El país más poderoso del mundo amaneció este viernes con sus alas cortadas. Más de cinco mil vuelos cancelados o retrasados, decenas de aeropuertos operando a media marcha y millones de pasajeros varados o atrapados en un limbo de frustración. El cierre del gobierno estadounidense, que comenzó el pasado 1 de octubre por la falta de acuerdo entre republicanos y demócratas, ha cruzado una nueva línea de impacto: ha llegado al cielo. Y cuando el cielo se detiene, lo que realmente se paraliza no es sólo el tráfico aéreo, sino la confianza de una nación entera en sus instituciones.
El gobierno de Donald Trump ha ordenado a las aerolíneas reducir operaciones en cuarenta de los principales aeropuertos del país. La decisión busca —según la versión oficial— aliviar la presión sobre los controladores aéreos, trabajadores que siguen cumpliendo su deber sin recibir un solo dólar de salario debido a la falta de presupuesto federal. Es decir, hombres y mujeres que vigilan el espacio aéreo con el estómago vacío y la incertidumbre clavada en la garganta.
El drama humano detrás de esta escena burocrática es brutal. Miles de empleados públicos —controladores, inspectores de seguridad, técnicos de mantenimiento— laboran sin paga, bajo la amenaza del agotamiento y con la moral en caída libre. Mientras tanto, los políticos de Washington siguen enfrascados en un juego de poder que ha convertido el presupuesto nacional en rehén de sus disputas partidistas.
El cierre del gobierno es, en esencia, la cristalización de un fracaso: el de la política como herramienta de diálogo y equilibrio. Trump, fiel a su estilo de confrontación y cálculo electoral, ha llevado el conflicto presupuestal al extremo, en una pulseada que busca culpar a los demócratas de obstaculizar su agenda económica y de seguridad. Pero en la práctica, el mandatario parece dispuesto a sacrificar el bienestar cotidiano de millones de estadounidenses para alimentar su narrativa de “líder firme ante el caos”.
Lo que hoy se vive en los aeropuertos es el símbolo más visible de un país que empieza a resentir el costo humano del cierre. Los retrasos en vuelos no son sólo un inconveniente logístico: son la metáfora perfecta del estancamiento político. Familias que no pueden regresar a casa, trabajadores que pierden oportunidades laborales, estudiantes que ven postergados sus planes. Todos ellos víctimas colaterales de un desacuerdo que debió resolverse en los despachos, no en las pistas de aterrizaje.
En el fondo, el conflicto presupuestal que mantiene paralizado al gobierno estadounidense no es técnico, sino ideológico. Los republicanos, bajo la batuta de Trump, exigen recortes drásticos y la reasignación de fondos hacia proyectos que consideran estratégicos —particularmente en defensa y seguridad fronteriza—, mientras los demócratas buscan garantizar financiamiento para programas sociales, ambientales y de salud. En un sistema político polarizado y fatigado, la negociación se ha vuelto sinónimo de debilidad. Y sin negociación, la democracia se vuelve ineficaz.
Trump ha hecho del enfrentamiento su método de gobierno. No concibe la política como un espacio de convergencia, sino como un ring donde el adversario debe ser vencido, humillado, anulado. Su estilo agresivo, amplificado por redes sociales y por una maquinaria mediática fiel, le ha permitido consolidar una base política sólida, pero también ha erosionado los cimientos institucionales del país. En este escenario, el cierre del gobierno no es un accidente, sino una consecuencia lógica de esa filosofía del poder.
Las consecuencias económicas empiezan a sentirse con crudeza. Cada día de cierre implica pérdidas millonarias, interrupciones en servicios públicos esenciales y una caída en la productividad. La industria aérea, columna vertebral de la movilidad nacional, enfrenta pérdidas que podrían superar los 300 millones de dólares por semana. Pero el costo más profundo es intangible: la pérdida de confianza. Porque cuando un ciudadano ve que su gobierno no puede garantizar algo tan básico como la estabilidad operativa del Estado, la fe en el sistema se resquebraja.
Es paradójico que el cierre se produzca en un momento en que la economía estadounidense mostraba señales de fortaleza: bajo desempleo, crecimiento sostenido y un mercado bursátil en recuperación. Trump había hecho de esos indicadores su bandera, repitiendo que “Estados Unidos está de nuevo en marcha”. Hoy, sin embargo, esa marcha se ve interrumpida por un conflicto político que el propio mandatario provocó y del que no parece tener una salida clara.
Los aeropuertos convertidos en salas de espera eternas son, en realidad, un espejo del país entero: una nación que aguarda a que sus líderes se pongan de acuerdo mientras el reloj político sigue corriendo. En la historia reciente, los cierres de gobierno han sido una herramienta de presión, un recurso extremo para forzar concesiones legislativas. Pero nunca antes habían coincidido con un liderazgo tan polarizador, ni con un clima social tan tenso.
En este contexto, la figura del presidente se muestra cada vez más aislada. Trump ha apostado a la confrontación con el Congreso, desafiando incluso a voces moderadas dentro de su propio partido. En lugar de tender puentes, dinamita los canales de entendimiento. En lugar de apaciguar el descontento social, lo capitaliza para alimentar su discurso de “ellos contra nosotros”. Y mientras tanto, la maquinaria gubernamental se oxida, los empleados públicos se desesperan y el país observa cómo el pragmatismo cede terreno ante la soberbia.
No se trata de un episodio menor. El cierre prolongado del gobierno no sólo afecta la economía, sino la percepción internacional de Estados Unidos. Las grandes potencias y los mercados financieros leen este conflicto como señal de debilidad institucional. Un país que no puede pagarle a sus propios controladores aéreos difícilmente puede erigirse como garante de estabilidad global.
El drama de los aeropuertos es también una advertencia: el poder, cuando se ejerce sin responsabilidad, se vuelve una carga para la ciudadanía. Trump ha demostrado que su prioridad no es el consenso, sino la narrativa del enfrentamiento perpetuo. Pero gobernar no es ganar una guerra cada día; gobernar es administrar el bienestar de millones, y hacerlo con la serenidad que da la empatía.
Hoy, miles de trabajadores estadounidenses siguen en sus puestos, dirigiendo vuelos, revisando equipajes, atendiendo emergencias, aun sin saber cuándo recibirán su salario. Lo hacen porque creen en el deber, en el compromiso, en el país. Esa lección de dignidad contrasta con la mezquindad política que paraliza al gobierno.
El cielo estadounidense, símbolo de libertad y movimiento, se ha convertido en el escenario más visible del fracaso político. Mientras los aviones esperan autorización para despegar, el país espera algo mucho más urgente: que sus líderes recuperen el sentido de la responsabilidad pública. Porque un gobierno que se detiene por voluntad propia no sólo interrumpe vuelos: interrumpe la esperanza.
Y cuando la esperanza se queda en tierra, ninguna nación, por poderosa que sea, puede seguir volando.
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