La muerte de Alfredo Elías Ayub, ocurrida el 19 de noviembre a los 75 años, no solo cierra el ciclo vital de un hombre formado en la técnica y comprometido con el servicio público: clausura simbólicamente una era de la administración mexicana que entendió al Estado como un engranaje que debía funcionar con rigor, continuidad y visión de largo plazo. En tiempos en los que la gestión pública se encuentra en constante revisión y adecuación, su trayectoria aparece como recordatorio de lo que significa construir políticas desde la planificación y el profesionalismo.
Elías Ayub fue uno de los últimos representantes de una generación que creía en el peso de la evidencia, en la importancia de la medición y en la necesidad de mantener una estructura estatal sólida para enfrentar los retos del desarrollo. Surgido de la academia y formado tanto en el sector público como en el privado, entendió que el progreso nacional exige instituciones capaces de sostener procesos complejos durante décadas, sin importar los cambios naturales de administración o de orientación gubernamental.
Ingeniero civil, maestro en administración y gestor experimentado, encontró en la Comisión Federal de Electricidad el espacio donde su perfil técnico alcanzó su mayor expresión. Dirigir la CFE representaba, más que una responsabilidad administrativa, un desafío estratégico: mantener la estabilidad y modernización de un sistema eléctrico que da soporte a la vida productiva, industrial y doméstica de millones de mexicanos. En ese ámbito, Elías Ayub ejerció un liderazgo discreto pero firme, orientado a la eficiencia, la proyección y la continuidad técnica.
Su paso por la institución no estuvo exento de tensiones ni de debates —ninguna entidad de esa magnitud lo está—, pero su contribución más reconocida consistió en mantener la brújula en la dirección de largo plazo. La energía no se planifica en ciclos cortos; requiere infraestructura, inversiones y decisiones que trascienden coyunturas. Por ello, su visión tendía a fortalecer la estabilidad del sistema, la diversificación tecnológica y la construcción de una estructura eléctrica lo suficientemente robusta como para sostener el crecimiento del país.
La continuidad fue, sin duda, una de sus marcas distintivas. En un país donde con frecuencia se confunde continuidad con rigidez o resistencia al cambio, Elías Ayub la entendía como una virtud técnica: preservar lo que funciona para mejorar sobre ello, sin interrumpir procesos cuya maduración exige décadas. Esta filosofía permitió a la CFE enfrentar retos con claridad estratégica y con una organización que privilegiaba la planeación por encima de las presiones del momento.
También formó parte de una generación que supo dialogar con diversos sectores, comprender que el desarrollo energético requiere coordinación, no aislamiento. La energía —por su complejidad y alcance— demanda esfuerzos integrados entre reguladores, instituciones públicas, especialistas y actores productivos. Bajo esa lógica, su liderazgo buscaba construir puentes, facilitar procesos y sostener un ecosistema capaz de responder a la evolución tecnológica y a la demanda creciente.
Otro rasgo notable fue su estilo personal: sobrio, reservado, orientado a resultados más que a la exposición pública. No buscó proyección política ni utilizó la gestión como plataforma personal. En un ámbito donde con frecuencia la visibilidad se confunde con eficacia, él defendió la idea de que la infraestructura, por su naturaleza, debe hablar a través de su estabilidad y desempeño. Su discreción era parte de su ética profesional: la energía y la ingeniería no requieren estridencia, sino precisión.
La muerte de Alfredo Elías Ayub invita también a reflexionar sobre la transformación de los perfiles técnicos dentro del Estado mexicano. No se trata de idealizar épocas ni de lamentar cambios inevitables —toda generación enfrenta sus propios desafíos—, sino de reconocer el valor que tienen los cuadros formados en la rigurosidad técnica para garantizar la solidez institucional. Las nuevas realidades energéticas, tecnológicas y ambientales exigen conocimiento especializado, capacidad de adaptación y visión estratégica, cualidades que él encarnó de manera ejemplar.
Su partida ocurre en un contexto global complejo, donde la transición energética, el avance tecnológico y la presión por modelos sostenibles demandan una redefinición permanente de políticas. En este escenario, recordar figuras como la suya no es un ejercicio de nostalgia, sino una oportunidad para valorar la importancia de fortalecer instituciones, formar especialistas y garantizar que la técnica acompañe siempre a la visión política, cualquiera que sea.
La energía, al final, es metáfora y realidad. El sistema eléctrico nacional —al que dedicó gran parte de su vida— permanece como la red invisible que sostiene la vida diaria de millones de personas. Su funcionamiento exige continuidad, profesionalismo y claridad estratégica: tres principios que guiaron a Alfredo Elías Ayub y que hoy cobran relevancia renovada.
Quizá por ello, su muerte no solo marca el final de una trayectoria personal sobresaliente, sino también la conclusión de una etapa histórica en la que México apostó por consolidar cuadros técnicos capaces de articular el desarrollo nacional desde la especialización. Su legado, más que un conjunto de obras o decisiones, es una filosofía de gestión: la convicción de que el progreso se construye con paciencia, conocimiento y compromiso, más que con protagonismo.
Alfredo Elías Ayub fue, en esencia, un servidor público que entendió la dimensión técnica y humana del Estado. Su vida profesional deja lecciones valiosas para el presente y el futuro: que la infraestructura es cimiento, no espectáculo; que el desarrollo requiere continuidad; y que la técnica, lejos de estar reñida con la visión política, es su mejor aliada cuando se busca construir un país que perdure.
