La tragedia ocurrida en Coahuayana, Michoacán, vuelve a sacudir al país, no sólo por la brutalidad del ataque —un vehículo cargado de explosivos detonado frente a la base de la policía comunitaria, con cinco personas muertas y cinco más heridas— sino por lo que revela acerca del aparato institucional encargado de procurar justicia. La Fiscalía General de la República ha decidido investigar el hecho bajo la figura de terrorismo, lo que en apariencia podría interpretarse como un acto de firmeza y determinación. Sin embargo, debajo del anuncio subyace la misma duda que ha acompañado a la institución durante años: ¿tiene realmente la capacidad, la voluntad y la claridad necesarias para enfrentar un fenómeno criminal que desborda cualquier molde jurídico convencional?
El Ministerio Público federal informó que a las 11:40 horas de ayer estalló el automóvil en plena avenida Rayón, en la colonia Centro. No se trató de un ataque en una zona remota ni de un episodio aislado susceptible de interpretarse como una acción improvisada. Fue un atentado dirigido, calculado para enviar un mensaje inequívoco: quienes desafían al Estado lo hacen sin temor. En la historia reciente del país, la calificación de terrorismo ha sido aplicada con extrema prudencia —quizá demasiada—, recordando únicamente el ataque con granadas en la noche del 15 de septiembre de 2008 en Morelia como el antecedente más claro. Han pasado diecisiete años desde aquel doloroso episodio y la realidad criminal ha mutado, pero la Fiscalía sigue atrapada en sus mismas inercias.
Que la FGR abra una carpeta por terrorismo no debería ser motivo de celebración por sí mismo. Lo verdaderamente relevante es saber si la indagatoria trascenderá el anuncio protocolario y se convertirá en un proceso serio, técnicamente sólido y capaz de sostenerse ante la exigencia ciudadana. La historia reciente nos muestra que la Fiscalía acostumbra plantarse con declaraciones rimbombantes, pero pronto queda atrapada en su propio laberinto burocrático, incapaz de llevar las investigaciones a conclusiones claras y socialmente satisfactorias.
Coahuayana es un municipio que ha convivido durante años con la presencia de grupos criminales que disputan territorios, rutas y poblaciones enteras. Sus habitantes han tenido que recurrir, como muchas otras comunidades del país, a esquemas de autodefensa o policías comunales, figuras nacidas no del capricho, sino del abandono institucional. Cuando ocurre un ataque de esta magnitud, la pregunta que surge es inevitable: ¿cómo permitieron las autoridades federales y estatales que la escalada llegara tan lejos, al punto de que un vehículo con explosivos pueda estacionarse frente a una base comunitaria sin ser detectado por ninguna instancia preventiva?
Por eso no es gratuito señalar a la Fiscalía, y no al gobierno federal o al de Claudia Sheinbaum, cuya responsabilidad recae en otras esferas. La FGR está llamada a ser un organismo autónomo, profesional, eficiente y confiable. Pero su desempeño público dista de ese ideal, y no por falta de recursos o atribuciones, sino por una mezcla de desorden interno, falta de estrategia y una preocupante desconexión con la realidad del país. En lugar de operar como un pilar del Estado mexicano, se ha convertido en un actor errático que a menudo reacciona más por presión mediática que por convicción institucional.
La gravedad del caso obliga a revisar algo más profundo: la falta de claridad conceptual que ha tenido México para distinguir entre delincuencia organizada, violencia extrema y terrorismo. En otras latitudes, el terrorismo implica una intencionalidad política clara, con fines de intimidar al Estado o a la población. En nuestro país, el crimen organizado opera con lógicas de control territorial y dominación social, no siempre vinculadas a motivaciones políticas en el sentido clásico. Llamar terrorismo a lo que ocurrió en Coahuayana puede ser correcto desde la perspectiva de la brutalidad, de la intención de generar miedo y de la naturaleza del ataque; pero también puede ser una etiqueta insuficiente si no va acompañada de metodologías forenses, análisis de inteligencia y un enfoque integral de seguridad que la Fiscalía no ha demostrado dominar.
Es necesario subrayar que la ciudadanía mexicana no exige perfección, sino coherencia. Ante hechos como el de Michoacán, lo mínimo que se espera es que la autoridad encargada de investigar actúe con rigor técnico y transparencia. No es pedir demasiado. La sociedad está cansada de ver cómo las investigaciones se diluyen en disputas internas, en comunicados ambiguos o en procesos judiciales mal integrados que terminan beneficiando a los responsables. El verdadero desafío para la Fiscalía es demostrar que este caso no será uno más en la larga lista de crímenes que quedan en el olvido institucional.
El ataque también pone sobre la mesa otro problema: la vulnerabilidad de las policías comunitarias. Aunque surgen como respuestas locales ante la ausencia del Estado, terminaron cargando con responsabilidades que rebasan sus capacidades. La Fiscalía, en vez de acompañar a las comunidades y fortalecer los mecanismos de justicia local, suele tratarlas con desconfianza, como si fueran actores incómodos en lugar de aliados estratégicos. Si realmente quiere esclarecer lo ocurrido, deberá trabajar con ellas, escuchar lo que saben del territorio y abandonar la vieja lógica centralista que tanto daño ha hecho.
En este escenario, el gobierno federal tiene claro su papel, que no es interferir con la autonomía de la FGR ni cargar con culpas ajenas, sino garantizar que exista coordinación interinstitucional y que se respeten las reglas. Claudia Sheinbaum ha mantenido una postura prudente frente a eventos de esta magnitud, consciente de que cualquier intervención directa podría interpretarse como un intento de influir en una instancia que constitucionalmente debe ser independiente. La crítica, por tanto, no debe dirigirse hacia la titular del Ejecutivo, sino hacia la institución que reiteradamente ha demostrado incapacidad para ofrecer resultados a la altura de la amenaza criminal.
El país está en un momento en el que la violencia se ha fragmentado y diversificado. Ya no se trata sólo de balaceras, sino de ataques con explosivos, drones, emboscadas y métodos propios de conflictos armados no declarados. Ante ello, la Fiscalía debería ser la primera en actualizar sus protocolos, formar especialistas, invertir en inteligencia y reconocer que el fenómeno ya superó los marcos tradicionales de investigación penal. No hacerlo es renunciar a su responsabilidad histórica.
Coahuayana merece respuestas, no discursos. Las familias de las víctimas merecen justicia, no tecnicismos. Y México merece una Fiscalía capaz de leer la gravedad de su tiempo y actuar en consecuencia. El anuncio de investigar por terrorismo puede ser un primer paso, pero está lejos de ser una solución. Lo verdaderamente decisivo será lo que la institución haga en los próximos días, semanas y meses.
Si este caso termina archivado, si los responsables nunca son detenidos o si la investigación se convierte en un expediente administrativo más, la Fiscalía habrá confirmado su mayor deuda con el país: la incapacidad de estar a la altura del desafío que la violencia le impone. Pero si logra esclarecer los hechos, fincar responsabilidades y demostrar que puede operar con independencia, técnica y firmeza, entonces habremos dado un paso importante hacia un México que deje de normalizar el horror.
