Hoy quiero escribir sobre lo que viví ayer, cuando decidí ir a las “peres” —las peregrinaciones que se celebran aquí en Puerto Vallarta los primeros doce días de diciembre—. Había mucho tiempo que no asistía por trabajo, viajes y esos momentos en que la fe se me hacía más silenciosa, casi invisible. Pero ayer sentí la llamada, y me fui.
No caminé todo el trayecto —de la Woolworth en Juárez hasta la parroquia de Guadalupe—, pero me incorporé en el Palacio Municipal. Allí el bullicio era abrumador: voces que se entrecruzan, risas mezcladas con rezos, el sonido de pasos sincronizados. Al unirme, sentí cómo mi propio paso se ajustaba al ritmo de la multitud, como si fuera parte de un solo cuerpo que se mueve hacia la Virgen. Las calles estaban decoradas con banderas, flores y velas que iluminaban el camino; los vecinos salían a los balcones y gente sentadas en ambas aceras, presenciando el paso de los peregrinos.
Peregrinar es un acto de mucha devoción —vienen católicos y guadalupanos cristianos, de todos los colores, edades y orígenes—. Algunos llevan estandartes, otros, velas que no se apagan con el viento, y hay quienes caminan de rodillas, su piel rozando el asfalto. Esa humildad me tocó el corazón.
La música de mariachis y las danzas prehispánicas acompañaban todo el camino. Los mariachis cantaban “La Guadalupana” y “Las Mañanitas” con una pasión que me estremeció, mientras danzantes con trajes de plumas hacían un puente entre dos mundos: la fe católica y las creencias prehispánicas. Yo iba con la Red de Periodistas, encabezada por Miguel Ángel Ocaña Reyes, y en la puerta de la parroquia nos recibió el sacerdote Osvaldo Toledo, quien nos bañó de Agua Bendita. Ese rocío frío se sentó en mi cara como un bálsamo, como si me limpiara de todo lo que me impedía sentir.
En las afueras de la parroquia resaltaba su famosa Corona —la que alguna vez envidió la Reina Isabel II durante su visita en el trienio de Jorge Lepe García—. Esa corona brilla con el resplandor de la fe de miles. Los servidores con vestimentas blancas caminaban por la multitud, ayudando a ancianos, mujeres embarazadas y niños cansados. Al pie de las escalinatas me dieron una estampita de la Virgen; la tomé como un tesoro y la guardé en mi bolsillo.
Cuando subí y llegué al altar principal, vi a la Guadalupe: grande, serena, con una mirada que parece ver directamente al corazón. La luz de las velas le daba un brillo dorado, como un halo de amor. Cuando pasé a sus pies y me persigné, todo el ruido se disipó. Quedé yo sola con ella, con mis palabras silenciosas. Sentí una calma que no había sentido en años —la sensación de estar en el lugar correcto, en el momento correcto. Esos segundos fueron un suspiro en medio del bullicio, una conexión con algo más grande que yo.
Al salir, fui con la mayoría a probar antojitos en la Plaza de Armas: tamales de todos los sabores, atole caliente, churros y esquites. Los aromas de maíz, chile y azúcar se mezclaban en el aire, y los vendedores gritaban sus precios con entusiasmo. Había muchas peregrinaciones —de familias, escuelas, empresas— y todo el tiempo se repetían canciones, carteles de fe y las palabras animadoras de los sacerdotes.
Me dijeron que la peregrinación con más gente es la de los Favorecidos, el 12 de diciembre. Esa es la gran final, y con ella se inaugura el “maratón Lupe-Reyes” —del 12 de diciembre al 6 de enero, cuando todo Puerto Vallarta vive entre alegría y fe.
Mientras caminaba a casa, con la estampita en mi bolsillo y el sabor del atole en la boca, pensé: estas “peres” son más que una tradición. Son el alma de esta ciudad, un reflejo de nuestra devoción y unidad. Son las víboras —como se les llama a las filas de caminantes que se enroscan por las calles— que llevan la fe de un lugar a otro, que nos unen y nos recuerdan que hay algo más grande que nos une a todos.
Espero volver el 12. Ahora sé que la fe no siempre tiene que ser silenciosa —a veces se camina, se canta, se siente en el corazón de la multitud.
