En el marco de un panorama internacional cada vez más crispado, la reunión entre altos representantes de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) y la Unión Europea arrancó este domingo en la ciudad colombiana de Santa Marta bajo un signo ineludible de fractura y escepticismo. No solo por la menguada asistencia —apenas nueve líderes de los más de treinta convocados—, sino por el ambiente de tensión que se filtró en los pasillos del encuentro, donde las cancelaciones de último minuto y las ausencias de peso reflejaron el desgaste de un diálogo que, en teoría, busca reanimar el vínculo birregional, pero que hoy parece más una ceremonia protocolaria que un esfuerzo sustantivo por el entendimiento.
La cumbre de Santa Marta, concebida como un espacio de convergencia entre Europa y América Latina, llega dos años después del encuentro de Bruselas de 2023, cuando se intentó relanzar la relación estratégica entre ambos bloques con promesas de cooperación verde, inversión sostenible y fortalecimiento democrático. Sin embargo, el presente revela una brecha que no ha hecho sino ampliarse. Las prioridades europeas, atrapadas entre la guerra en Ucrania, el resurgir de la ultraderecha y la crisis energética, contrastan con las urgencias latinoamericanas, marcadas por la desigualdad persistente, el avance del crimen organizado y la desconfianza hacia los organismos multilaterales.
Y por si el desánimo institucional fuera poco, la sombra del gobierno de Donald Trump volvió a proyectarse sobre el Caribe y el Pacífico. Las recientes órdenes del mandatario estadounidense para interceptar presuntas “lanchas cargadas de droga” —según el propio discurso de la Casa Blanca— han sido interpretadas en la región no como un gesto de cooperación, sino como un acto de injerencia militar disfrazado de combate al narcotráfico. En varios países, las imágenes de embarcaciones estadounidenses incursionando en aguas internacionales o próximas a las costas latinoamericanas reavivaron viejos resentimientos y el recuerdo de las “intervenciones preventivas” del pasado.
En Santa Marta, ese tema no podía quedar fuera del debate. Los representantes de países caribeños y centroamericanos insistieron en que Washington debe cesar las acciones unilaterales que vulneran la soberanía regional, mientras algunos diplomáticos europeos —particularmente los de España y Portugal— llamaron a una “coordinación razonable” entre las potencias del hemisferio para combatir el narcotráfico sin comprometer el respeto al derecho internacional. Pero los europeos también llegaron divididos: Bruselas enfrenta tensiones internas entre quienes buscan mantener el vínculo histórico con América Latina y quienes, con pragmatismo frío, prefieren concentrar los esfuerzos en la vecindad inmediata del Viejo Continente.
La escasa participación de líderes latinoamericanos fue un golpe simbólico. No asistieron los presidentes de Brasil, México, Argentina ni Chile, cuatro de los países que históricamente han marcado el pulso del diálogo birregional. En su lugar, enviaron delegaciones de nivel medio, justificando sus ausencias por “problemas de agenda” o por la “necesidad de atender prioridades nacionales”. Detrás de esas fórmulas diplomáticas se esconde, sin embargo, el desencanto: la CELAC atraviesa un momento de redefinición, sin una voz cohesionada ni una agenda clara frente a Europa, China o Estados Unidos.
La anfitriona, Colombia, buscó convertir el encuentro en una oportunidad para reafirmar su papel como mediadora regional. El presidente Gustavo Petro apostó por una narrativa que combine la transición ecológica con la justicia social y la paz total. Pero incluso sus aliados más cercanos reconocen que el esfuerzo diplomático no basta cuando la mitad de los países invitados llegan sin voluntad de compromiso. El escenario se volvió aún más complicado tras las declaraciones de funcionarios estadounidenses que, desde Washington, insinuaron que “algunos países de la CELAC toleran el tránsito de drogas hacia Europa”. Esa afirmación, difundida a pocas horas del inicio de la reunión, tensó el ambiente y obligó a los diplomáticos a matizar posiciones.
En el fondo, la crisis de la CELAC-UE no es solo un problema de convocatoria. Es la expresión visible de un cambio de era. La retórica de la cooperación entre el norte y el sur, entre el Atlántico y el Caribe, ya no basta. El siglo XXI exige nuevas formas de interlocución, donde las palabras “igualdad” y “respeto mutuo” no sean adornos de discurso, sino compromisos verificables. Europa enfrenta la paradoja de querer una América Latina aliada frente al expansionismo chino, pero sin ofrecerle condiciones reales de participación equitativa. América Latina, por su parte, oscila entre la búsqueda de autonomía y la dependencia crónica de los flujos financieros externos.
Santa Marta, con su mar plácido y su historia de puerto colonial, fue testigo de un encuentro que quiso ser un puente, pero terminó siendo un espejo: reflejó las debilidades de ambos bloques. En los salones del Centro de Convenciones se escucharon discursos sobre el cambio climático, la transición energética, la digitalización y los derechos humanos, pero detrás de cada palabra flotaba la sensación de distancia. Los europeos hablan desde un continente que intenta sobrevivir al desgaste de su modelo social; los latinoamericanos, desde territorios donde la violencia y la desigualdad erosionan cualquier promesa de desarrollo.
La prensa europea describió el evento con cortesía, pero sin entusiasmo: “una cumbre discreta, de resultados modestos”. La prensa latinoamericana, en cambio, la retrató como “una oportunidad perdida”. En ambos casos, la descripción coincide: no hubo grandes acuerdos, ni siquiera un comunicado final conjunto de peso. Se habló de cooperación climática y de la necesidad de enfrentar el tráfico de drogas “de manera multilateral”, pero sin detallar mecanismos ni financiamiento.
Lo que sí dejó claro Santa Marta es que el mapa de poder global se mueve sin esperar. La Unión Europea, concentrada en su supervivencia política interna, ve con inquietud cómo América Latina diversifica sus alianzas con China, India y los países árabes. La CELAC, debilitada por la falta de liderazgo efectivo, sigue siendo más un foro de discursos que una herramienta de acción. En ese vacío, Estados Unidos reaparece con su estilo propio: presión militar, operaciones “de seguridad” en aguas latinoamericanas y una narrativa antinarcóticos que sirve, una vez más, de justificación para extender su presencia estratégica.
Trump, fiel a su instinto de confrontación, ha encontrado en el tema del narcotráfico un pretexto ideal para reforzar su discurso de “protección nacional”. Desde su retorno al poder, ha ordenado operativos marítimos que evocan los años más tensos de la Guerra Fría, cuando cualquier pretexto servía para desplegar flotas en nombre de la seguridad. Pero el mundo ha cambiado: la región ya no es terreno de maniobra pasiva, y varios gobiernos latinoamericanos han comenzado a plantear que, si Washington insiste en actuar de manera unilateral, no habrá cooperación posible en temas migratorios, energéticos ni ambientales.
Así, el eco que deja la cumbre no es el de una alianza renovada, sino el de una pregunta urgente: ¿tiene futuro el diálogo birregional si no se redefine desde la sinceridad y la igualdad? Las relaciones entre la CELAC y la Unión Europea podrían ser una fuerza transformadora si se basaran en la corresponsabilidad y no en la tutela. Pero mientras los europeos sigan viéndose como mentores y los latinoamericanos como peticionarios, las cumbres seguirán siendo escenarios de promesas vacías y fotografías de compromiso.
Santa Marta quedará, entonces, como símbolo de una oportunidad desperdiciada. En su bahía, donde el Caribe se mezcla con la nostalgia de Bolívar y el rumor de los pescadores, los representantes de dos mundos tuvieron la ocasión de construir un nuevo pacto de cooperación. No lo hicieron.
