El anuncio de al menos media decena de aerolíneas internacionales que el sábado suspendieron sus operaciones desde y hacia Venezuela, tras la advertencia de la Administración Federal de Aviación de Estados Unidos (FAA) sobre los riesgos de sobrevolar el espacio aéreo de ese país sudamericano, no es un asunto meramente técnico ni una precaución burocrática más en la larga cadena de regulaciones que rigen la aviación comercial. Es un suceso que retrata, de forma tan elocuente como preocupante, la profunda crisis política, económica e institucional que envuelve al régimen venezolano desde hace años, y que continúa proyectando sus efectos más allá de sus fronteras.
La FAA no emite alertas a la ligera. Cuando un organismo con tal peso estratégico y reputación global señala riesgos significativos en el espacio aéreo de un país, la comunidad internacional toma nota. Y cuando, como consecuencia inmediata, aerolíneas que aún mantenían operaciones con Venezuela —pese al deterioro de servicios, la inseguridad aeroportuaria y la fragilidad operativa— deciden suspender rutas, la señal es inequívoca: lo que ocurre en ese territorio ya no solo afecta a sus ciudadanos, sino que compromete la seguridad global.
No es la primera vez que Venezuela enfrenta restricciones aéreas. Desde hace una década, varias empresas de transporte internacional abandonaron rutas a Caracas debido a impagos millonarios del gobierno, controles cambiarios imposibles y falta de garantías operativas. Sin embargo, la circunstancia actual reviste matices más delicados, porque ya no se trata de un desacuerdo comercial o de condiciones económicas adversas, sino de una advertencia directa sobre la estabilidad del espacio aéreo: un componente que en el derecho internacional representa soberanía, responsabilidad y, sobre todo, capacidad estatal.
El espacio aéreo inseguro no aparece por generación espontánea. Es producto de la erosión de instituciones, del debilitamiento de la autoridad civil sobre lo militar, de la presencia de grupos armados irregulares que operan en varias zonas del país, del contrabando que utiliza rutas clandestinas y de la creciente dificultad para garantizar radares funcionales, protocolos modernos y personal capacitado. Nada de eso se resuelve con discursos ni con propaganda oficial.
Y aunque algunos actores intenten minimizar la advertencia de la FAA, los hechos se imponen: la seguridad de vuelo es una materia absoluta, sin margen para ideologías ni concesiones políticas. Si el mundo percibe que Venezuela no puede asegurarla, no habrá negociación diplomática que compense el vacío de confianza que se genera.
El impacto de esta suspensión trasciende lo operativo. No es únicamente la cancelación de vuelos. Es la profundización del aislamiento. Un país ya cercado por sanciones, con un aparato económico colapsado y con su propia población buscando rutas para emigrar, pierde ahora conexiones vitales que permitían mantener un mínimo grado de tránsito internacional, tanto para quienes necesitaban salir como para quienes buscaban entrar con inversiones, apoyo humanitario o cooperación técnica. Cada vuelo que se va y no regresa es también una puerta que se cierra.
Esta realidad recuerda, aunque en condiciones distintas, lo ocurrido hace décadas en otros países cuyos gobiernos erosionaron al grado extremo sus capacidades institucionales: la aviación comercial suele ser el primer puente que se debilita cuando la autoridad se repliega y el Estado pierde cohesión. Es un indicador adelantado de una crisis que se intensifica.
Desde la perspectiva regional, la suspensión abre otro ángulo que no debe ignorarse: la creciente fragilidad del Caribe y del norte de Sudamérica en materia de seguridad aérea, marítima y territorial. México, Colombia, Brasil y las islas caribeñas observan con inquietud la dinámica venezolana, entendiendo que cualquier vacío de poder, cualquier debilitamiento del control aéreo, cualquier incremento de vuelos clandestinos o tráfico ilícito puede repercutir en sus propias rutas, puertos y fronteras. El espacio aéreo de un país es, en tiempos de globalización, una pieza del rompecabezas de seguridad de toda una región.
Es igualmente preocupante que el régimen venezolano haya respondido con desdén, reduciendo la advertencia a una supuesta maniobra política de Washington. Es el guion habitual en su narrativa, pero resulta insuficiente frente a las implicaciones de fondo. Negar la realidad operativa no la modifica. El espacio aéreo es un área que exige rigor, transparencia y protocolos confiables. Las aerolíneas no actúan movidas por afinidades ideológicas; actúan porque sus aseguradoras, sus pilotos, sus reguladores y sus propios cálculos de riesgo no les permiten otra salida.
Este distanciamiento progresivo de Venezuela del sistema internacional de aviación también trae repercusiones humanitarias. En un país donde millones requieren asistencia, donde la crisis sanitaria persiste y donde el acceso a suministros especializados depende en gran medida de rutas aéreas, la reducción de opciones complica el trabajo de organizaciones que ya operaban con serias limitaciones. La crisis, lejos de atenuarse, se densifica.
Así, la suspensión de vuelos se convierte en un símbolo más de un Estado que pierde capacidad de garantizar lo más elemental: la seguridad del tránsito en su propio cielo. Y cuando un país pierde su cielo, suele ser porque antes perdió el control de su territorio, de su economía y de su institucionalidad.
A pesar de todo, Venezuela no es un territorio sin futuro. Es un país con una riqueza natural innegable, con un pueblo resiliente y con una diáspora que mantiene viva la esperanza de una reconstrucción democrática. Pero para que esa reconstrucción sea viable, debe partir del reconocimiento de que el deterioro ha alcanzado niveles que afectan la convivencia global y que requieren soluciones profundas, no discursos altisonantes.
La advertencia de la FAA no debe verse como un castigo. Es un mensaje. Uno que el mundo envía a un país que lo necesita escuchar, aunque su liderazgo se empeñe en tapar los oídos. La suspensión de vuelos no es la causa del problema; es la consecuencia de una administración que ha permitido que la incertidumbre se apodere de su espacio aéreo y de su destino.
El cielo de Venezuela no está clausurado por diseño extranjero, sino por la realidad que el propio régimen ha tejido. Recuperarlo será una tarea compleja, pero indispensable. Porque un país sin vuelos es un país sin horizontes. Y Venezuela merece recuperar los suyos.
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