Hay momentos en los que una decisión rebota con fuerza en todo el continente y, aun sin estruendo militar ni cañonazos diplomáticos, sacude estructuras de poder y redefine equilibrios. Eso es lo que ha ocurrido con el anuncio de Washington: Estados Unidos designó formalmente al llamado Cártel de los Soles como organización terrorista extranjera (FTO, por sus siglas en inglés). Una determinación que, más allá de los titulares, se inserta en un tablero político complejo y abre una larga estela de implicaciones para Venezuela, para la región y para la dinámica hemisférica en general.
El Cártel de los Soles es probablemente el grupo delictivo más mencionado y menos documentado de toda América Latina. Su nombre proviene de los “soles” que portan los generales venezolanos en su investidura militar, lo que de inmediato lo vincula, en la narrativa internacional, a un supuesto entramado de altos mandos, negociaciones oscuras y control político desde la cúspide del poder bolivariano. Washington lo ha vinculado repetidamente a la cúpula del Ejército y al propio Gobierno venezolano, acusándolo de participar en el tráfico de drogas, el lavado de dinero y la facilitación logística para redes criminales que operan desde Sudamérica hacia Norteamérica y Europa.
Pero más allá de las acusaciones —algunas sustentadas, otras construidas desde informes de inteligencia no transparentes— lo que hoy se impone es el impacto concreto de esta designación. Declarar a un grupo como organización terrorista extranjera no es un paso menor: implica sanciones automáticas, congelamiento de activos, persecución extraterritorial, restricciones a terceros países que puedan cooperar con dicho grupo y, sobre todo, abre la puerta a acciones directas del aparato de seguridad estadounidense bajo el paraguas de la lucha contra el terrorismo. No se trata únicamente de reforzar medidas ya existentes; es un salto cualitativo en el tipo de presión que Washington puede ejercer.
Para el régimen venezolano, la designación llega en un momento particularmente delicado. El país atraviesa una situación económica profundamente deteriorada, con una inflación aún descontrolada, una industria petrolera debilitada, tensiones políticas internas y un proceso electoral cuestionado por la comunidad internacional. Nicolás Maduro intenta proyectar estabilidad mientras enfrenta sanciones, críticas y un creciente aislamiento en diversos foros multilaterales. En ese contexto, que se etiquete a una estructura que Washington afirma estar incrustada en el corazón del Estado venezolano como “grupo terrorista” supone un golpe directo a la legitimidad del Gobierno.
El chavismo, es previsible, responderá acusando un acto de agresión imperial y de injerencia en asuntos internos. Y aunque ese discurso tiene eco en algunos países alineados ideológicamente, lo cierto es que varios gobiernos latinoamericanos observarán con cautela este movimiento, pues implica un precedente delicado: que un Estado pueda ser indirectamente señalado como patrocinador o colaborador de terrorismo a través de una organización supuestamente incrustada en él. Una etiqueta así puede desatar consecuencias imprevisibles, desde sanciones más duras hasta el debilitamiento de cualquier negociación política futura entre Caracas y la oposición.
Quizá lo más relevante de esta decisión es que coloca nuevamente a Venezuela en una posición central del debate hemisférico sobre seguridad. Desde hace años, la Casa Blanca ha señalado que el régimen bolivariano ha tolerado —cuando no permitido— que redes del narcotráfico, células criminales de diversos orígenes, así como la presencia de grupos armados colombianos, operen en territorio venezolano. No es un secreto que la porosidad de la frontera con Colombia ha favorecido asentamientos de disidencias de las FARC y del ELN. Pero Estados Unidos va más allá al afirmar que existe un andamiaje institucional que participa activamente en el tráfico de drogas, no solamente tolerándolo.
En este punto es indispensable mantener una mirada crítica. Resulta cierto que Venezuela ha sufrido un proceso profundo de desinstitucionalización, corrupción y pérdida de control territorial en diversas regiones. También es evidente que la configuración del poder militar dentro del chavismo ha generado incentivos para prácticas ilegales y para la cooptación de mandos. Sin embargo, la información pública sobre la estructura y dinámica del llamado Cártel de los Soles sigue siendo fragmentaria, con múltiples versiones, testimonios y documentos no siempre verificables. Esa falta de claridad ha permitido que la designación pueda interpretarse tanto como una medida de seguridad justificada, como un instrumento de presión política en el marco de la disputa geopolítica entre Washington y Caracas.
La pregunta obligada es: ¿qué efectos reales tendrá esta decisión? Para empezar, endurecerá la ya compleja relación bilateral. También limitará aún más la capacidad internacional del régimen de Maduro para acceder al sistema financiero global. Países y empresas que hasta ahora habían mantenido cierta distancia prudente, pero sin romper con Caracas, podrían reconsiderar sus vínculos para evitar exponerse a sanciones o investigaciones. La designación también podría impactar en las rutas del narcotráfico: o bien provocará una mayor fragmentación de los grupos que operan desde territorio venezolano, o bien los obligará a mutar y sofisticar sus operaciones para evadir la presión internacional.
Otro punto significativo es la posible respuesta interna. Aunque el Gobierno venezolano intentará mostrar firmeza, es previsible que al interior del aparato militar la designación genere tensiones. La cúpula castrense, parte fundamental en la sostenibilidad política del régimen, podría sentirse más vulnerable ante esta categorización que —lo quieran o no— los coloca bajo un reflector riesgoso. Cuando un Estado extranjero declara que estructuras internas están involucradas en terrorismo, los efectos no se limitan a discursos: surgen temores, desconfianza y cálculos personales dentro de un sistema político ya de por sí frágil.
En lo regional, la designación coloca un desafío adicional para América Latina. Ningún país quiere ser visto como aliado, facilitador o indiferente ante grupos designados como terroristas por Estados Unidos, pero tampoco todos están dispuestos a alinearse sin matices con la política de Washington. Esto reavivará debates sobre soberanía, seguridad transnacional y responsabilidades compartidas. Lo cierto es que América Latina no puede seguir ignorando la magnitud del problema venezolano: un país con un éxodo masivo, deterioro institucional extremo, presencia de grupos armados y ahora, con una etiqueta que lo acerca aún más a la categoría de “Estado fallido”, aunque esa calificación aún sea exagerada y cargada de intencionalidad política.
Así, lo que debería ser una medida estrictamente vinculada a la seguridad internacional termina en un torbellino político y diplomático. No es casual que Estados Unidos haya tomado esta decisión en un momento en el que intenta consolidar alianzas hemisféricas frente a nuevos riesgos globales, desde el avance del crimen organizado trasnacional hasta la penetración de actores extrarregionales como Irán, Rusia o China en la región. Venezuela, con su compleja red de alianzas, se ha convertido en un nodo estratégico de esa rivalidad.
El anuncio, pues, no es una pieza suelta. Es un movimiento calculado que busca reforzar la presión sobre Maduro, advertir a sus aliados y evitar que estructuras criminales —reales o atribuidas— puedan seguir utilizando territorio venezolano con impunidad. Pero también es una apuesta arriesgada: si la designación no va acompañada de cooperación internacional, de un diagnóstico claro y de estrategias para contener y reducir la influencia de redes criminales, corre el riesgo de convertirse en un gesto más simbólico que efectivo, dejando intactos los factores estructurales que han permitido que el narcotráfico prospere en la región.
En suma, la decisión estadounidense es un recordatorio de que América Latina sigue atrapada entre viejos y nuevos desafíos, entre regímenes autoritarios, crisis económicas, flujos migratorios y organizaciones criminales que han adquirido una capacidad de penetración inédita. Venezuela está otra vez en el centro del huracán, pero no es la única responsable ni la única afectada. La región deberá observar, analizar y actuar con responsabilidad, sin caer en simplificaciones ni bandos automáticos, porque las consecuencias de esta designación sobrepasan fronteras y nos colocan frente al espejo de nuestras propias fragilidades.
Lo cierto es que, más allá de posturas políticas o simpatías ideológicas, el continente necesita soluciones reales y no solamente sanciones. Y aunque la designación del Cártel de los Soles podría ser un punto de inflexión, también puede quedarse en un capítulo más de la larga narrativa de tensiones entre Washington y Caracas. Dependerá de la capacidad internacional —y de la voluntad venezolana— para enfrentar un fenómeno que, aunque se vista de geopolítica, en su esencia sigue siendo un problema de criminalidad, corrupción y control territorial.
Venezuela vuelve a ocupar titulares. El desafío, ahora, será convertir esta crisis en una oportunidad para reconstruir, aunque sea desde los márgenes, las bases de un país que aún merece un destino muy distinto al que hoy parece inevitable.
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