El eco de la corrupción sigue resonando en Veracruz, una tierra bendecida por la naturaleza y la historia, pero también marcada por los excesos y las traiciones de quienes, durante años, confundieron el poder con el privilegio y la política con el saqueo. A más de un lustro de la caída de Javier Duarte de Ochoa, exgobernador priista que se convirtió en símbolo de la descomposición institucional y la desvergüenza administrativa, las secuelas de su gestión aún laceran el tejido social, económico y moral del estado.
Los números, aunque fríos, revelan la magnitud del daño: más de 62 mil millones de pesos desviados de fondos federales destinados a programas de salud, educación, seguridad, infraestructura, asistencia social y atención a desastres naturales. Recursos que debieron aliviar el hambre, curar enfermedades, levantar escuelas y reconstruir caminos, terminaron diluidos en una red de complicidades, empresas fantasma y cuentas opacas. Fue una de las tramas de corrupción más amplias y descaradas en la historia moderna de México.
Pero el caso Duarte no puede leerse solo como la historia de un individuo ambicioso o de un grupo voraz; representa también el fracaso de un sistema que durante décadas permitió la impunidad como norma. Veracruz fue el escenario donde se exhibió la decadencia de una clase política que se volvió incapaz de mirarse al espejo. Fue la punta de un iceberg que muchos prefirieron ignorar mientras la estructura institucional se carcomía desde dentro.
El daño no solo se reflejó en los números rojos de las finanzas públicas o en la fuga de capitales. Lo más grave fue la erosión de la confianza ciudadana. Cuando los hospitales se quedaron sin medicinas, las aulas sin recursos y las comunidades sin obras básicas, la gente entendió que el gobierno había dejado de ser su aliado. La desilusión social no se borró con el encarcelamiento de Duarte, ni con los anuncios de recuperación de algunos bienes. La herida fue más profunda: un golpe a la credibilidad del Estado mexicano.
Resulta innegable que, tras su caída, se abrió un periodo de reflexión sobre los mecanismos de vigilancia, auditoría y rendición de cuentas. En ese sentido, los gobiernos posteriores —federal y estatal— se vieron obligados a emprender un esfuerzo por cerrar los resquicios legales y administrativos que durante años sirvieron de puerta abierta a la corrupción. Hoy, aunque persisten retos evidentes, hay avances que deben reconocerse. La creación y fortalecimiento del Sistema Nacional Anticorrupción, el trabajo más estrecho con la Auditoría Superior de la Federación y la exigencia de mayor transparencia en los contratos públicos, son pasos en la dirección correcta.
No obstante, los fantasmas del pasado no desaparecen con leyes nuevas. Veracruz sigue pagando las consecuencias del saqueo. Las finanzas estatales aún arrastran compromisos derivados de los años de simulación, y la población continúa enfrentando carencias en servicios básicos. La reconstrucción del tejido social no se logra solo con castigos judiciales, sino con la restauración de la esperanza.
El caso Duarte dejó lecciones que no deben olvidarse. La primera es que el control político absoluto genera espacios de impunidad. Durante años, el poder en Veracruz se concentró en un pequeño grupo que anuló los contrapesos y sofocó la crítica. La prensa fue presionada, los órganos de fiscalización se subordinaban al Ejecutivo y la sociedad civil apenas tenía voz. Ese entorno de silencio permitió que la corrupción se volviera estructural.
La segunda lección es que los mecanismos institucionales, si no se acompañan de voluntad política, resultan insuficientes. Las auditorías existían, las leyes estaban escritas, pero el entramado de complicidades anuló su eficacia. De poco sirve un marco legal si quienes lo operan se pliegan al poder o lo utilizan como herramienta de persecución selectiva.
La tercera lección, quizás la más importante, es que la corrupción no se combate solo desde las oficinas gubernamentales. Es un fenómeno social que requiere la participación activa de la ciudadanía, del sector privado, de la academia y de los medios de comunicación. Una sociedad vigilante es el mejor antídoto contra la impunidad.
Hoy, Veracruz intenta levantarse sobre las ruinas del desfalco. El esfuerzo de su gente, su dinamismo económico, el turismo y la producción agrícola y pesquera son prueba de que el estado posee una fuerza propia que trasciende a los malos gobiernos. Las nuevas generaciones no quieren cargar con el estigma de ser “la tierra de Duarte”; buscan reconstruir su identidad con trabajo y dignidad.
La experiencia veracruzana debería servir de advertencia para todo el país. La corrupción no nace de un sexenio, sino de una cadena de omisiones y tolerancias. No se trata de mirar atrás con sed de venganza, sino de entender los errores para no repetirlos. Duarte fue el rostro visible de una etapa que México no puede permitirse revivir: la del abuso sistemático, la opulencia insultante y la burla a la pobreza.
Superar ese capítulo exige no sólo castigar, sino reconstruir. La política debe recuperar su sentido ético; los servidores públicos, su vocación de servicio; y la ciudadanía, su poder de exigir. La transparencia no puede ser un eslogan, sino una práctica cotidiana. Cada peso público debe tener destino verificable, y cada funcionario, un compromiso comprobable.
Veracruz no está condenado a su pasado. Tiene todo para ser ejemplo de recuperación institucional y moral. Pero la memoria debe permanecer viva, porque el olvido es el terreno fértil donde germina nuevamente la corrupción.
Duarte ya es historia, pero su legado negativo debe seguir siendo recordado como advertencia. Solo así podrá cerrarse el ciclo de la impunidad y abrirse, de verdad, una etapa distinta para Veracruz y para México: una donde la justicia, la decencia y la responsabilidad pública sean más que palabras, sean convicciones que guíen el rumbo de la nación.
