Por más que uno intente hallar serenidad ante los sobresaltos propios de la política estadounidense en la era Trump, cada anuncio emanado de la Casa Blanca vuelve a recordarnos que en ese país —nuestro vecino, socio estratégico y a veces contradictorio aliado— soplan vientos cargados de incertidumbre. Y ahora, con la confirmación de que el gobierno de Donald Trump paralizará la migración procedente de países catalogados como “tercer mundo”, aunado a la revisión masiva de green cards pertenecientes a 19 nacionalidades, se abre un capítulo particularmente delicado para millones de personas en movimiento y, por supuesto, para México.
La noticia no sorprende del todo —nada lo hace ya cuando se trata del estilo directo, abrupto y provocador del presidente Trump—, pero sí inquieta por lo que implica: una reconfiguración profunda de la política migratoria estadounidense bajo un tamiz de sospecha generalizada, un endurecimiento que parece responder menos a datos demográficos o económicos, y más a un sentido de identidad nacional exacerbado desde el poder. Es un movimiento que retrata, otra vez, la visión trumpista del mundo: una lectura polarizada entre “ellos” y “nosotros”, entre quienes “merecen” entrar y quienes son vistos como amenaza.
Trump ha sido consistente —para bien o para mal— en construir su narrativa política sobre el miedo. Miedo a la inseguridad, a la pérdida del empleo, al “otro” como figura desestabilizadora. Y su estrategia de comunicar decisiones radicales bajo un lenguaje de urgencia busca precisamente eso: fijar en la mente de sus seguidores la idea de un país asediado que sólo puede ser salvado mediante un cierre drástico de fronteras. Sin embargo, detrás de esta aparente claridad se esconden complejidades que el discurso oficial prefiere ignorar.
La paralización de la migración desde el llamado “tercer mundo” es, para empezar, una etiqueta cargada de prejuicios. Ese término —que en otros tiempos respondía a circunstancias geopolíticas hoy superadas— es revivido para justificar políticas excluyentes, como si se tratara de naciones homogéneas, definidas únicamente por carencias o conflictos y no por la pluralidad de historias, realidades sociales y capacidades humanas que las habitan. Trump reduce la diversidad del planeta a una categoría despectiva para legitimar una medida que, más allá de su retórica, tendrá efectos devastadores en familias enteras, proyectos personales y vínculos trasnacionales.
La revisión masiva de green cards a ciudadanos de 19 nacionalidades también apunta en esa dirección. No es un ejercicio administrativo común, ni una actualización rutinaria de controles migratorios. Es, en los hechos, un cuestionamiento retroactivo a la legalidad e idoneidad de quienes ya habían cumplido con todos los requisitos para vivir y trabajar en Estados Unidos. Significa poner bajo lupa a miles de personas que, siguiendo la normativa del propio gobierno estadounidense, habían consolidado su residencia y aportado durante años a la economía del país. Es un retroceso que genera ansiedad y desconfianza, porque sugiere que ningún estatus legal está a salvo si el clima político cambia de viento.
La medida afecta a comunidades migrantes que han contribuido de manera determinante al crecimiento estadounidense en sectores clave: tecnología, salud, servicios, construcción, agricultura, transporte. La prosperidad del país más poderoso del mundo depende —aunque algunos quieran olvidarlo— de la fuerza laboral proveniente del extranjero. Y en ese sentido, frenar la migración no sólo es moralmente cuestionable, sino estratégicamente absurdo. EE.UU. enfrenta desde hace décadas un déficit estructural en su mano de obra; bloquearla equivale a lastimarse a sí mismo en nombre de una ilusión de pureza nacional.
Es pertinente observar también cómo estas decisiones buscan agradar al electorado más duro de Trump: aquel que se alimenta del discurso de confrontación, que celebra la idea de que el país debe cerrarse para “proteger” su identidad. Pero gobernar con base en populismos punitivos suele generar efectos contraproducentes. La historia enseña que las sociedades que cierran puertas terminan por debilitarse. La movilidad humana es una fuerza transformadora; intentar detenerla mediante decretos sólo desplaza las rutas, endurece las condiciones y aumenta la vulnerabilidad de quienes buscan sobrevivir.
México, como país vecino y como territorio de tránsito, inevitablemente resentirá los impactos. No sólo porque miles de personas latinoamericanas podrían quedar varadas sin opciones claras, sino porque este tipo de posturas endurecen el clima migratorio en general, alentando medidas espejo en otras regiones y propiciando tensiones diplomáticas. Pero también porque muchos mexicanos residentes en Estados Unidos podrían enfrentar revisiones arbitrarias que introduzcan un nuevo nivel de inseguridad jurídica. Se vuelve a colocar a nuestra comunidad en un terreno frágil, a merced de directrices que cambian de la noche a la mañana según la conveniencia política en Washington.
Lo más alarmante es que estas políticas no surgen de una reflexión integral sobre la migración global, un fenómeno que se nutre de desigualdades, crisis climáticas, conflictos violentos y carencias estructurales. Tampoco buscan atender las causas profundas del desplazamiento humano. Son medidas cortoplacistas, orientadas más a enviar mensajes que a resolver problemas, diseñadas para mostrar músculo y alimentar la percepción de que Trump “tiene control”. Pero se trata de un control ficticio, porque ningún país —por más poderoso que sea— puede frenar el movimiento humano mediante decretos o muros.
Conviene recordar que la verdadera fortaleza de una nación no se define por cuántos excluye, sino por su capacidad de integrar, regular, orientar y aprovechar las energías de quienes buscan sumarse a su proyecto social. Estados Unidos se construyó históricamente sobre ese principio. Y aunque hoy desde la Casa Blanca se pretenda negar, la identidad estadounidense es inseparable de sus migrantes. Pretender lo contrario es distorsionar la historia.
No es irrelevante tampoco el tono con el que la administración Trump ha comunicado estas decisiones. La palabra “tercer mundo” no es un accidente. Es una provocación simbólica, un mensaje de jerarquía y desprecio que busca situar a ciertas naciones —y por consecuencia a sus ciudadanos— como menos valiosos, menos confiables, menos dignos. Ese lenguaje erosiona la dignidad humana. Y cuando la política se ejerce desde el desprecio, inevitablemente se siembran semillas de conflicto.
Frente a esto, corresponde a los gobiernos afectados reaccionar con firmeza diplomática y claridad jurídica. México, por su condición geográfica y por la enorme comunidad mexicana en Estados Unidos, debe actuar con prudencia, pero sin titubeos: proteger derechos, exigir garantías, negociar mecanismos transparentes y recordar al vecino del norte que las relaciones bilaterales no pueden supeditarse a caprichos electorales.
La migración no es una amenaza: es una realidad humana que puede convertirse en motor de desarrollo si se gestiona con visión y responsabilidad. Las medidas anunciadas por Trump, lejos de aportar soluciones, encienden alarmas sobre un futuro en el que la desconfianza pretende convertirse en criterio de Estado.
El mundo no puede dividirse entre quienes “merecen” moverse y quienes deben quedarse inmóviles. La dignidad humana no admite escalas ni categorías geopolíticas. Y si algo nos enseña este episodio, es que los discursos de miedo siguen teniendo fuerza, pero también que la sociedad global tiene la responsabilidad de combatirlos con argumentos, con memoria histórica y con la convicción de que los muros —reales o simbólicos— nunca han sido la respuesta.
Ese es el reto de nuestro tiempo. Y también la prueba para nuestras democracias.
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