El anuncio del Gobierno de Perú sobre la ruptura de relaciones diplomáticas con México ha sacudido el tablero político latinoamericano y despertado una ola de reacciones que van desde la sorpresa hasta la preocupación. La razón inmediata, según lo informado oficialmente desde Lima, es el asilo otorgado por el Gobierno mexicano a la exprimera ministra Betssy Chávez, figura cercana al expresidente Pedro Castillo, actualmente encarcelado tras su fallido intento de disolver el Congreso. Con ello, se reabre un viejo capítulo de fricciones regionales donde la diplomacia se ve tensionada por diferencias ideológicas, visiones de soberanía y lecturas divergentes sobre la legitimidad de los procesos políticos internos.
El asilo diplomático no es un gesto nuevo en la política exterior mexicana; más bien, forma parte de una tradición que se remonta a momentos históricos en los que México extendió su mano solidaria a perseguidos políticos de distintos rincones del continente. Desde los exiliados españoles durante la Guerra Civil, hasta los intelectuales sudamericanos perseguidos por dictaduras militares, México ha defendido la figura del asilo como una expresión de su política exterior humanitaria y de respeto a los derechos humanos. Sin embargo, cada contexto tiene sus matices, y en este caso, la decisión mexicana ocurre en un ambiente político especialmente enrarecido, donde las heridas entre los bandos peruanos aún supuran y donde la legitimidad del actual gobierno de Dina Boluarte sigue siendo cuestionada por amplios sectores de la población.
Perú, que en los últimos años ha atravesado una profunda crisis institucional —con seis presidentes en apenas ocho años—, ha encontrado en esta coyuntura un nuevo motivo de confrontación. El Ejecutivo peruano sostiene que la protección otorgada a Betssy Chávez constituye una injerencia inaceptable en sus asuntos internos, y acusa a México de respaldar a una persona procesada por presuntos delitos vinculados al fallido golpe de Estado de diciembre de 2022. Desde esa perspectiva, el rompimiento diplomático busca enviar un mensaje de firmeza y de defensa de su soberanía, aunque muchos observadores interpretan también una dosis de cálculo político, útil para reforzar el discurso nacionalista y desviar la atención de los problemas internos que agobian al país andino.
En el otro extremo, México sostiene su postura con base en principios históricos y jurídicos. El asilo no implica necesariamente una toma de posición frente al gobierno que lo objeta, sino el ejercicio de un derecho consagrado en la Convención de Caracas de 1954 sobre Asilo Diplomático, instrumento interamericano del que ambos países son parte. En este marco, el Estado asilante actúa bajo la convicción de proteger a quien considera en riesgo de persecución política, sin que ello suponga desconocer al gobierno receptor. Pero la diplomacia, aun cuando se sustenta en normas, no puede desligarse del contexto ni de las sensibilidades políticas: en tiempos de alta polarización, un gesto humanitario puede fácilmente interpretarse como desafío o provocación.
La ruptura diplomática, si bien grave, no implica necesariamente el cierre absoluto de canales de comunicación. En la práctica, ambas naciones mantendrán relaciones consulares y mecanismos mínimos de enlace, como ocurre en otras experiencias latinoamericanas de distanciamiento temporal. Sin embargo, el deterioro de la relación tiene consecuencias reales: se suspenden los intercambios políticos de alto nivel, se enfrían las rutas de cooperación bilateral y se deja en un limbo a miles de ciudadanos que mantienen lazos académicos, culturales o comerciales entre ambos países. En el plano simbólico, además, el distanciamiento supone un golpe al ideal de integración latinoamericana que tantas veces se invoca y tan pocas veces se materializa.
Más allá de las interpretaciones políticas, el episodio revela el difícil equilibrio que enfrentan las democracias de la región entre la defensa de sus principios y la gestión pragmática de sus relaciones internacionales. En el caso de Perú, la fractura social interna es tan profunda que cualquier decisión gubernamental se vuelve objeto de controversia. La legitimidad de Dina Boluarte, surgida tras la destitución de Castillo, se sostiene sobre una delgada cuerda: para unos, representa la continuidad institucional frente a un intento de autogolpe; para otros, es la expresión de un sistema que traicionó la voluntad popular. En ese clima de desconfianza y polarización, cualquier gesto externo se magnifica y se convierte en detonante de nuevas tensiones.
México, por su parte, enfrenta el reto de sostener su política exterior basada en la autodeterminación de los pueblos y la no intervención, principios consagrados en su Constitución y en la Doctrina Estrada. Pero en la práctica, el ejercicio de esa política se torna complejo cuando otros gobiernos perciben que el asilo o las declaraciones sobre crisis ajenas rebasan los límites de la neutralidad. La diplomacia moderna exige un fino arte de equilibrio: afirmar convicciones sin deteriorar vínculos, expresar solidaridad sin parecer que se toma partido. En este caso, la línea ha resultado particularmente delgada.
El trasfondo de esta situación trasciende el caso individual de Betssy Chávez. Lo que está en juego es el modo en que los países latinoamericanos interpretan el concepto de soberanía y de protección de los derechos políticos en un tiempo en que las fronteras ideológicas parecen resurgir con fuerza. Hay, sin duda, una lectura regional en la que ciertos gobiernos progresistas ven con recelo los procesos de judicialización de la política que ocurren en países vecinos, mientras otros defienden la premisa de que ningún líder ni funcionario debe estar por encima de la ley. Esa tensión, vieja conocida de América Latina, vuelve a manifestarse con un rostro nuevo, y amenaza con fragmentar nuevamente el frágil consenso regional.
Las reacciones internacionales no se han hecho esperar. Diversos países y organismos multilaterales han llamado a ambas partes a la prudencia y al diálogo. En un continente que atraviesa una compleja coyuntura económica y social, las rupturas diplomáticas resultan un lujo que pocos pueden permitirse. La cooperación en temas como migración, comercio, seguridad alimentaria y cambio climático requiere puentes, no muros. Sin embargo, en la dinámica política contemporánea, la confrontación mediática parece rendir más frutos inmediatos que la mesura diplomática.
Conviene recordar que las relaciones entre México y Perú tienen una historia rica y profunda. Más allá de los gobiernos de turno, ambos países comparten raíces culturales, vínculos históricos y un intercambio constante de ideas, arte y ciencia. Miles de peruanos han encontrado en México un espacio de acogida, y viceversa. Las universidades, los centros de investigación y las comunidades empresariales han tejido durante décadas un entramado que difícilmente se rompe por un episodio coyuntural. La diplomacia, en su sentido más amplio, también se ejerce desde la sociedad civil, y es probable que sean precisamente esos vínculos los que mantengan viva la esperanza de una pronta normalización.
La política internacional, como la vida misma, tiene ciclos de acercamiento y distanciamiento. A veces, las diferencias se agudizan al calor de los acontecimientos, pero los países que comparten una historia común suelen reencontrarse cuando prevalece la sensatez. En ese sentido, lo ocurrido entre Perú y México no debería entenderse como un punto final, sino como una pausa forzada que invita a la reflexión sobre la necesidad de fortalecer las instituciones multilaterales regionales, hoy debilitadas por los intereses particulares de cada Estado.
El tiempo, la diplomacia y la prudencia deberán hacer su parte. América Latina necesita menos rupturas y más diálogo; menos gestos de orgullo y más acciones de cooperación. Las naciones hermanas no pueden permitirse vivir en la lógica de la confrontación permanente. Al final, los gobiernos pasan, pero los pueblos permanecen. Y entre México y Perú, más allá de los desencuentros momentáneos, persiste una historia de respeto, afecto y destino compartido que tarde o temprano volverá a imponerse sobre las diferencias coyunturales.
