Hay episodios que, por sí solos, revelan grietas profundas en el andamiaje moral de los gobiernos que presumen fuerza como sinónimo de orden. Lo ocurrido en el Caribe —a raíz del explosivo reporte periodístico que acusa al Departamento de Defensa estadounidense de haber ordenado un segundo ataque contra supervivientes de una presunta narcolancha— no sólo exhibe una posible violación flagrante al derecho internacional, sino que abre un boquete político en la ya tensa relación entre el Congreso y la administración de Donald Trump.
Y es que si algo ha caracterizado a la gestión de Trump desde su retorno a la Casa Blanca es la convicción de que la rudeza es virtud, de que la contundencia militar es la mejor carta de negociación y de que las formas legales pueden ajustarse cuando “el enemigo” lo amerite. Sin embargo, ni siquiera en un gobierno acostumbrado al lenguaje de la guerra preventiva las acusaciones reveladas por el Washington Post pasan inadvertidas: afirmar que el secretario de Defensa, Pete Hegseth, habría ordenado “matarlos a todos” para rematar a los sobrevivientes de un ataque inicial, coloca al Ejecutivo en una zona ética, jurídica y diplomática más que comprometedora.
El hecho concreto es grave. Según el reportaje, el 2 de septiembre un ataque estadounidense contra una embarcación sospechosa dejó dos supervivientes; aun con ello, y pese a que la amenaza ya habría sido neutralizada, se habría instruido un segundo ataque cuyo objetivo no era contener un riesgo sino eliminar a quienes quedaban con vida. En tiempos de conflictos híbridos, de operaciones especiales y de guerras a distancia operadas con drones, la frontera entre acción táctica y ejecución extrajudicial puede difuminarse peligrosamente. Y si se confirma que esa frontera fue borrada por la palabra de un alto funcionario, el escándalo apenas comienza.
Pero más allá del impacto jurídico, político y humano del caso, preocupa la narrativa que ha acompañado los últimos meses la política de seguridad estadounidense en el Caribe y Centroamérica. Bajo la bandera de combatir el narcotráfico desde su origen —narrativa recurrente de Washington desde hace décadas— se han intensificado operaciones de vigilancia, patrullaje y neutralización en altamar. No se trata de negar que el crimen organizado transnacional es una amenaza real ni de minimizar la violencia que generan las redes de tráfico. El problema es cuando la lucha antidrogas se convierte en pretexto para justificar excesos, cuando el concepto de “enemigo” pierde rostro humano y cuando la operación militar se desentiende del Estado de derecho.
Por eso resulta llamativo que sean justamente congresistas republicanos —los mismos que hasta hace poco defendían sin titubeos la estrategia dura del presidente— quienes hoy exijan explicaciones. No es rebeldía ideológica; es sentido de supervivencia política. Ningún legislador quiere cargar con el costo de presentar ante sus votantes la imagen de un gobierno que, bajo la bandera del combate al crimen, podría haber ejecutado acciones equiparables a crímenes de guerra. Y si algo han aprendido los republicanos en el Capitolio es que cuando estalla un escándalo que involucra a la esfera militar, más vale tomar distancia pronto.
Los comités que supervisan al Pentágono han prometido una “supervisión rigurosa”, frase que en apariencia suena rutinaria pero que, en el contexto actual, es un aviso claro de desgaste institucional. No sólo ponen a prueba al secretario Hegseth —cercano al ala más radical del trumpismo— sino que obligan a la Casa Blanca a entrar en modo contención: controlar daños, delimitar responsabilidades, y sobre todo, evitar que este caso se convierta en símbolo de una política exterior basada en la brutalidad.
Conviene recordar que el propio Trump ha impulsado una retórica de mano dura absoluta en asuntos de seguridad, tanto dentro como fuera de su territorio. Su discurso, siempre cargado de simplificaciones, ha promovido la idea de que el combate al crimen exige decisiones extremas. Desde la frontera con México hasta las operaciones en el extranjero, su lógica es binaria: ganar o perder, eliminar o ser eliminado. Esta visión, más próxima a un guion de acción que a la diplomacia que requiere el siglo XXI, permea inevitablemente la conducta de quienes integran su gabinete.
No obstante, el escándalo que hoy se discute en Washington es una oportunidad para abrir un debate de mayor calado: ¿hasta dónde está dispuesto Estados Unidos a estirar las costuras del derecho internacional en nombre de la seguridad nacional? ¿Qué límites se respetan cuando la operación ocurre fuera del territorio estadounidense, en aguas donde la cooperación regional es frágil y la supervisión es difusa? ¿Quién responde cuando una orden verbal se convierte en muerte injustificada?
Lo cierto es que los gobiernos que privilegian la fuerza como primera herramienta suelen caer en la tentación del exceso. Y cuando ese exceso se dirige contra personas desarmadas o incapaces de defenderse, ya no se trata de política de seguridad, sino de una degradación moral del poder. Por ello es indispensable que el Congreso estadounidense avance en su investigación sin complacencias ni cálculos electorales. La rendición de cuentas no debe ser vista como un ataque al presidente sino como un acto elemental de responsabilidad democrática.
Desde la perspectiva latinoamericana, lo ocurrido envía señales inquietantes. Los países del Caribe y Centroamérica, históricamente subordinados a las prioridades de seguridad de Washington, podrían estar sujetos a operaciones cuya transparencia es prácticamente nula. Si se consiente una doctrina de “rematar al enemigo” en alta mar, mañana podría justificarse una acción similar en territorio extranjero bajo cualquier pretexto. No hay que olvidar que los errores en la lucha antidrogas —desde la invasión a Panamá hasta las operaciones encubiertas en la región— han costado vidas inocentes y han creado profundas heridas diplomáticas.
El tema no es menor. Lo que está en juego no es la eficacia de una operación puntual sino el rumbo ético de la política de seguridad de la potencia más influyente del hemisferio. Un Estado que permite excesos sin corregirlos no sólo debilita su legitimidad interna, también erosiona su autoridad moral frente al mundo. Los aliados observan. Los adversarios también. Y un vacío de principios en la primera fuerza militar del planeta es siempre un riesgo para todos.
Por eso, lo que corresponde hoy es exigir transparencia plena, investigar a fondo, esclarecer responsabilidades y reparar daños. La democracia no se mide sólo por la fortaleza de sus instituciones sino por su capacidad de enfrentar sus propias sombras. Y pocas sombras son tan densas como las que dejan las órdenes de matar a quienes ya no representan amenaza alguna.
Que este episodio sirva no para polarizar más sino para recordar que la seguridad, entendida en su sentido más humano, nunca puede erigirse sobre la barbarie. En tiempos de tensiones globales, migraciones forzadas, crimen transnacional y gobiernos que apuestan por la fuerza como discurso, es urgente recuperar el principio básico que debería guiar a toda nación civilizada: que la ley está para limitar el poder, no para justificarlo. Y que ninguna autoridad, por poderosa que sea, tiene derecho a borrar la diferencia entre operación militar y ejecución sumaria.
Si Estados Unidos quiere seguir siendo referente democrático, tendrá que demostrarlo también en sus actos más oscuros. El Congreso ya dio el primer paso. Falta ver si la administración Trump estará dispuesta a enfrentar la verdad con la misma determinación con que ha desatado su guerra contra el narcotráfico.
