En el siempre complejo tablero del deporte internacional, donde el futbol es mucho más que goles, estadios repletos y pasiones desbordadas, la FIFA ha vuelto a colocarse en el centro de una polémica que, lejos de disiparse, parece nutrirse de cada decisión que toca los linderos del poder político. El reciente reconocimiento otorgado por la Federación Internacional al presidente de Estados Unidos, Donald Trump, por su “contribución al desarrollo global del futbol” es un episodio que, visto con lupa y sin concesiones, revela más sobre los tiempos que vivimos que sobre la supuesta aportación del mandatario a la expansión del balompié.
Y es que, aunque para algunos el gesto podría pasar como una formalidad diplomática —uno más dentro de la agenda global de una FIFA que intenta congraciarse con todas las potencias—, para otros constituye una señal preocupante de cómo el organismo rector del futbol continúa deslizándose en un terreno donde los intereses políticos pesan más que los deportivos. Lo que se presenta como un homenaje protocolario puede, en realidad, ser una muestra de cómo la FIFA, siempre envuelta en sospechas, sigue apostando por alianzas que la protejan, la financien y la impulsen, incluso si ello implica validar condecoraciones que dejan un mal sabor de boca.
Basta revisar la historia reciente para comprender el contexto: la FIFA no es precisamente una institución que inspire la más profunda confianza. Los escándalos de corrupción que estallaron en 2015 y sacudieron su estructura siguen presentes en la memoria colectiva. La organización, pese a sus esfuerzos por presentarse renovada, continúa marcada por decisiones controvertidas, adjudicaciones opacas y una diplomacia deportiva que muchas veces se confunde con geopolítica disfrazada de fair play. En este escenario, reconocer a Trump no es una cortesía aislada: es un movimiento que inevitablemente despierta suspicacias.
Más aún cuando se observa que Donald Trump, en su regreso al poder, ha hecho de cada acto público una oportunidad para reforzar su imagen, proyectar liderazgo y alimentar su narrativa: la de un presidente fuerte, influyente y capaz de mover piezas en todos los tableros, desde el económico hasta el diplomático. Ser reconocido por la FIFA no solo le otorga una vitrina global, sino que le permite sumar un trofeo simbólico que, aunque discutible, refuerza su discurso de grandeza. En política, los símbolos importan, y Trump lo sabe mejor que nadie.
Pero ¿qué implica realmente este reconocimiento? ¿Cuáles son las motivaciones reales detrás de él? ¿A quién beneficia? Es necesario resistir la tentación de aceptar la versión oficial, esa que envuelve el acto en palabras amables sobre cooperación deportiva, impulso al futbol juvenil y promoción de grandes eventos. La narrativa institucional, por conveniente que sea, no siempre es la más honesta.
Estados Unidos, bajo el liderazgo de Trump, ha buscado con insistencia consolidarse como un gigante deportivo global, no solo porque el país tenga la infraestructura para serlo, sino porque para su presidente la organización de eventos masivos es una herramienta estratégica. El Mundial de 2026, compartido con México y Canadá, es la joya de la corona de esta estrategia. Su impacto político y económico es enorme. Así, no sorprende que la FIFA busque mantener con Washington una relación tersa, funcional y mutuamente beneficiosa. Trump lo entiende y lo aprovecha; la FIFA lo sabe y actúa en consecuencia.
En otras palabras, estamos ante un acto en el que convergen conveniencia política, cálculo geoeconómico e intereses institucionales. Lejos de ser un reconocimiento espontáneo al supuesto amor de Trump por el futbol, parece más bien una jugada que garantiza armonía en un ciclo mundialista crucial y que envía un mensaje claro: la FIFA continúa operando con una lógica pragmática, en la que el poder político pesa más que la meritocracia deportiva.
Esto no significa que Estados Unidos no haya aportado algo al desarrollo del futbol en los últimos años. La expansión de la MLS, la profesionalización de estructuras deportivas y la creciente popularidad del balompié entre nuevas generaciones estadounidenses son hechos innegables. Pero atribuir estas dinámicas a la figura personal de Trump es, cuando menos, exagerado. El futbol estadounidense viene en ascenso desde hace décadas, con trabajo de organizaciones deportivas, clubes, academias y comunidades enteras que poco tienen que ver con la política federal. Presentar al presidente como artífice de este proceso es una distorsión que resulta difícil de justificar.
Y es aquí donde surge la molestia: cuando un reconocimiento que debería tener sustento deportivo se convierte en un gesto político. Cuando una distinción que debería premiar vocación, esfuerzo y liderazgo en el mundo del futbol se reduce a un guiño diplomático. La FIFA, en su intento de mostrarse cercana a las potencias, termina erosionando la credibilidad de sus propios honores.
En el fondo, este episodio también nos invita a reflexionar sobre la salud institucional del futbol. ¿Acaso es demasiado pedir que las organizaciones deportivas se mantengan al margen de intereses políticos? ¿O debemos aceptar que en un mundo hiperconectado, con economías densamente entrelazadas, el deporte ya no puede escapar a la lógica del poder? Quizá la respuesta sea incómoda, pero necesaria: el futbol global, desde hace tiempo, es un escenario donde las federaciones, los gobiernos, las empresas y los organismos multilaterales disputan influencia. Y en ese escenario, el romanticismo del deporte puro se diluye en medio de convenios, patrocinios, negociaciones y reconocimientos como este.
No se trata de crucificar a Trump —aunque sus posturas polarizantes suelen facilitar la crítica— ni de idealizar a la FIFA —que hace mucho dejó de ser ejemplo de pulcritud—. Se trata de cuestionar el fondo del asunto: la coherencia, la ética y la autenticidad de un reconocimiento que, para muchos, no representa un mérito deportivo, sino un pacto de conveniencia.
Al final, la FIFA tiene derecho a otorgar los reconocimientos que desee, pero también debe entender que cada gesto suyo será escrutado con rigor, especialmente cuando involucra a líderes que provocan profundas divisiones en su propio país y en el escenario internacional. En tiempos donde la transparencia es más una demanda social que un ideal teórico, las decisiones deben sostenerse con argumentos sólidos, no con eufemismos diplomáticos.
El reconocimiento a Donald Trump, lejos de fortalecer la imagen de la FIFA, abre viejas heridas: la percepción de que el organismo actúa bajo intereses que no siempre coinciden con los valores que dice defender. Y, a la vez, reafirma que Trump, con su instinto político agudo y su capacidad para capitalizar cualquier escenario, sabe convertir incluso un trofeo polémico en un instrumento estratégico.
Quizá el futbol, como expresión cultural universal, merezca algo más que convertirse en moneda de intercambio en un juego de poderes. Pero mientras la FIFA siga priorizando conveniencia sobre mérito, y mientras los líderes políticos sigan utilizando el deporte como plataforma para amplificar su narrativa, episodios como este se repetirán con inquietante naturalidad. Y entonces, una vez más, nos quedará la tarea de alzar la voz, cuestionar y exigir que el deporte más popular del planeta recupere, aunque sea poco a poco, la esencia que lo hizo grande: la pasión auténtica, el mérito deportivo y la honestidad en la cancha y fuera de ella.
