La escena política chilena se encuentra en un punto decisivo. Jeanette Jara y José Antonio Kast avanzan hacia la segunda vuelta en una contienda que muchos perciben como anticipadamente resuelta, inclinada a favor del líder de la ultraderecha. Sin embargo, como ha demostrado la historia política latinoamericana —y Chile en particular— nada está verdaderamente escrito hasta el último conteo de votos. La percepción de inevitabilidad puede ser, paradójicamente, el mayor enemigo de quien aparentemente lleva ventaja. Y en ese delicado filo se juega el futuro inmediato del país sudamericano, que se debate no solo entre dos proyectos distintos, sino entre dos visiones contrapuestas sobre su identidad democrática.
Resulta comprensible que una atmósfera de derrota se haya instalado en sectores del oficialismo. La figura de Jeanette Jara, sólida en lo técnico, disciplinada en lo político y respaldada por un gobierno que aún conserva núcleos de apoyo importantes, no logra —al menos por ahora— perforar la burbuja de desencanto que ha marcado el fin del ciclo progresista iniciado con las expectativas de renovación y cambio. El desencanto, ese ácido silencioso que corroe los entusiasmos colectivos, es siempre un combustible potente para quienes ofrecen mano dura, certezas simples y soluciones inmediatas a problemas complejos.
Kast lo sabe. Y ha sabido capitalizar ese terreno emocional, convirtiéndose en el depositario de frustraciones acumuladas no solo contra la administración actual, sino contra un sistema político que muchos chilenos perciben agotado, distante y excesivamente ensimismado. Su discurso —incisivo, lineal, disruptivo en apariencia pero profundamente tradicionalista en fondo— recoge miedos y resentimientos con una eficacia quirúrgica. No necesita reinventarse ni sofisticarse: le basta con reforzar la sensación de que Chile requiere orden, autoridad y un golpe de timón que rompa con la nebulosa de incertidumbre que envuelve al país desde hace años.
Sin embargo, asumir que la contienda está definida es ignorar que la política chilena ha demostrado ser capaz de giros inesperados. Las campañas de segunda vuelta son momentos de redefinición, de reposicionamiento estratégico y de recuperación de votantes desencantados o indiferentes. Jara aún tiene la posibilidad —si sabe leer los tiempos— de articular un mensaje que trascienda las fronteras de su base natural. De lo contrario, corre el riesgo de convertirse en un eco más dentro de la crisis de representatividad que atraviesa a buena parte de Sudamérica.
El reto central del oficialismo no es solo convencer; es reconectar. La ciudadanía chilena ha mostrado, elección tras elección, un creciente escepticismo hacia las élites políticas, incluyendo aquellas que en su momento se presentaron como alternativas al statu quo. Las promesas incumplidas, los procesos institucionales fallidos —como la frustrada reforma constitucional— y la sensación de que las urgencias sociales quedan atrapadas entre debates interminables, han creado un caldo de cultivo en el que un liderazgo como el de Kast encuentra terreno fértil. No porque convenza en lo racional, sino porque canaliza emociones primarias: miedo, hartazgo, desconfianza.
La campaña de Jara necesita, por tanto, un giro profundo. No basta con defender los logros del gobierno ni advertir sobre los riesgos de una administración ultraderechista. Ese discurso, aunque válido, llega tarde y suena repetido. La gente sabe lo que está en juego, pero no necesariamente siente que el oficialismo sea capaz de ofrecer un camino claro para superar las crisis que la agobian: seguridad, inflación, empleo, migración, calidad de vida. La candidata de la izquierda debe demostrar, sin ambigüedades, que tiene la convicción y la capacidad para enfrentar esos desafíos, y que puede hacerlo sin caer en los excesos de confrontación o pasividad que han marcado etapas recientes del gobierno.
Kast, por su parte, apostará por profundizar la percepción de inevitabilidad. Presentarse como “el presidente electo por adelantado” es una herramienta poderosa para desalentar la participación de quienes podrían inclinar la balanza en contra. Su discurso buscará reafirmar una narrativa de triunfo inminente, de restauración del orden y de recuperación de una supuesta grandeza nacional perdida. Pero esa narrativa también es frágil si se expone a la luz de un debate serio. Su proyecto, en esencia, implica retrocesos sustantivos en derechos civiles y en libertades que Chile tardó décadas en consolidar. Y si Jara logra colocar ese contraste en el centro del debate, no con alarmismo sino con claridad, la contienda podría comprimirse.
Además, el electorado chileno ha demostrado tener un componente pragmático significativo. Aunque la polarización existe —y es profunda— buena parte de la población vota mirando efectos concretos, no etiquetas ideológicas. En ese terreno, Jara tiene la oportunidad de reposicionarse como una opción estable, moderada en su conducción económica, firme en materia de derechos, y seria en la resolución de los problemas cotidianos. Esa imagen puede competir incluso en escenarios adversos, siempre y cuando se construya con mensajes simples y consistentes.
Otra variable clave será la conducta de los votantes que apoyaron alternativas minoritarias. La dispersión inicial del voto debe reordenarse de alguna manera, y la pregunta es si esos votantes se inclinarán por detener el avance de la ultraderecha o si, por el contrario, se mantendrán al margen en una suerte de abstención silenciosa. La izquierda tradicional chilena, y en particular los grupos más ideologizados, deberán decidir si cooperan de manera activa o si se repliegan. La historia muestra que cuando la izquierda compite dividida, la derecha gana sin dificultad. Esa lección no debería olvidarse.
A pesar del pesimismo que algunos sectores transmiten, una elección no se gana antes de celebrarse. La política es dinámica, y la ciudadanía chilena es especialmente sensible a los cambios de tono, a los errores estratégicos, a los movimientos fuera de guion. Kast podría cometer un exceso verbal, un desliz doctrinario o un gesto de arrogancia que altere la percepción pública. Jara podría encontrar la narrativa adecuada para reactivar a su base y sumar a sectores moderados cansados de la estridencia extrema.
Hoy, la elección parece inclinada hacia Kast. Sí, pero “parecer” no es “ser”. En democracias maduras —y Chile, pese a sus tensiones, lo es— los resultados se construyen voto a voto. Y en ese proceso, cada día importa. Jara tiene el desafío monumental de reanimar esperanzas sin caer en el triunfalismo ingenuo ni en la retórica de confrontación estéril. Kast, en cambio, deberá resistir la tentación de creer que ya ganó, porque la historia ha mostrado que la soberbia política suele pagarse caro.
La segunda vuelta en Chile no está escrita en piedra. Puede ser reñida, puede ser sorpresiva, puede incluso redefinir el rumbo político de la región. Falta ver si el oficialismo logra despertar a tiempo y si la oposición radical mantiene su impulso sin tropezar. Lo único seguro, por ahora, es que el país se juega mucho más que una presidencia: se juega la dirección moral y democrática de su futuro inmediato. Y eso, en cualquier país del mundo, jamás está decidido por adelantado.
