Por más que los estrategas pretendan envolverlo en fórmulas jurídicas o en tecnicismos diplomáticos, el anuncio de Sanae Takaichi ante la Dieta el pasado 7 de noviembre tiene un filo que corta más allá de los protocolos: por primera vez desde la derrota de 1945, un primer ministro japonés sostuvo, de manera abierta y sin titubeos, que una intervención militar de China continental contra Taiwán podría activar la cláusula de “situación que amenaza la supervivencia” y, por ende, justificar el ejercicio de la autodefensa colectiva. Para muchos, se trata de un giro doctrinario largamente incubado; para otros, de una peligrosa ruptura con un consenso que había permitido mantener la tensión en un punto manejable. De cualquier forma, es el primer gran desafío de política exterior para Takaichi, y lo enfrenta en un momento en el que la región —y buena parte del planeta— parece caminar sobre una cuerda floja.
En Tokio lo saben bien: las palabras importan. Y en Asia oriental, importan todavía más cuando evocan fantasmas que nunca se han disipado del todo. Desde 1945, sucesivos gobiernos japoneses habían optado por una narrativa mucho más ambigua sobre Taiwán. No porque no vieran el riesgo que implica el auge militar de Pekín, sino porque tenían presente que cualquier posicionamiento explícito podía detonar reacciones desproporcionadas y alimentar la desconfianza estructural con la potencia vecina. Por eso la afirmación de Takaichi se ha recibido como una vuelta de tuerca histórica: Japón deja entrever que está dispuesto a redefinir su umbral de intervención militar más allá de su territorio directo, siempre bajo la envoltura constitucional de la autodefensa. Pero aun con el andamiaje jurídico, el mensaje que llega a Beijing es inequívoco.
China, por supuesto, no es ajena al peso del pasado. La relación entre ambos países quedó marcada a fuego desde 1895, cuando la debilitada dinastía Qing firmó el Tratado de Shimonoseki y cedió Taiwán a Japón, que la administró como colonia durante cinco décadas. Aquella ocupación dejó heridas profundas, algunas visibles, otras latentes, pero todas presentes en la memoria política china. No es casualidad que muchas de las crisis más sonoras en la relación bilateral se activen por gestos simbólicos —una visita al santuario Yasukuni, una declaración desafortunada sobre los crímenes de guerra, un evento diplomático que reabre viejas cicatrices—, mientras que los conflictos pesqueros, las disputas territoriales o los ejercicios militares cerca de las islas Senkaku suelen darles a ambos gobiernos la coartada para medir fuerzas sin romper del todo los puentes.
Lo que ocurre ahora, sin embargo, tiene una textura distinta. Porque Taiwán no es solo un recordatorio histórico, sino el epicentro de una disputa geopolítica que puede decidir el equilibrio de poder en el Pacífico. Para China, la isla es un asunto de soberanía y reunificación nacional; para Estados Unidos, la pieza clave para contener el ascenso de Pekín; para Japón, un amortiguador estratégico cuya pérdida alteraría de manera dramática su seguridad nacional. Esa confluencia de narrativas convierte a Taiwán en un polvorín diplomático permanente. Y cuando una de las principales economías del mundo modifica su posición doctrinaria, el tablero completo tiembla.
Las declaraciones de Takaichi han obligado a revisar viejos mapas y a desempolvar escenarios que hasta hace poco parecían excesivos. El entorno regional no ayuda a la serenidad: China mantiene una creciente presencia militar en el Estrecho; Estados Unidos ha reforzado alianzas, ejercicios navales y transferencia de tecnología militar a sus socios; Corea del Norte sigue disparando misiles por encima del mar de Japón; y Rusia, cada vez más aproximada a Pekín, ha ampliado las patrullas conjuntas en el Pacífico occidental. Tokio, en consecuencia, siente que el reloj avanza en su contra.
Pero el problema de fondo no es únicamente estratégico. Es político. Takaichi llega al poder como una figura que se presenta capaz de encarar, sin titubeos, los desafíos que su predecesor dejó inconclusos. Tiene apoyo entre sectores conservadores que ven la Constitución pacifista como una camisa de fuerza anacrónica y que desean un rol más activo en el concierto internacional. También cuenta con simpatías en Washington, donde se observa con alivio que Japón esté dispuesto a asumir mayores responsabilidades en la defensa regional, justo en un momento en que Estados Unidos multiplica frentes y tensiones desde Europa del Este hasta Medio Oriente. Pero a la vez enfrenta resistencias internas, especialmente de quienes temen que una escalada mal calculada arrastre al país hacia una confrontación para la cual no existe consenso social ni político.
Es inevitable preguntarse si Takaichi midió la magnitud del mensaje que envió. Porque al afirmar que un eventual uso de la fuerza contra Taiwán podría ser interpretado como amenaza existencial, Japón se coloca en una posición que lo obliga a reaccionar si tal escenario llega a concretarse. Y esa obligación implícita puede ser interpretada por China como una triangulación hostil, convirtiendo a Tokio en una extensión del cerco estratégico estadounidense. En otras palabras, una declaración que pretende aumentar la disuasión podría, paradójicamente, reducir los márgenes para la diplomacia.
No obstante, también es cierto que Japón ya no vive en el entorno relativamente estable que le permitió durante décadas navegar entre ambigüedades calculadas. La arquitectura de seguridad regional está en plena reconfiguración, y la dinámica tripartita entre China, Estados Unidos y Japón exige definiciones más claras. Tokio sabe que no puede permitirse mostrar debilidad, y mucho menos cuando China incrementa capacidades militares, ensancha su influencia económica y proyecta una narrativa nacionalista que aspira a corregir “injusticias históricas”, un concepto que inevitablemente incluye el recuerdo de la época colonial.
Sin embargo, es precisamente aquí donde conviene hacer una pausa. Porque la historia demuestra que los equilibrios en Asia oriental son extremadamente sensibles a cualquier cambio discursivo. No son simples “incidentes”, como suelen presentarse a primera vista, sino expresiones de tensiones profundas que se repiten con patrones inquietantemente similares. Cada visita a Yasukuni, cada conflicto pesquero, cada declaración provocadora fluye sobre las mismas capas subterráneas de memoria, orgullo nacional, temor estratégico y competencia regional. Japón y China se observan desde hace más de un siglo con una mezcla de recelo, fascinación y rivalidad, y cualquier movimiento puede activar resortes emocionales y políticos que operan más allá del cálculo racional.
La gran incógnita es si Takaichi será capaz de navegar este laberinto sin abrir una grieta irreversible. Su afirmación ante la Dieta puede interpretarse como un intento de posicionar a Japón como actor decisivo en la defensa del statu quo regional, pero también podría derivar en un fortalecimiento del discurso nacionalista en China, donde cada indicio de “contención” exterior se utiliza como combustible político. El riesgo, en suma, es que ambos países entren en un ciclo de endurecimiento recíproco que haga más difícil cualquier salida negociada.
Al final, lo crucial no es solo lo que Japón dijo, sino lo que China cree que dijo. Y si la lectura en Beijing es que Tokio ha cruzado un umbral que por décadas se mantuvo implícitamente inviolable, entonces la relación bilateral se encamina hacia una etapa de fricción casi permanente. La región, ya suficientemente convulsa, no necesita nuevas chispas. Pero el curso que ha tomado el debate sugiere que, una vez más, el pasado está decidido a recordarle al presente que en Asia, nada está completamente resuelto.
