Por más que el régimen venezolano intente proyectar normalidad, sobran los signos de que el país sigue atrapado en una espiral donde la soberanía se confunde con la coerción y donde las decisiones de gobierno, lejos de atender el interés público, profundizan el aislamiento. La más reciente advertencia del Instituto Nacional de Aeronáutica Civil (INAC), que amenaza con revocar en un plazo de 48 horas los derechos de tráfico aéreo de varias aerolíneas si no reanudan sus vuelos al país, es una muestra más de ese extravío institucional que tanto ha desgastado a la nación sudamericana.
No se trata de una disputa administrativa menor. Es un episodio que se inserta en un contexto más amplio: la creciente percepción internacional de que Venezuela se ha convertido en un espacio de riesgo operacional y político. La Administración Federal de Aviación de Estados Unidos (FAA) no lanzó sus alertas por capricho. Lo hizo atendiendo a criterios técnicos que evalúan la seguridad del espacio aéreo, la capacidad de respuesta ante emergencias y las condiciones regulatorias en un país donde las tensiones internas y la fragilidad estatal son evidentes. La suspensión de operaciones por parte de algunas aerolíneas internacionales respondió a esa evaluación, no a una intención de boicot ni a una maniobra política.
Pero en Caracas decidieron interpretar la medida como un desafío, y el INAC respondió recurriendo a una lógica de imposición: reanuden los vuelos o pierdan los derechos de tráfico. Así, lo que debería procesarse como un asunto de seguridad aeronáutica termina convertido en una demostración de fuerza que, una vez más, exhibe la desconexión entre la narrativa oficial y la realidad del país.
La frase que queda resonando —48 horas para regresar o perder los permisos— recuerda a esas respuestas improvisadas que buscan atajar la crisis con desplantes, como si el simple hecho de endurecer la postura hiciera desaparecer los problemas estructurales. En vez de reconocer la preocupación legítima de la comunidad aeronáutica internacional, el gobierno opta por convertir a las aerolíneas en antagonistas, cuando en realidad son actores indispensables para reconstruir los vínculos comerciales, turísticos y humanitarios que la ciudadanía venezolana tanto necesita.
No debe olvidarse que miles de venezolanos dependen de las conexiones aéreas para trabajar, visitar a sus familias, atender trámites, recibir asistencia médica o trasladarse a países donde hoy hacen su vida. Cortar o limitar aún más esa conectividad no golpea a las aerolíneas, golpea a la gente. Y sin embargo —como ha sucedido en tantos otros frentes de la vida pública venezolana— la decisión gubernamental parece orientada a defender la narrativa política de resistencia y control, aunque eso implique complicar la movilidad de su propia población.
Conviene entender que las alertas de la FAA no surgieron en el vacío. Desde hace años, distintas organizaciones especializadas han advertido sobre la precariedad operativa en varias instalaciones aeronáuticas del país, así como sobre la limitada capacidad institucional para supervisar con rigor y transparencia la seguridad en los vuelos. A ello se suman las tensiones militares internas, el empleo del espacio aéreo en operaciones irregulares, el deterioro de equipos de navegación y la opacidad en torno a las capacidades reales de control de tráfico aéreo.
Todo ello configura un escenario que no puede resolverse con amenazas administrativas, sino con reformas profundas, inversiones sostenidas y cooperación internacional. Pero esas son precisamente las rutas que el gobierno de Nicolás Maduro ha evitado transitar, en parte porque la rendición de cuentas implicaría reconocer fallas y asumir compromisos externos que la lógica del poder absoluto considera inaceptables.
El costo de esa obstinación es un país cada vez más desconectado del mundo. Mientras los gobiernos de la región buscan atraer vuelos, ampliar rutas y fortalecer sus aeropuertos como motores de inversión, Venezuela se mueve en sentido contrario y desafía a quienes deberían ser aliados para recuperar la confianza global en su sistema aeronáutico.
La estrategia del INAC se alinea a la forma de operar que el gobierno venezolano ha hecho costumbre: administrar la realidad mediante ultimátums. Desde la política interna hasta la relación con organismos internacionales, la lógica ha sido la misma: en vez de negociar, incentivar, colaborar o corregir, se opta por apretar, intimidar y confrontar.
Pero la aviación civil responde a otras reglas. Es un sector guiado por estándares globales, donde los operadores deben cumplir requisitos estrictos, y donde la confianza es un elemento fundamental. Toda aerolínea evalúa riesgos antes de abrir o mantener una ruta: calidad de aeropuertos, condiciones meteorológicas, estabilidad operativa, seguridad en tierra y en vuelo, costos logísticos, y sí, también la dimensión política que podría afectar a sus pasajeros y al personal.
Si un país —por restricciones técnicas o decisiones políticas— se percibe como riesgoso, las aerolíneas no vuelven porque las obliguen, sino porque las condiciones mejoran. Y hoy esas condiciones no han mejorado en Venezuela. Las amenazas del INAC no resuelven ni uno solo de los factores que motivaron la suspensión inicial de vuelos; solo agregan incertidumbre y exhiben de nuevo el talante autoritario del gobierno.
Si las aerolíneas afectadas deciden no reanudar los vuelos dentro del plazo impuesto, Venezuela enfrentará no solo una reducción mayor en conectividad, sino también un golpe reputacional que se sumará a la lista de obstáculos para la reintegración internacional. Otros operadores evaluarán la situación y podrían optar por limitar o retirar sus propias rutas por temor a medidas similares.
El turismo, ya de por sí debilitado, sufriría otro bache. Las empresas que dependen del transporte aéreo para importar insumos verían encarecidos los costos. Los ciudadanos que viajan por necesidad tendrían que recurrir a combinaciones más largas y costosas vía terceros países. Y los centros de conexión regionales perderían tráfico, afectando también la dinámica aérea alrededor del Caribe y América del Sur.
En un mundo donde la conectividad es motor de desarrollo, Venezuela corre el riesgo de quedar relegada a un lugar marginal, sostenido apenas por rutas secundarias o servicios mínimos que apenas permiten un flujo indispensable.
Todo esto pudo gestionarse de otra manera. El gobierno pudo entablar un diálogo técnico con las aerolíneas, solicitar la cooperación de organismos especializados, convocar auditorías internacionales, mejorar la transparencia en la gestión del espacio aéreo y generar confianza mediante acciones verificables. Pudo, además, reconocer que las alertas de la FAA constituyen una oportunidad para actualizar protocolos y fortalecer la seguridad aérea.
Aun así, no todo está perdido. El gobierno venezolano podría dar un giro y optar por atender los problemas de fondo. Las aerolíneas no exigen privilegios; exigen condiciones seguras y previsibles. Los organismos internacionales no imponen agendas políticas; establecen estándares que todos los países del mundo siguen. Y la ciudadanía no pide milagros; pide un entorno donde viajar no implique angustias adicionales.
La crisis aérea es un reflejo más del dilema venezolano: un país que podría ser potencia energética, turística y logística, pero que permanece atrapado en la tensión entre su enorme potencial y la rigidez de un régimen que no tolera el escrutinio. La amenaza lanzada por el INAC quizá sea, en el fondo, un intento desesperado por mantener la ilusión de control. Pero lo único que controla un ultimátum es el tiempo: las 48 horas que corren, mientras el mundo observa cómo un país que alguna vez fue referencia regional continúa aislándose a sí mismo.
En la aviación —como en la vida institucional— la seguridad no se decreta. Se construye. Y Venezuela merece un cielo abierto, no uno cercado por la política. El gobierno aún puede elegir qué tipo de país quiere ser. Y el mundo espera que elija con sensatez, antes de que sea demasiado tarde.
Opinión.salcosga23@gmail.com
@salvadorcosio1
