Por más acostumbrados que estemos al estilo impredecible y estridente del presidente estadounidense Donald Trump, sus declaraciones de este miércoles —cuando afirmó que su gobierno podría dejar expirar el Tratado de Libre Comercio con México y Canadá para elaborar uno nuevo— no son un simple exabrupto mediático. Son, por el contrario, un movimiento calculado, otro episodio del guion que Trump domina: tensar la cuerda para reclamar la autoría de un renegociado “gran acuerdo”, más alineado a su narrativa nacionalista y a los apetitos políticos que lo han devuelto a la Casa Blanca.
Aunque el T-MEC tiene prevista su revisión formal hasta 2026, Trump deslizó la posibilidad de adelantarse al calendario y buscar incluso acuerdos bilaterales independientes con México y Canadá. El mensaje fue claro: la trilateralidad que se vendió como una virtud podría dejar de ser un dogma. Y esa insinuación inquieta a todos los actores económicos porque, en esencia, el T-MEC es hoy el cimiento sobre el que se sostiene la mayor integración comercial del continente.
Más allá del ruido discursivo, conviene tomar distancia y analizar qué está en juego, para quién y con qué consecuencias. No se trata solo de si Trump cumplirá o no —como tantas veces en su primer mandato— la amenaza de reventar o reconfigurar el acuerdo. Lo relevante es cómo esa amenaza se inserta en un momento político delicado tanto en la región como dentro de Estados Unidos, donde la retórica proteccionista vuelve a encender motores alentada por los sectores más duros que apoyaron su regreso al poder.
Trump sabe que golpear la mesa con el tema comercial resulta rentable frente a su base electoral. Funciona porque les valida la idea, profundamente arraigada, de que el T-MEC ha beneficiado más a México que a Estados Unidos, una premisa cuestionable, incluso falsa, pero útil como recurso político. Bajo ese lente, amagar con la expiración del tratado es mostrar músculo, es recordarle al votante que está dispuesto a “corregir agravios” aunque ello implique sacudir mercados y tensar relaciones diplomáticas.
Pero si nos movemos del discurso a la realidad económica, el escenario es más complejo. El T-MEC no es solo un documento firmado para la foto. Es un entramado normativo que garantiza estabilidad regulatoria, mecanismos de solución de controversias y certidumbre para la inversión. Millones de empleos en los tres países dependen de esa estructura. En México, de forma muy particular, sectores como el automotriz, el agroindustrial o el manufacturero viven sincronizados con el mercado estadounidense, que absorbe más del 80% de nuestras exportaciones. Cualquier amenaza a esa certidumbre, aunque sea más retórica que real, pesa en el ánimo de inversionistas y en la percepción del riesgo país.
Luego está el impacto político hacia el sur del Río Bravo. Para México, que vive su propio reacomodo institucional, la insinuación de Trump llega en un momento delicado. El nuevo gobierno federal enfrenta retos serios en seguridad, en política energética y en el manejo de la relación bilateral. Un amago de renegociación —o peor aún, de expiración del acuerdo— obligaría a México a rearmar equipos, definir posturas y, sobre todo, mantener cohesionado al empresariado que ya resiente la volatilidad global. Esto no se construye en semanas ni con discursos improvisados. Se requiere claridad estratégica, capacidad de negociación y una lectura fina de las prioridades reales de Washington, no solo de los arranques verbales del presidente estadounidense.
Para Canadá, por su parte, la postura de Trump tampoco es menor. La economía canadiense ha funcionado históricamente a través del estrecho flujo comercial con su vecino del sur. Ottawa ha procurado cultivar un perfil más institucional y técnico en las negociaciones comerciales, pero enfrentar un escenario bilateral podría colocarlo en una posición vulnerable. La trilateralidad ofrece un equilibrio político que no es fácil replicar en acuerdos por separado. Trump lo sabe y busca capitalizar esa asimetría.
Detrás del ruido se adivina una estrategia: Trump pretende reposicionarse como el arquitecto indispensable del “nuevo orden comercial norteamericano”. El T-MEC —renegociado en su primer mandato— ya fue presentado como un triunfo, aunque gran parte de sus ajustes fueron más cosméticos que estructurales. Ahora, insinuar su expiración abre la puerta a vender otro supuesto triunfo. No importa si la amenaza se concreta o no; lo que importa es el impacto político que genera.
Lo cierto es que las reglas del juego comercial no pueden estar sujetas a impulsos de coyuntura. Los tratados internacionales funcionan porque ofrecen estabilidad, y su legitimidad se erosiona cuando se utilizan como herramientas de presión interna. Ahí radica el riesgo: si Trump logra imponer la idea de que un acuerdo trilateral puede desmontarse por voluntad política de un solo país, sienta un precedente peligroso que podría extenderse a otros ámbitos de cooperación estratégica.
Sin embargo, tampoco conviene sobredimensionar la amenaza. Trump es un negociador atípico, pero no irracional. Sabe que la economía estadounidense también depende de las cadenas de suministro que el T-MEC protege. Empresas automotrices, tecnológicas y del sector agrícola han invertido miles de millones bajo la certeza de ese marco. Romperlo de manera abrupta provocaría daños considerables en su propio país, algo que sus asesores económicos difícilmente permitirían. Por ello, más que una ruptura inmediata, lo que se perfila es un proceso de presión, un juego de declaraciones calibradas para obtener ventajas políticas y económicas en la revisión de 2026.
El desafío para México y Canadá será responder con inteligencia y sin caer en provocaciones. Se requiere reforzar el diálogo diplomático, fortalecer canales técnicos, y sobre todo, construir una posición firme y conjunta que recuerde que el T-MEC es una plataforma compartida, no un instrumento a merced del vaivén electoral estadounidense. México debe anticiparse, articular sus prioridades y evitar improvisaciones. Una negociación apresurada o débil podría terminar cediendo más de lo que corresponde.
Trump ya colocó la primera ficha en el tablero, y lo ha hecho con la estridencia que lo caracteriza. Falta ver si sus palabras desembocan en hechos o si estamos frente a otra maniobra política para mantener el protagonismo y mover el ánimo de sus seguidores. Lo cierto es que el continente entero observa, consciente de que cualquier movimiento sobre el T-MEC transformaría el panorama económico regional.
La lección es clara: frente a un presidente dispuesto a tensar permanentemente la relación bilateral, México debe mantenerse alerta, fortalecer su capacidad negociadora y recordar que, aunque Estados Unidos es un socio indispensable, la dignidad comercial y diplomática del país no puede estar sujeta a amenazas de coyuntura. Trump puede abrir el debate, pero serán las instituciones y la firmeza estratégica las que definan si este amago se convierte en un verdadero parteaguas o solo en otro capítulo más del estilo disruptivo que lo ha llevado a sacudir, una y otra vez, el tablero internacional.
