La tragedia que enluta a Uruapan —el asesinato del alcalde Carlos Manzo— ha dejado al descubierto no sólo la fragilidad del Estado, sino también la hondura del hartazgo ciudadano en una tierra donde la violencia parece haberse convertido en paisaje cotidiano. El crimen, perpetrado a plena luz del día y con la saña que ya caracteriza a los grupos criminales que dominan amplias zonas de Michoacán, fue más que un acto de barbarie: fue un desafío directo al poder, una bofetada a la institucionalidad y una advertencia de que los límites del miedo ya han sido rebasados.
Pero lo que ha estremecido aún más al país fue la escena posterior. En lugar de recogimiento, el funeral de Carlos Manzo se convirtió en una expresión de furia contenida. Cuando el gobernador de Michoacán, Alfredo Ramírez Bedolla, acudió a presentar sus condolencias, la gente lo corrió entre gritos, empujones y reclamos. “¡Fuera! ¡No queremos palabras, queremos justicia!”, clamaban decenas de voces que, entre lágrimas y rabia, resumían el sentimiento generalizado de una población que se sabe desprotegida, traicionada y sola ante la violencia.
Ese episodio no fue un arrebato aislado. Fue el reflejo de un agotamiento social profundo, el síntoma de un pueblo que ha perdido la confianza en sus autoridades y que empieza a expresar, sin eufemismos, que ya no cree en el discurso oficial. Porque mientras el gobierno estatal habla de coordinación, de estrategias, de mesas de seguridad y de avances en la pacificación, la realidad los desmiente con cada asesinato, cada levantón, cada extorsión, cada madre que busca a su hijo desaparecido.
La muerte de Carlos Manzo —hombre de perfil discreto, con trayectoria en la política local y sin antecedentes de confrontación abierta con grupos criminales— podría marcar un punto de inflexión en la crisis michoacana. No tanto por su relevancia política, sino por lo que simboliza: la vulnerabilidad total de las instituciones municipales, el nivel de sometimiento en que viven muchos alcaldes, y la imposibilidad práctica de ejercer el poder sin pagar tributo a las organizaciones delictivas que controlan territorios, presupuestos y hasta nóminas.
Los municipios michoacanos, en particular los de la región de Tierra Caliente y la Meseta Purépecha, han sido históricamente un tablero donde el crimen organizado juega a su antojo. Las policías locales, rebasadas y mal pagadas, son incapaces de resistir la presión. Los presidentes municipales enfrentan la disyuntiva de someterse o morir, y algunos terminan cediendo no por ambición, sino por supervivencia. En ese contexto, la ejecución de Manzo es también un mensaje: nadie está a salvo, ni siquiera quien trata de mantenerse al margen.
La reacción social ante su asesinato, y sobre todo ante la presencia del gobernador, tiene implicaciones que van más allá de la indignación inmediata. Lo que ocurrió en ese funeral podría ser el inicio de una nueva etapa de confrontación civil frente al poder político. Cuando los ciudadanos gritan al rostro de su mandatario que no lo quieren allí, no sólo están protestando por la muerte de un alcalde: están exigiendo que el Estado deje de fingir que gobierna, que asuma su responsabilidad y que actúe con la fuerza moral y legal que le corresponde.
Y sin embargo, las señales del gobierno no apuntan en esa dirección. En lugar de una reacción contundente, se escuchan las mismas frases repetidas: “no habrá impunidad”, “ya se investiga”, “trabajamos en la reconstrucción del tejido social”. Palabras que, en la práctica, ya no significan nada. Los michoacanos han escuchado promesas similares durante décadas, mientras los cárteles mutan de nombre y rostro, pero conservan su poder intacto.
Lo preocupante ahora es lo que podría venir. Porque el asesinato de un alcalde en funciones no sólo tiene consecuencias políticas y sociales, sino que puede desatar un efecto en cadena. Los demás presidentes municipales, temerosos y conscientes del riesgo que enfrentan, podrían optar por el silencio, por la parálisis, o incluso por abandonar sus cargos. Si eso ocurre, Michoacán podría vivir una crisis institucional inédita, con municipios acéfalos, cabildos fragmentados y un vacío de poder que sólo fortalecería a los criminales.
En el terreno político, las repercusiones alcanzarán sin duda al gobernador Ramírez Bedolla, cuya imagen pública ha quedado severamente dañada. Ser abucheado en el funeral de un alcalde asesinado es una humillación que ningún mandatario puede minimizar. Pero más allá de la anécdota, el episodio refleja que el gobernador ha perdido el control del relato, y quizá del propio territorio. La gente ya no le teme al poder estatal, pero sí al crimen; y cuando el miedo se traslada del gobierno a los ciudadanos, el equilibrio de autoridad se rompe.
La presidenta de la República, Claudia Sheinbaum, por su parte, no podrá mantenerse indiferente. Aunque ha insistido en que “no se puede enfrentar la violencia con más violencia”, lo ocurrido en Uruapan es un recordatorio brutal de que la política de contención social y diálogo comunitario ha fracasado en regiones donde las armas dictan la ley. El crimen de Carlos Manzo podría convertirse en detonador de un replanteamiento federal sobre la estrategia de seguridad, o al menos en un catalizador de presión política hacia Palacio Nacional, especialmente si la indignación social se expande y otras comunidades deciden levantar la voz.
Por lo pronto, las reacciones han sido unánimes en condenar el asesinato, pero tibias en cuanto a la acción. Los partidos políticos emitieron comunicados, los legisladores expresaron condolencias, y las fiscalías prometieron investigaciones “exhaustivas”. Nadie parece asumir el costo político de un estado que arde. Nadie se atreve a decir con claridad quién manda realmente en Michoacán.
Y la gente, cansada de discursos, ha comenzado a responder con gestos. Correr al gobernador de un funeral no es un acto de descortesía: es un acto de dignidad. Es el pueblo diciéndole al poder que su presencia ya no reconforta, sino que irrita. Que su palabra ya no consuela, sino que ofende. Que la distancia entre la realidad oficial y la realidad vivida es tan grande que ya no hay modo de tender un puente.
El asesinato de Carlos Manzo, en este sentido, no sólo es un hecho trágico: es un espejo. Refleja lo que se ha vuelto Michoacán.
Quizá lo más triste sea que, en el fondo, nadie se sorprende. Todos sabían que algo así podía ocurrir, que la violencia política en Michoacán no se había detenido, sólo aguardaba el siguiente nombre en la lista. Pero incluso en medio del miedo, hay señales de vida. La gente que enfrentó al gobernador, que se atrevió a gritar su enojo, representa una chispa de esperanza: la dignidad que se niega a morir.
Si de esta tragedia surge una conciencia colectiva más firme, una exigencia social más fuerte, un “ya basta” que trascienda las fronteras del dolor, entonces la muerte de Carlos Manzo no habrá sido en vano. Porque sólo cuando el miedo se transforma en coraje puede comenzar la reconstrucción de un país herido. Michoacán, una vez más, pone el ejemplo de que la rabia también puede ser un acto de amor por la tierra. Y quizá, en ese grito de dolor y rebeldía, empiece a escribirse el principio del fin de la impunidad.
