Las amenazas de los transportistas y de los productores de maíz sobre bloquear las principales vías de acceso a la Ciudad de México siguen sobrevolando como una nube densa que anuncia tormenta, incluso después de varias reuniones con funcionarios federales que concluyeron sin ningún acuerdo tangible. Y aunque en el discurso oficial se presume disposición al diálogo, la realidad es que las mesas instaladas han resultado insuficientes para contener un malestar que no surgió de la noche a la mañana, sino que es consecuencia de una acumulación de reclamos que, al día de hoy, se desbordan.
Hay momentos en los que se puede leer la inconformidad social en los caminos: en los silencios tensos de quienes trabajan la tierra, en los motores detenidos de los camiones que sostienen buena parte de la economía nacional, y en el creciente hartazgo de quienes ya no encuentran cómo absorber los elevados costos operativos, las condiciones desventajosas del mercado y la indiferencia de ciertas estructuras gubernamentales que, pese a los discursos, siguen sin comprender el tamaño del problema. En este caso, el tablado está ocupado por dos sectores cuya importancia para el país es incuestionable: quienes producen el maíz que alimenta a México —literalmente y en sentido cultural— y quienes lo transportan por una red carretera que se ha vuelto más cara, más riesgosa y más complicada de operar.
Las reuniones recientes con funcionarios del gobierno federal confirmaron lo que muchos ya advertían: hay voluntad para escuchar, pero no hay soluciones inmediatas; hay promesas, pero no acuerdos; hay gestos de diálogo, pero no compromisos vinculantes que permitan a los productores y transportistas vislumbrar un alivio real en el corto plazo. Y es precisamente ese vacío de resultados el que mantiene viva la amenaza de bloqueos que, de materializarse, complicarían gravemente la movilidad, el abasto y la estabilidad en la capital del país, además de afectar las cadenas productivas que dependen de manera crítica del traslado de granos y mercancías.
No es exagerado afirmar que el maíz es el corazón simbólico y económico de México. Lo es desde antes de que existiera el país como lo conocemos. Para miles de familias campesinas, su cultivo no es solamente una actividad económica: es un legado, una identidad, un vínculo profundo con la tierra. Pero ese corazón hoy late con dificultad frente a un mercado que paga menos de lo justo, ante la ausencia de mecanismos efectivos que garanticen precios de garantía viables, y frente a la competencia desbalanceada de las importaciones que entran al país sin que se haya logrado una política equilibrada que proteja a los productores nacionales sin romper los equilibrios comerciales.
A ello se suman los constantes incrementos en los costos de producción: fertilizantes más caros, diésel a precios que asfixian, maquinaria que se vuelve inaccesible y créditos que no llegan o que se conceden bajo condiciones imposibles de sostener. Y como si eso no bastara, el transporte de la cosecha —un tramo fundamental para que el trabajo del campo se convierta en alimento— enfrenta condiciones igual de adversas. Las carreteras no solo son más costosas por el alza en los combustibles y las tarifas, sino más peligrosas por la creciente incidencia delictiva que afecta especialmente a los transportistas en rutas clave. La inseguridad en los caminos se ha convertido en un factor que incrementa costos, reduce márgenes y pone en riesgo vidas. Es un problema real que reclama atención seria, pero que rara vez recibe la prioridad que merece.
En medio de ese escenario, los funcionarios federales han optado por la estrategia de las mesas permanentes de diálogo, confiando en que la sola instalación de espacios de conversación será suficiente para contener la amenaza. Sin embargo, los productores y transportistas ya no se conforman con escuchar promesas de mediano plazo. El problema es inmediato y la exigencia también. No se trata de subsidios extraordinarios ni de soluciones mágicas, sino de medidas concretas que equilibren un mercado que hoy premia más al intermediario que a quien cultiva y transporta el maíz. La cadena está tensionada y quienes la sostienen en los extremos ya no están dispuestos a cargar sobre sus hombros lo que no les corresponde.
La amenaza de bloqueos, desde luego, no es una medida menor. Implica costos sociales, económicos y políticos. Genera incomodidad, enojo, caos vial y un impacto evidente en la movilidad y el abasto. Pero también es una herramienta de presión que sectores históricamente relegados han utilizado cuando sienten que sus demandas no son tomadas en serio. Antes de condenar la protesta, resulta indispensable preguntarse qué llevó a esos sectores a un límite en el que la única manera de ser escuchados es deteniendo el país. Las manifestaciones no son un capricho: son el síntoma de un sistema que ha fallado en atender a quienes sostienen, literalmente, la base de la pirámide alimentaria.
Y aunque es cierto que el gobierno federal enfrenta múltiples presiones y desafíos simultáneos, también es verdad que algunos funcionarios han restado importancia al reclamo del campo y del transporte, respondiendo con burocracia lo que exige decisiones políticas, técnicas y presupuestales. No se trata de golpear a nadie, pero es imposible ignorar que hay casos en los que el desdén, la falta de seguimiento y la incapacidad para proponer soluciones viables contribuyen a encender el conflicto. Cuando la autoridad olvida que su responsabilidad es construir puentes, no muros, el diálogo se erosiona y la tensión se vuelve inevitable.
La situación exige, con urgencia, una visión integral que ponga al centro la soberanía alimentaria, el fortalecimiento del campo y la dignificación del transporte. No se puede seguir operando con la lógica de parchar problemas aislados cuando lo que está fallando es el engranaje completo. México requiere políticas de largo aliento que garanticen precios justos, que reduzcan los costos operativos, que aseguren carreteras con condiciones mínimas de seguridad y que brinden certidumbre a quienes producen y distribuyen uno de los bienes más relevantes del país. Eso implica inversión, reformas puntuales y una coordinación real entre instituciones que muchas veces trabajan como si no formaran parte del mismo gobierno.
Las advertencias de bloqueos deberían leerse como una alarma preventiva y no como una amenaza a la estabilidad nacional. Son un recordatorio incómodo, pero necesario, de que la prosperidad del país depende de sectores que con frecuencia permanecen invisibilizados hasta que detienen la marcha. El desafío está en evitar que el conflicto escale al punto de la confrontación abierta, y eso solo se logrará con acuerdos claros, compromisos verificables y acciones inmediatas que permitan a productores y transportistas recuperar la confianza.
La paz social no se construye negando la realidad ni aplazando respuestas. Se edifica reconociendo dignamente a quienes trabajan la tierra y a quienes recorren los caminos para que la comida llegue a la mesa de millones de familias. Si el gobierno federal quiere evitar que la Ciudad de México se paralice, necesita algo más que buenas intenciones: requiere soluciones que alivien la carga de quienes sostienen el maíz y la movilidad del país. Porque cuando los caminos se bloquean, no es solo el tránsito el que se detiene; es el reflejo de un país que, por momentos, parece olvidar que su corazón —como siempre— late en el campo y en quienes lo transportan.
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