos congresos, diseñado para dar certidumbre a la gestión de cuencas compartidas. Fue suscrito el 3 de febrero de 1944 y ratificado por México en septiembre de 1945, mientras que Estados Unidos lo hizo en abril del mismo año. El documento establece un reparto meticuloso del agua de los ríos Tijuana, Colorado y Bravo —desde Fort Quitman hasta el Golfo de México— y fija obligaciones recíprocas, no subordinadas.
México recibe dos terceras partes de las aguas del Río Bravo y de los afluentes que desembocan en él: el Conchos, el San Diego, el San Rodrigo, el Escondido, el Salado y el Arroyo de Las Vacas. A Estados Unidos le corresponde un tercio. Y, como contraparte, México está obligado a entregar un promedio de 2 158 millones de metros cúbicos cada cinco años. Es un trato que busca balancear demandas agrícolas, poblacionales y ambientales; no fue pensado como arma de presión económica ni mucho menos como un mecanismo que permitiera rehenes políticos.
Sin embargo, Trump, fiel a su estilo, presenta el tema como una cuestión de injusticia contra los “farmers” texanos, omitiendo dos datos esenciales: primero, que México tiene derecho pleno sobre los afluentes que alimentan el Río Bravo; segundo, que el propio tratado contempla la posibilidad —implícita y pragmática— de que existan variaciones naturales derivadas de sequías o contingencias climáticas severas, fenómeno cada vez más frecuente en el siglo XXI y particularmente devastador en el norte de México.
Durante más de tres años y medio, nuestro país ha enfrentado una crisis hídrica profunda, con embalses a niveles históricamente bajos y una sequía que, según los datos preliminares de organismos hidráulicos, supera incluso los registros críticos de 2011 y 2020. No es un secreto técnico ni diplomático que México arrastra un retraso significativo en el cumplimiento del quinquenio actual: cerca del 72% del volumen comprometido. Pero reducir este complejo escenario climático y operativo a un “México no quiere entregar el agua” es una manipulación demasiado burda incluso para los estándares de Trump.
Detrás de la amenaza del arancel se esconde un viejo método: convertir un desacuerdo administrativo en un conflicto político-electoral. Trump busca demostrar fuerza frente a su base más conservadora, aquella que ve en México la fuente de todos los problemas —migratorios, económicos, de seguridad y ahora también hídricos— y que aplaude cualquier gesto de imposición. La narrativa es clara: Estados Unidos es víctima de un país incumplido que “debe” agua y al que hay que doblar con sanciones comerciales. No importa que el agua no sea mercancía ni que el tratado prevea mecanismos de resolución técnica a través de la Comisión Internacional de Límites y Aguas (CILA). Para Trump, el matiz nunca ha sido rentable.
Lo lamentable es que este tipo de amenazas tienden a erosionar la confianza bilateral y distorsionan el espíritu del acuerdo, que históricamente ha funcionado incluso en tiempos mucho más tensos que los actuales. Desde 1944, el tratado ha sobrevivido guerras, recesiones, cambios de partido en ambos países y hasta momentos de crisis severa, precisamente porque su fortaleza radica en que se administra con criterios técnicos, no con ocurrencias presidenciales. Convertirlo en un chantaje comercial podría sentar un precedente tan riesgoso como innecesario.
Lejos de lo que afirma Trump, México no “se niega” a entregar agua. En realidad, enfrenta las limitaciones físicas de una cuenca castigada por el clima. En el norte del país, los agricultores mexicanos padecen una situación similar —o peor— a la de sus contrapartes texanos. La reducción en escurrimientos del Río Conchos ha sido tan marcada que, en algunos segmentos, el flujo ha caído a niveles que comprometen incluso el abastecimiento urbano. No es un escenario inventado: es una catástrofe hídrica real, producto de un estrés climático global que no reconoce fronteras.
Pero Trump, otra vez, prefiere ignorar la ciencia y las condiciones naturales. Presenta la entrega de agua como un acto de voluntad política y no como una operación dependiente de fenómenos meteorológicos. Y en ese reduccionismo, su amenaza de un arancel del 5% adquiere otro matiz: es una presión diseñada para complacer a su electorado, no una estrategia diplomática sensata.
México tiene la obligación de cumplir el tratado, eso es indiscutible. Pero también tiene el derecho legítimo a que se reconozcan los límites materiales que impone la sequía. Aquí no se trata de justificar omisiones ni de romantizar retrasos; se trata de exigir que el manejo de una cuenca compartida se haga con base en información técnica y no en berrinches presidenciales. Un tratado internacional no se renegocia mediante redes sociales ni se impone vía amenazas arancelarias.
Conviene recordar que cuando Trump ya había utilizado el arancel del 5% como amenaza en 2019 —entonces por el tema migratorio— terminó cediendo cuando se encontró con la complejidad legal y económica de un castigo que habría afectado también a sus propios productores, importadores y consumidores. La historia demostró que su grito era más fuerte que su mordida. Ahora, el escenario parece repetirse, aunque el riesgo radica en que la diplomacia hídrica no soporta el desgaste mediático que a Trump tanto le gusta provocar.
Es momento de que ambas naciones recurran nuevamente al mecanismo técnico del tratado, que para eso existe. La CILA puede —y debe— presentar un plan integral para corregir el rezago, programar entregas escalonadas y revisar los impactos de la sequía con modelos hidrológicos actualizados. Eso es lo que permite sostener acuerdos duraderos; no las sanciones improvisadas. La actual administración mexicana, sin necesidad de estridencias, ha apostado por la discreción y la vía institucional para evitar que un amago mediático escale a un conflicto diplomático. Esa es, en este caso, la ruta correcta.
El agua, recurso vital donde los haya, no puede seguir convertido en munición política. Trump conoce bien el valor simbólico de un arancel y el efecto que tiene en los mercados, pero también sabe —aunque no lo admita— que el Tratado de Aguas de 1944 no puede modificarse unilateralmente. Su amenaza, por tanto, es más ruido que sustancia, más espectáculo que estrategia. Sin embargo, el daño reputacional y el desgaste bilateral pueden ser reales si no se actúa con firmeza técnica y serenidad diplomática.
De cara a lo que viene, México debe reforzar su capacidad de medición, modernizar infraestructura de riego y blindar la información para evitar que se manipule políticamente. Y Estados Unidos, si quiere preservar la cooperación que tanto presume necesitar, tendría que dejar de instrumentalizar cada episodio natural como si fuera un incumplimiento deliberado.
Porque al final, más allá del discurso incendiario, el agua no obedece decretos ni amenazas. Obedece ciclos, climas, cuencas y una ciencia que ni siquiera la retórica de Trump puede evaporar.
