La apertura de la 30ª Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP30), celebrada en Belém, Brasil, ha estado acompañada de un aire de esperanza y diplomático entusiasmo. No es para menos: a tres décadas del inicio de estas cumbres —que comenzaron como un experimento político y se convirtieron en el foro global más importante sobre el futuro del planeta—, los líderes mundiales llegan con 113 compromisos nacionales actualizados para reducir el calentamiento global, abarcando a naciones responsables del 69% de las emisiones contaminantes. Las expectativas son altas, aunque los desafíos siguen siendo monumentales.
El informe preliminar de la Comisión de las Naciones Unidas para el Cambio Climático (UNFCCC) sostiene que con esta nueva ronda de compromisos, las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero podrían reducirse un 12% para 2035. Pero detrás de ese número alentador se oculta la cruda realidad: el planeta necesitaría reducirlas en al menos 43% para mantener viva la posibilidad de limitar el aumento de la temperatura global a 1.5 grados centígrados, el umbral que los científicos consideran crítico para evitar daños irreversibles. En otras palabras, el optimismo político vuelve a correr más rápido que los cambios estructurales que demanda la ciencia.
Belém, en el corazón del Amazonas, es un escenario cargado de simbolismo. No solo por ser la puerta de entrada al mayor pulmón verde del mundo, sino porque Brasil —bajo el liderazgo de Luiz Inácio Lula da Silva— busca reposicionarse como actor clave de la diplomacia ambiental. Lula sabe que la selva amazónica no es solo un tesoro natural, sino una moneda de poder político y económico en las negociaciones internacionales. Su discurso inaugural, vibrante y nacionalista, reiteró que “el planeta no sobrevivirá si la Amazonía muere”, una frase tan cierta como conveniente en el tablero de la política global.
Sin embargo, no basta con proclamas. Los datos son contundentes: a pesar de los compromisos, la deforestación amazónica aún avanza, impulsada por la agroindustria, la minería ilegal y la expansión urbana. Y aunque los índices han mejorado respecto a los años de Bolsonaro, los retos son colosales. Brasil busca financiamiento internacional para proteger su selva, y no está solo: países como Colombia, Perú y Bolivia también exigen que la conservación ambiental se traduzca en justicia económica. En ese sentido, la COP30 se perfila como un campo de batalla diplomático donde América Latina reclama voz y recursos.
La paradoja de estas conferencias es que, mientras los líderes se reúnen bajo consignas de urgencia climática, las economías del mundo siguen dependiendo del mismo modelo extractivo que destruye el equilibrio ambiental. El cambio climático se discute como un problema ético y moral, pero las decisiones se toman con base en intereses económicos y geopolíticos. Las potencias industrializadas —que históricamente son las principales responsables de la crisis climática— aún dudan en asumir compromisos proporcionales a su deuda ambiental. Prometen apoyo financiero a los países en desarrollo, pero los desembolsos reales son mínimos y tardíos.
Belém podría marcar una inflexión si se logra un nuevo pacto financiero creíble. La creación del “Fondo de Pérdidas y Daños”, acordado en la COP28 de Dubái, fue un avance simbólico, pero su implementación sigue siendo incierta. Los países vulnerables necesitan no solo promesas, sino mecanismos claros para acceder a los recursos que les permitan adaptarse a los efectos devastadores del cambio climático: sequías, huracanes, incendios y migraciones forzadas. América Latina, por su diversidad ecológica y fragilidad económica, se encuentra en el centro de esa urgencia.
La COP30 también pone en evidencia la distancia entre los compromisos internacionales y la acción local. El discurso de la sustentabilidad se ha vuelto moneda corriente, pero la realidad de las ciudades latinoamericanas muestra contaminación, carencia de transporte limpio, manejo ineficiente del agua y pérdida acelerada de biodiversidad. En países donde millones luchan por sobrevivir día a día, hablar de “neutralidad de carbono” puede sonar a lujo retórico. Por eso, la lucha climática debe ir acompañada de justicia social: no hay transición ecológica posible sin inclusión económica.
Otro aspecto que merece atención es la creciente presión sobre el sector privado. Las empresas, especialmente las multinacionales, se ven obligadas a adoptar políticas de sostenibilidad y reportes de huella de carbono. Sin embargo, muchos de esos compromisos son todavía ejercicios de “greenwashing”, diseñados más para mejorar la reputación corporativa que para transformar las cadenas de producción. Belém podría convertirse en el punto donde la transparencia ambiental se vuelva exigencia y no adorno, donde las certificaciones verdes dejen de ser simples etiquetas y se conviertan en estándares verificables.
No debe olvidarse que la crisis climática es también una crisis de gobernanza global. Las COPs, pese a sus logros, muestran fatiga institucional. Cada año se repiten los mismos discursos, se renuevan las mismas promesas y se posponen las decisiones más difíciles. Tal vez ha llegado el momento de repensar el formato de estas cumbres, haciéndolas menos ceremoniales y más ejecutivas, menos burocráticas y más vinculantes. Si la COP30 logra establecer mecanismos de cumplimiento real, sería un paso histórico.
El optimismo con que inició la cumbre en Belém no debe confundirse con complacencia. La humanidad enfrenta una cuenta regresiva: cada año que se pierde sin acciones decisivas, se reduce la posibilidad de evitar los escenarios más catastróficos. Los incendios en el Amazonas, las olas de calor en Europa, las inundaciones en Asia o las sequías en el norte de México son advertencias inequívocas. La naturaleza ya no protesta: se defiende.
En última instancia, la COP30 es una cita con la responsabilidad colectiva. No se trata solo de firmar acuerdos, sino de cambiar el modelo civilizatorio que nos ha llevado al borde del abismo. Belém puede ser recordada como el punto de inflexión donde la humanidad comprendió que proteger el planeta no es una opción altruista, sino un imperativo de supervivencia. Pero para que eso ocurra, los compromisos deberán traducirse en políticas reales, presupuestos tangibles y un nuevo pacto ético entre gobiernos, empresas y ciudadanos.
De lo contrario, las cumbres climáticas seguirán siendo ejercicios de retórica bienintencionada mientras el termómetro global sigue subiendo. Belém tiene ante sí la oportunidad —y la obligación— de demostrar que la esperanza aún puede ser más fuerte que la indiferencia. Porque en el fondo, el verdadero cambio climático que necesita el planeta es el cambio de conciencia humana.
