La designación de Ernestina Godoy como nueva titular de la Fiscalía General de la República ha provocado un reacomodo inmediato en el tablero político y jurídico del país. No es para menos: hablamos de un cargo cuya relevancia, autonomía y poder real definen buena parte del funcionamiento del Estado mexicano. Con su elección por mayoría en el Senado, se cierra un periodo de interinidad en la FGR, pero se abre otro de enorme expectativa y escrutinio. Y es que en México, donde la confianza en las instituciones de justicia es frágil y está erosionada por décadas de simulaciones, corrupción e ineficacia, cada nombramiento de esta magnitud es una oportunidad para corregir el rumbo… o para profundizar los vicios del sistema.
Godoy llega a la FGR con una trayectoria que nadie puede calificar de improvisada. Abogada con años en el servicio público, activista social en sus orígenes, legisladora en diferentes niveles y, sobre todo, fiscal capitalina durante un periodo clave para la Ciudad de México, la nueva titular se presenta con un expediente sólido en el papel. Sin embargo, ese mismo historial está teñido por la cercanía política con la actual administración federal, lo que ha despertado inquietudes fundadas sobre la verdadera autonomía que ejercerá al frente de la institución. Su papel como consejera jurídica del Ejecutivo antes de esta designación es, quizá, el signo más claro de esa proximidad. Y aunque la ley no prohíbe esa cercanía, el país sí demanda —y con razón— una fiscalía libre de compromisos políticos, de instrucciones implícitas o de sesgos partidistas.
El discurso de Godoy tras jurar el cargo intentó despejar dudas. Fue enfática al afirmar que no se fabricarán culpables, que no se permitirán persecuciones políticas ni se tolerará la impunidad, que la Fiscalía será una institución de puertas abiertas, moderna, científica y respetuosa de los derechos humanos. Ese tipo de declaraciones es indispensable, pero ya no es suficiente. Los mexicanos hemos escuchado estas promesas por años, desde distintas administraciones, cada una asegurando que ahora sí la justicia sería pareja. Pero el país necesita resultados verificables, investigaciones serias, combate frontal a la corrupción, procesos penales sólidos, respeto pleno a las víctimas y decisiones que no se doblen ante el poder político. Ahí radica la prueba mayor para la nueva fiscal: en convertir las palabras en estructura, las promesas en práctica y el discurso en garantías palpables.
El reto no es menor. La FGR carga con una deuda histórica: un aparato pesado, burocrático y muchas veces opaco; una reputación dañada por la fabricación de culpables, la manipulación mediática, la discrecionalidad en las investigaciones, la impunidad en temas de alto nivel y la incapacidad para proteger a quienes denuncian. A eso debe sumarse el reacomodo entre fiscalías estatales, la cooperación internacional para combatir el crimen transnacional, la violencia imparable en muchas regiones y la desconfianza ciudadana que enfrenta cualquier institución de justicia en México. Todo eso conforma un terreno hostil donde cualquier fiscal —sea quien sea— tiene que demostrar temple, capacidad y, sobre todo, independencia.
Las críticas que recibió Godoy durante su gestión en la Ciudad de México no desaparecerán por arte de magia ahora que ocupa la titularidad de la FGR. Su actuación en casos emblemáticos, como el de la Línea 12, sigue siendo motivo de debate público. Para algunos, mostró firmeza; para otros, dejó intocables a altos funcionarios que debieron ser investigados con mayor profundidad. Esa percepción, más allá de su justicia o injusticia, acompaña hoy a la nueva fiscal y obliga a un comportamiento impecable en la arena federal. Si en la Ciudad de México algunos observaron decisiones, por decirlo suavemente, prudentes en exceso, ahora la sociedad exigirá claridad, valentía y rigor sin excepciones.
Los temores de que la FGR pierda —aún más— su autonomía no son infundados. La designación de una figura tan cercana al gobierno en turno inevitablemente despierta sospechas. Pero la historia todavía no está escrita. En el universo político mexicano, donde la lealtad suele pesar más que la técnica, existe también la posibilidad de que Godoy decida marcar un rumbo propio, consciente de que el legado de un fiscal depende de su capacidad para distanciarse del poder que lo nombra. Si logra hacerlo, podría sorprender a quienes hoy la critican de manera anticipada. Si no, confirmará los miedos de quienes piensan que la FGR se convertirá en un instrumento más del Ejecutivo.
El país necesita que la fiscalía funcione, no como un brazo más del gobierno, sino como un contrapeso serio y profesional. México requiere una institución capaz de investigar desde los delitos más cotidianos hasta los más complejos y peligrosos; una fiscalía que enfrente al crimen organizado no con estridencias mediáticas, sino con inteligencia, coordinación institucional y seguimiento financiero; una fiscalía que actúe con rigor frente a casos de corrupción, aunque involucren a figuras influyentes; una fiscalía que proteja a los vulnerables y garantice justicia para las víctimas, evitando la revictimización y asegurando procesos transparentes. Todo eso, aunque ambicioso, es lo que la ciudadanía espera. Y es también lo que la historia le exigirá a Godoy.
Lo que corresponde ahora no es entregar un cheque en blanco a la nueva fiscal, pero tampoco condenarla antes de tiempo. El país debe mirar con atención, exigir resultados, fiscalizar el desempeño de la institución y mantener un escrutinio permanente sobre su autonomía. La FGR no es una oficina más del gobierno: es el pilar de la procuración de justicia, el corazón del Estado de derecho. Y un país que aspira a vivir en paz, con instituciones fuertes y ciudadanos protegidos, no puede permitirse una fiscalía débil, subordinada o selectiva.
Ernestina Godoy tiene ante sí la oportunidad —quizá la más grande de su vida pública— de demostrar que la justicia puede ejercerse con firmeza, técnica y autonomía, aunque el contexto político parezca adverso. Si decide asumir esa responsabilidad con seriedad histórica, puede convertirse en una figura transformadora. Si no, pasará a la lista de quienes tuvieron el cargo, pero no el carácter.
El tiempo, como siempre, será el juez más severo. Pero desde hoy, la exigencia es clara: México necesita una fiscalía que inspire confianza, no miedo ni dudas; una institución capaz de enfrentar la impunidad sin distinción, sin sesgos, sin sometimientos. Y si Godoy está a la altura de esa tarea, su nombre no solo ocupará una línea en los registros oficiales, sino un lugar digno en la memoria social de este país que, cansado de promesas, urge justicia verdadera.
