La llegada de Sanae Takaichi al poder en Japón no es solamente un acontecimiento histórico por ser la primera mujer en asumir la jefatura de Gobierno en la nación del sol naciente, sino un punto de inflexión que podría modificar los cimientos de la política nipona y, en consecuencia, alterar el equilibrio geopolítico de toda la región asiática. No se trata, como algunos medios occidentales celebran, de un simple triunfo simbólico de la igualdad de género o del empoderamiento femenino, sino de una compleja jugada política, revestida de modernidad en la forma, pero profundamente conservadora en el fondo.
Takaichi, líder del Partido Liberal Democrático (PLD), llega al poder en sustitución de Shigeru Ishiba, quien fue prácticamente empujado al abismo político por las élites del partido tras dos descalabros electorales consecutivos y un mandato deslucido que apenas superó el año. Las facciones más poderosas del PLD consideraron que Ishiba había perdido el pulso de la calle y la capacidad de cohesionar a las bases tradicionales. La caída era cuestión de tiempo. En esa coyuntura, Takaichi —figura firme, disciplinada, con un discurso identitario que resuena en los sectores más nacionalistas— emergió como la carta de salvación del viejo aparato conservador japonés.
El lema de su campaña, “Japón primero”, no deja lugar a dudas. Inspirado, consciente o no, en la narrativa proteccionista que en los últimos años ha cobrado fuerza en distintas latitudes, refleja una prioridad clara: fortalecer el orgullo nacional y devolver a Japón un protagonismo que, en opinión de Takaichi, se ha diluido entre las exigencias del globalismo, las restricciones impuestas por la Constitución pacifista y el peso creciente de China en la región. Su visión del Estado es nítidamente centralista, su discurso apela a los valores tradicionales, a la disciplina social, al respeto jerárquico y a una defensa sin ambages del papel de Japón como potencia con voz propia.
Sin embargo, la aparente fortaleza de su proyecto es también su mayor riesgo. Japón, pese a su apariencia de homogeneidad cultural, es un país que ha aprendido —a golpes de historia— que la rigidez puede conducir a la parálisis. La sociedad japonesa actual, sobre todo en las grandes urbes, exige apertura, transparencia, oportunidades reales para las mujeres, para los jóvenes y para la población inmigrante que lentamente se integra en un sistema laboral envejecido y cada vez menos productivo. En ese contexto, la llegada de una dirigente ultraconservadora al poder podría reavivar viejas tensiones entre las nuevas generaciones globalizadas y la élite política que aún se aferra a los dogmas del pasado.
Takaichi ha sido clara en su postura respecto a la política de defensa: busca reformar la Constitución para dotar a las Fuerzas Armadas de mayor autonomía operativa y despojar al país de las limitaciones impuestas tras la Segunda Guerra Mundial. Esto, por supuesto, inquieta a sus vecinos. China observa con recelo, Corea del Sur con preocupación y Estados Unidos con una mezcla de interés y cautela. Washington sabe que una Japón más fuerte militarmente puede ser un aliado útil frente a Pekín, pero también un socio impredecible si decide trazar una ruta más independiente.
En política interna, el desafío será mayúsculo. El PLD, aunque dominante durante décadas, no es un bloque monolítico. Takaichi deberá lidiar con facciones que ven en su ascenso una oportunidad para consolidar una línea ideológica más dura, pero también con sectores moderados que temen que su estilo frontal y su discurso nacionalista ahuyenten al electorado urbano y a los jóvenes, cada vez más escépticos de las viejas fórmulas. El desgaste del partido tras los tropiezos de Ishiba ha dejado cicatrices, y el margen de maniobra de la nueva primera ministra dependerá de su habilidad para negociar sin renunciar a su narrativa de firmeza.
Resulta paradójico que la primera mujer en encabezar el Gobierno japonés lo haga desde una trinchera ideológica que, históricamente, ha defendido estructuras patriarcales y jerárquicas. Takaichi, sin embargo, se muestra imperturbable ante esa contradicción. Su biografía política está marcada por la perseverancia: comenzó como asistente parlamentaria, ascendió en los cuadros del PLD, ocupó carteras ministeriales relevantes y sobrevivió a múltiples intentos de marginación dentro del partido. Hoy representa una figura de autoridad que no se amedrenta ante la crítica, y que, más allá de las etiquetas, personifica la disciplina que tanto admira el electorado conservador japonés.
Pero más allá de la narrativa de fuerza, hay interrogantes que inquietan. ¿Qué significará su liderazgo para la frágil economía japonesa, que lleva años navegando entre la deflación, la deuda pública y la necesidad de reactivar el consumo interno? ¿Cómo conciliará su lema “Japón primero” con la interdependencia económica global que hace del país uno de los principales exportadores de tecnología y capital? La respuesta no será sencilla. Si opta por el proteccionismo, podría dañar el tejido industrial que sustenta su poder económico. Si mantiene la apertura, deberá justificar ante sus votantes por qué las promesas de soberanía económica no se traducen en beneficios tangibles.
En el plano social, su gobierno también tendrá que enfrentar un cambio de paradigma. Japón vive una profunda crisis demográfica: cada vez menos nacimientos, más adultos mayores y una población activa que se reduce año con año. Las políticas de estímulo a la natalidad han fracasado, en parte porque el modelo laboral y cultural sigue sin permitir una conciliación real entre trabajo y vida familiar. Será interesante observar si la primera ministra, mujer en un entorno aún dominado por hombres, impulsará reformas estructurales que modifiquen la rigidez del mercado laboral y promuevan la equidad, o si, fiel a su ideario, se limitará a reforzar la narrativa de esfuerzo y sacrificio individual.
El mundo observa con atención. Japón, más allá de su aparente quietud, es una pieza clave en el tablero global. Su estabilidad política y su liderazgo tecnológico lo convierten en un actor estratégico para Estados Unidos y un contrapeso para China. Una Takaichi fuerte, decidida y nacionalista podría reforzar la idea de un Asia dividida en bloques ideológicos, pero también revitalizar el debate sobre la soberanía frente a la globalización.
De alguna manera, su investidura simboliza el dilema del siglo XXI: la tensión entre la identidad nacional y la integración mundial, entre la tradición y la modernidad, entre el liderazgo fuerte y la democracia deliberativa. Sanae Takaichi encarna esa encrucijada con el aplomo de quien cree en su misión histórica. No será un mandato fácil ni carente de controversia, pero sin duda marcará una etapa de redefinición para un Japón que, como el sol que lo representa, vuelve a alzarse en el horizonte con luz intensa, aunque incierta.
En el fondo, más allá de las etiquetas ideológicas y del simbolismo de género, lo que se juega en Japón es una batalla por el rumbo moral y político de una nación que no quiere perder su esencia. Takaichi ha prometido devolver el orgullo a su pueblo. El reto será hacerlo sin aislar a Japón del mundo ni retroceder en las conquistas sociales que han costado décadas. Su liderazgo será una prueba para la madurez democrática del país y, quizá, una lección para otras naciones que oscilan entre el pragmatismo global y la nostalgia nacionalista. El tiempo dirá si esta mujer de férrea convicción logra encender un nuevo amanecer para Japón, o si su sol, demasiado rígido, terminará eclipsado por la sombra de sus propias convicciones.
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