La reciente decisión del gobierno de Estados Unidos, encabezado por el presidente Donald Trump, de revocar la aprobación de trece rutas aéreas de aerolíneas mexicanas hacia su territorio, constituye un nuevo episodio de tensión en la ya complicada relación bilateral. El golpe, anunciado por el Departamento de Transporte (DOT) y justificado como una respuesta al “continuo abuso” del Acuerdo de Transporte Aéreo firmado hace una década, no sólo deja en tierra una parte importante de la conectividad mexicana con el norte, sino que exhibe —una vez más— las fragilidades del proyecto aeroportuario impulsado desde el actual gobierno federal: el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA).
La suspensión total de los servicios combinados entre Estados Unidos y el AIFA, junto con la congelación de cualquier ruta nueva o ampliada, es más que un diferendo técnico o un ajuste burocrático: es un mensaje político y económico de enorme calado. En un contexto donde Trump ha reafirmado su discurso proteccionista y su estilo confrontativo hacia México, esta decisión parece alinearse con su narrativa de “recuperar el control” sobre los intereses estadounidenses frente a lo que califica como desventajas o incumplimientos del vecino del sur.
El Secretario de Transporte de Estados Unidos, Sean Duffy, declaró que la medida responde a prácticas desleales y a una falta de reciprocidad por parte del gobierno mexicano. Según sus palabras, las autoridades mexicanas habrían violado repetidamente los términos del acuerdo bilateral, obstaculizando operaciones y favoreciendo de manera indebida al AIFA sobre otros aeropuertos. Aunque el gobierno mexicano ha rechazado tales acusaciones, el impacto es inmediato: se paralizan rutas clave, se detienen planes de expansión y se genera un golpe directo a la credibilidad de un aeropuerto que, desde su inauguración, ha enfrentado dudas sobre su viabilidad y funcionalidad.
Resulta inevitable leer esta decisión dentro de un tablero más amplio. Trump no sólo actúa en función de la estricta regulación aérea, sino también con la mirada puesta en su propio frente interno. En un año en que busca consolidar su poder y reafirmar su discurso de defensa de los intereses nacionales, castigar a México —en un tema tan sensible como la aviación comercial— le reditúa políticamente ante su base electoral. La narrativa de que Estados Unidos “no permitirá abusos” ni “competencia desleal” conecta con el sentimiento de orgullo nacionalista que Trump ha sabido capitalizar con maestría.
Para México, sin embargo, la consecuencia va más allá del plano diplomático. Se trata de una medida que pone en entredicho los esfuerzos por fortalecer la competitividad aérea y diversificar las opciones de transporte internacional. Las aerolíneas mexicanas, ya afectadas por el complejo entorno económico y por los altos costos operativos que implica mantener flotas modernas, enfrentan ahora la cancelación de rutas que representaban oportunidades estratégicas de crecimiento. Para muchas de ellas, las conexiones con Estados Unidos son vitales: constituyen buena parte de su ingreso y sostienen la rentabilidad de sus operaciones.
El AIFA, concebido como símbolo del nuevo modelo de infraestructura nacional, vuelve a quedar expuesto. La suspensión de rutas por parte de Estados Unidos refuerza las percepciones de aislamiento y escasa competitividad que desde su inauguración lo han acompañado. Aunque el gobierno mexicano ha invertido ingentes recursos para incentivar su uso, ofreciendo incentivos y trasladando operaciones de aerolíneas, la realidad es que los números aún no cuadran. Ahora, con la restricción estadounidense, el Felipe Ángeles sufre un golpe que difícilmente podrá revertir en el corto plazo.
La diplomacia mexicana deberá actuar con prudencia pero también con firmeza. La Secretaría de Relaciones Exteriores y la de Infraestructura, Comunicaciones y Transportes tendrán que demostrar que el país está dispuesto a defender sus intereses y a garantizar un cumplimiento cabal de los acuerdos internacionales. Sin embargo, la tarea no será sencilla. La relación con la administración Trump ha sido, históricamente, una montaña rusa de acercamientos pragmáticos y choques abruptos. Y en esta nueva etapa, donde el mandatario estadounidense se muestra más firme y menos dispuesto a concesiones, la posibilidad de revertir esta medida por la vía del diálogo luce limitada.
Lo que está en juego no es únicamente la apertura de rutas o la operatividad de un aeropuerto. Lo que se disputa es el equilibrio mismo de la relación económica entre ambas naciones. En el terreno aéreo, como en el comercial, la interdependencia es profunda, pero también asimétrica. Estados Unidos concentra la mayor parte del tráfico de pasajeros y carga de México; una restricción de este tipo afecta no sólo a las aerolíneas, sino también al turismo, al comercio y a las cadenas logísticas binacionales.
En el trasfondo, también asoma la incómoda pregunta sobre la calidad de las decisiones estratégicas tomadas en materia de infraestructura aeroportuaria. La cancelación del proyecto del Nuevo Aeropuerto Internacional de México (NAIM) y la apuesta por el AIFA fueron, desde su origen, decisiones cargadas de ideología y simbolismo político. Hoy, ante los embates externos, los resultados muestran sus límites. El Felipe Ángeles ha funcionado, sí, pero muy por debajo de su potencial proyectado. Y aunque el gobierno ha hecho esfuerzos por atraer vuelos internacionales, los hechos demuestran que no basta con decretos ni con propaganda para consolidar un hub aéreo de talla mundial.
El caso revela, además, la vulnerabilidad de México frente a los mecanismos de control estadounidenses. A diferencia de otras áreas donde la cooperación bilateral permite cierto margen de negociación, en el ámbito del transporte aéreo las decisiones del DOT tienen efecto inmediato y difícilmente apelable. La suspensión de rutas no requiere aprobación del Congreso ni mediación diplomática; basta una notificación oficial. De ahí la urgencia de fortalecer los canales de diálogo y los mecanismos técnicos de cumplimiento, antes de que la sanción se extienda a otras áreas o se traduzca en represalias más severas.
Desde una perspectiva política interna, este episodio llega en un momento poco propicio. México enfrenta una economía presionada por la inflación, un déficit fiscal creciente y una depreciación constante del peso frente al dólar. Cualquier alteración en la conectividad aérea no sólo encarece los costos logísticos, sino que afecta la percepción internacional de estabilidad y confianza. La inversión extranjera, ya de por sí cautelosa, podría encontrar en esta decisión un nuevo motivo de reserva.
Habrá que observar la respuesta del gobierno mexicano. Hasta ahora, las declaraciones oficiales se han limitado a expresar “extrañeza” y “desacuerdo” con la decisión estadounidense, insistiendo en que México ha cumplido sus compromisos y mantiene una política de cielos abiertos. Sin embargo, el país necesita más que comunicados. Requiere una estrategia clara para recuperar la confianza, evitar nuevas sanciones y demostrar que su infraestructura y su marco regulatorio están a la altura de los estándares internacionales.
El AIFA, en este contexto, se convierte en símbolo y síntoma. Símbolo de un proyecto que buscó representar soberanía y desarrollo nacional, pero que ahora enfrenta el escrutinio externo; y síntoma de una política pública que, en ocasiones, privilegió la narrativa sobre la eficacia.
La suspensión de rutas no significa el fin del vínculo aéreo entre México y Estados Unidos, pero sí marca un punto de inflexión. Es un recordatorio de que la soberanía no se proclama: se construye con credibilidad, cumplimiento y diálogo.
