La mañana de este jueves, en el pulso cotidiano donde la política nacional exhibe sus tensiones más finas, la presidenta Claudia Sheinbaum fijó postura con claridad meridiana ante una discusión que ha encendido focos de alerta dentro y fuera del Poder Judicial: la posibilidad de que la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) avale la anulación de juicios concluidos. La mandataria, con tono sereno pero firme, expresó su desacuerdo absoluto y recordó que el máximo tribunal del país carece de facultades legislativas para emprender una transformación tan profunda en el principio jurídico de la cosa juzgada.
Sheinbaum, fiel a su estilo de comunicación directa, no dejó espacio para interpretaciones ambiguas: “Lo digo abiertamente. No estoy de acuerdo con eso. Lo que ya fue juzgado ya fue juzgado. Hay muchos temas que tiene pendiente la Corte”. Una frase que, más allá de su literalidad, condensa el debate de fondo sobre los límites entre los poderes del Estado y el riesgo de abrir compuertas que comprometan la estabilidad y certidumbre del sistema judicial.
El origen de esta controversia se encuentra en el proyecto presentado el miércoles por la ministra Loretta Ortiz Ahlf, quien propuso declarar improcedente la anulación de juicios concluidos. Una postura, en apariencia, orientada a proteger el principio de definitividad de las resoluciones judiciales. Sin embargo, la simple discusión del asunto provocó un choque intenso entre ministros, justamente porque el tema toca la esencia misma de la función jurisdiccional: ¿qué tan irreversible debe ser una sentencia? ¿Bajo qué condiciones, si acaso, podría revertirse?
La SCJN, al analizar la propuesta, abrió un debate que rápidamente trascendió los muros del tribunal. Lo que para algunos ministros representaría una vía para corregir decisiones que pudieran resultar contrarias a derechos fundamentales, para otros se convierte en un riesgo mayúsculo que socavaría la certidumbre jurídica y permitiría que conflictos ya resueltos se reabran con consecuencias imprevisibles.
En ese terreno movedizo, las palabras de la presidenta adquieren un peso político nada menor. No se trata solamente de una opinión aislada, sino de una señal al país en un momento en que el equilibrio entre poderes se encuentra bajo constante escrutinio. Sheinbaum, consciente de la trascendencia institucional del tema, subrayó que la Corte debe atender sus pendientes antes de abrir discusiones que, en su visión, podrían desordenar la arquitectura legal construida durante décadas.
La discusión dentro del pleno, marcada por divergencias profundas, exhibió además el grado de tensión que impera al interior del Poder Judicial. Algunos ministros defendieron con vehemencia la necesidad de preservar la cosa juzgada como pilar esencial del Estado de derecho; otros, en contraste, señalaron que existen situaciones excepcionales en las que un juicio concluido podría requerir revisión para no perpetuar injusticias. Es el viejo dilema entre la estabilidad y la justicia perfectible, trasladado ahora al nivel más alto del sistema judicial mexicano.
Pero el debate no es nuevo ni exclusivo de México. En diversas democracias contemporáneas, la discusión sobre la posibilidad de reabrir procesos concluidos ha generado resistencias por los riesgos que implica para la seguridad jurídica. Lo que sí distingue este caso es el momento político en que se presenta y la sensibilidad con que la ciudadanía observa cualquier movimiento en la Corte, luego de años de confrontaciones abiertas entre los poderes de la Unión.
El mensaje de la presidenta, por ello, no es una simple manifestación de desacuerdo. Es una advertencia cuidadosa: alterar el carácter definitivo de los juicios podría afectarlo todo, desde la confianza ciudadana hasta el funcionamiento cotidiano de tribunales, fiscalías y defensorías públicas. El Estado de derecho descansa, en buena medida, en la certeza de que una sentencia firme pone fin a un conflicto. Si la puerta para revertir sentencias se abriera sin límites estrictamente definidos, la justicia podría volverse un terreno de incertidumbre permanente.
Sheinbaum, además, recordó un punto que para muchos constitucionalistas resulta clave: la SCJN no tiene facultades para legislar. Y aunque el proyecto de Loretta Ortiz no buscaba crear una nueva norma, sino fijar un criterio sobre la improcedencia de ciertos recursos, la mandataria insistió en que cualquier intento por modificar los alcances de la cosa juzgada debe pasar por el Poder Legislativo, donde reside la atribución de definir reglas procesales y sustantivas.
Detrás de esta puntualización yace un debate más amplio sobre el papel de la Corte en la vida pública. En los últimos años, el tribunal ha asumido un rol activo al interpretar la Constitución en temas cruciales. Pero ese activismo judicial, celebrado por algunos y criticado por otros, tiene límites que la presidenta coloca nuevamente en el centro: el máximo tribunal interpreta, sí, pero no legisla; orienta, pero no sustituye al Congreso.
Las reacciones no tardaron en crecer en el ámbito jurídico. Especialistas en derecho constitucional señalaron que el pronunciamiento presidencial representa una defensa del principio de separación de poderes, al tiempo que advierte sobre los riesgos de otorgar al Poder Judicial atribuciones que no están contempladas en la Constitución. Otros expertos destacaron que, aunque la Corte tiene facultades para fijar criterios sobre la interpretación de la ley, debe hacerlo con extrema prudencia cuando esos criterios puedan impactar la estabilidad del sistema legal en su conjunto.
Entre tanto, la ministra Ortiz Ahlf defendió la necesidad de analizar el tema desde una perspectiva de derechos humanos, pero el choque entre sus colegas evidenció que no existe consenso. La discusión continuará en próximos días y, como suele ocurrir en los temas de alto impacto, la presión política y social se hará sentir conforme el debate avance.
Mientras tanto, el mensaje de Sheinbaum se posiciona como una postura institucional, más allá de la coyuntura. No entra en descalificaciones, no confronta directamente a los ministros, pero traza una línea clara sobre la importancia de respetar los procesos, las facultades y el marco constitucional. Es un recordatorio de que cada poder del Estado debe actuar dentro de sus propios cauces, especialmente cuando están en juego las bases del orden jurídico.
La discusión seguirá, y el país estará atento. Porque más allá de tecnicismos procesales, este debate toca el corazón de la legalidad en México. Y como señala la propia presidenta, lo ya juzgado debe permanecer juzgado, no por capricho o rigidez, sino porque la fortaleza de las instituciones depende justamente de que las reglas no cambien en medio del juego.
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