La jornada del 30 de octubre amaneció con nubarrones para la economía mexicana. El peso, que durante meses se había mantenido como una de las divisas más fuertes y apreciadas del mundo emergente, comenzó a ceder terreno frente al dólar estadounidense. En cuestión de horas, el tipo de cambio rozó las 18.60 unidades, una cifra que no solo alarma por su inmediatez, sino porque encierra señales de fondo: el aparente fin de una racha de estabilidad sostenida en medio de un entorno global cada vez más incierto.
El detonante inmediato fue la publicación del dato del Producto Interno Bruto (PIB) del tercer trimestre. Por primera vez desde inicios de 2021, la economía mexicana registró una contracción anualizada, un retroceso que, aunque leve, pone en duda la narrativa oficial de un crecimiento sólido y sostenido. El informe fue un golpe al optimismo discursivo del gobierno federal, que ha insistido en la fortaleza de los fundamentos macroeconómicos pese a los claros signos de desaceleración.
No se trata solo de una cifra fría, sino de un termómetro del desgaste económico que comienza a sentirse con mayor claridad. La pérdida de dinamismo en la construcción, la caída en el consumo interno y la desaceleración del sector manufacturero —estrechamente vinculado con la economía de Estados Unidos— conforman un cuadro que invita a la cautela. Y si bien el peso mexicano se había beneficiado durante los últimos meses del llamado carry trade, es decir, de los flujos de capital atraídos por las altas tasas de interés del Banco de México, la confianza de los inversionistas no es infinita.
El fortalecimiento global del dólar terminó por agravar el cuadro. Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, adoptó nuevamente un tono restrictivo tras el anuncio de un recorte moderado en las tasas de interés. Aunque el mercado esperaba señales de relajación monetaria, Powell fue enfático al subrayar que la Fed no se precipitará en reducir los tipos si la inflación no cede con claridad. Ese mensaje, aparentemente prudente, tuvo un impacto inmediato en los mercados: el dólar se fortaleció frente a prácticamente todas las monedas del mundo, y el peso mexicano no fue la excepción.
Lo ocurrido es una muestra más de la vulnerabilidad estructural de la economía mexicana ante las decisiones externas. Durante los últimos años, buena parte de la fortaleza del peso se ha sostenido sobre tres pilares: las altas tasas internas, las remesas históricas que sostienen el consumo y la relativa estabilidad política. Pero cuando alguno de esos factores se ve alterado —como sucede ahora con la pérdida de dinamismo económico— el equilibrio se tambalea.
El comportamiento del tipo de cambio, más allá de la coyuntura, refleja la percepción internacional sobre la solidez del país. No es casual que el peso se haya mantenido fuerte durante meses pese a las tensiones políticas o los vaivenes del comercio global. Pero esa fortaleza descansaba sobre una premisa frágil: el atractivo financiero de invertir en instrumentos mexicanos con rendimientos altos. En otras palabras, el peso era fuerte, sí, pero no tanto por la robustez de la economía real, sino por la rentabilidad que ofrecía a los capitales especulativos.
Ahora que la economía comienza a enfriarse y el dólar se fortalece, la balanza empieza a inclinarse. Los inversionistas internacionales, siempre atentos a los movimientos de la Fed, tienden a replegarse hacia activos más seguros cuando el riesgo aumenta. Esa salida de capitales, aunque moderada por ahora, puede ampliarse si el panorama político y económico mexicano continúa enturbiándose.
Aun así, sería un error caer en el alarmismo. El peso no está colapsando, sino ajustándose a una realidad distinta. Un tipo de cambio en torno a las 18.50 o incluso 19 unidades no implica necesariamente una crisis, pero sí obliga a repensar la estrategia económica. Lo preocupante no es la cifra por sí misma, sino lo que revela: la pérdida de impulso del crecimiento, el agotamiento del efecto pospandemia y la falta de nuevos motores internos para sostener la expansión.
El país enfrenta una disyuntiva compleja. De un lado, el Banco de México debe mantener la prudencia monetaria para evitar que un relajamiento prematuro provoque fuga de capitales o rebrotes inflacionarios. Del otro, el gobierno federal tendría que abandonar la complacencia y reconocer que el entorno económico ya no es tan favorable como hace un año. Persistir en la retórica de “fortaleza inquebrantable” solo puede erosionar la credibilidad de las instituciones financieras mexicanas y generar más volatilidad.
El desafío es político tanto como económico. Con un proceso electoral en puerta y un escenario internacional de incertidumbre —marcado por el retorno de Donald Trump a la Casa Blanca y la persistencia de conflictos geopolíticos— México necesita una conducción económica sensata, que inspire confianza dentro y fuera del país. Los inversionistas, nacionales y extranjeros, observan con atención no solo los indicadores financieros, sino también las señales de gobernabilidad, respeto al Estado de derecho y estabilidad institucional.
La reacción del peso, en ese sentido, puede verse como una advertencia más que como una catástrofe. Es una llamada de atención sobre los límites del optimismo oficial y la urgencia de fortalecer la economía real. Si el gobierno insiste en minimizar los riesgos o en atribuirlos a “factores externos”, corre el peligro de repetir los errores de otros sexenios en los que la soberbia sustituyó al análisis técnico.
México sigue siendo una nación con amplias posibilidades de crecimiento, pero esas posibilidades no se materializarán por decreto ni por discursos triunfalistas. Requieren políticas públicas que estimulen la inversión, reduzcan la incertidumbre y fortalezcan el tejido productivo. El nearshoring puede ser una oportunidad histórica, pero solo si el país garantiza energía suficiente, infraestructura moderna y un entorno jurídico confiable.
En las últimas semanas, la volatilidad cambiaria se ha acentuado en toda América Latina, y aunque el peso no ha sido el más golpeado, su vulnerabilidad es evidente. Las señales de desaceleración ya estaban ahí, pero el dato del PIB y la reacción del dólar las han puesto en primer plano. Quizá ha llegado el momento de reconocer que la estabilidad del peso fue, en gran medida, una ilusión sostenida por circunstancias externas y no por un avance estructural de la economía.
El peso se dobla, sí, pero aún no cae. Lo que está en juego no es solo el valor de la moneda, sino la credibilidad económica de un país que necesita reencontrar su rumbo antes de que el entorno global lo arrastre sin remedio. Es hora de que el discurso de fortaleza dé paso a una estrategia de reconstrucción, con visión, seriedad y humildad. Porque si algo enseña la historia económica de México, es que los periodos de bonanza aparente suelen ser los más peligrosos cuando se confunden con estabilidad duradera.
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