La política internacional suele ser un ajedrez en el que cada movimiento se mide en milímetros y donde las consecuencias pueden cambiar la historia de un país. En ese tablero, la figura del presidente colombiano Gustavo Petro ha vuelto a colocarse en el centro de la controversia, esta vez no por su discurso incendiario o su estilo polarizador, sino por un hecho que trasciende las fronteras: las sanciones impuestas por el gobierno de Estados Unidos, encabezado por el presidente Donald Trump.
La decisión del Departamento del Tesoro, a través de la Oficina de Control de Activos Extranjeros (OFAC), de incluir al mandatario colombiano, a su esposa Verónica Alcocer, a su hijo Nicolás Petro y al ministro del Interior, Armando Benedetti, en la lista de personas sancionadas, marca un punto de inflexión en la relación bilateral entre Bogotá y Washington. Se trata de una medida que, más allá del impacto económico o diplomático, tiene una carga simbólica poderosa: el señalamiento de un jefe de Estado como presunto actor en actividades incompatibles con la transparencia, la legalidad y la cooperación internacional.
Petro reaccionó con la altivez que le caracteriza. “Efectivamente la amenaza de Bernie Moreno se cumplió, yo y mis hijos y mi esposa entramos a la lista OFAC”, publicó en su cuenta de X, como si la sanción fuese una medalla política y no una afrenta institucional. En su siguiente frase, intentó darle un giro moral: “Luchar contra el narcotráfico durante décadas y con eficacia me trae esta medida del gobierno de la sociedad que tanto ayudamos para detener sus consumos de cocaína. Toda una paradoja, pero ni un paso atrás y jamás de rodillas”.
Sin embargo, la paradoja de la que habla Petro no es la que él imagina. Su discurso busca proyectar la imagen de un líder perseguido por desafiar al imperio norteamericano, pero los hechos recientes que rodean su administración dibujan un panorama mucho más turbio. Las investigaciones en curso por presuntos nexos de su hijo Nicolás con dinero del narcotráfico y el financiamiento irregular de su campaña presidencial son realidades que no pueden ocultarse detrás de la retórica antiimperialista.
El argumento de que las sanciones son una represalia política carece de solidez cuando se examina la coherencia del gobierno estadounidense en el uso de la lista OFAC. Washington no actúa con improvisación en estos casos; la inclusión de un mandatario extranjero implica una larga investigación, coordinación con agencias de inteligencia y la verificación de vínculos financieros o conductas sospechosas. Es un proceso que difícilmente se reduce a una simple “amenaza cumplida” por un rival político.
Trump, que ha hecho del combate al narcotráfico y la defensa de los intereses estadounidenses un eje central de su política exterior, no da pasos en falso cuando se trata de enviar mensajes. La sanción a Petro y su círculo cercano es también una advertencia a otros gobiernos latinoamericanos que coquetean con el populismo autoritario o con la ambigüedad frente al crimen organizado. No es una coincidencia que, en los últimos meses, la administración Trump haya endurecido su postura hacia regímenes como el de Venezuela o Nicaragua, y que ahora ponga bajo la lupa a Colombia, tradicionalmente aliada, pero hoy conducida por un líder que parece más interesado en distanciarse de Washington que en mantener la cooperación.
El problema de fondo es que Petro confunde soberanía con aislamiento, y liderazgo con confrontación. Su narrativa victimista, al estilo de los caudillos latinoamericanos del siglo pasado, pretende revestir de dignidad lo que en el fondo es una pérdida de credibilidad. El mandatario colombiano, que llegó al poder con la promesa de una transformación social basada en la justicia y la equidad, se ha visto arrastrado por los mismos vicios que denunciaba: la opacidad, el amiguismo y la utilización del poder para blindarse ante las críticas.
La inclusión de su esposa y de su hijo en la lista OFAC no es un mero detalle anecdótico. Es una señal de que las sospechas no se limitan a su gestión como presidente, sino que alcanzan su entorno familiar. En política, eso equivale a un terremoto. Aun si Petro logra sortear los efectos inmediatos de las sanciones, el daño a su imagen es profundo. La percepción internacional de Colombia como un país en proceso de desinstitucionalización crece, y el riesgo de aislamiento diplomático se cierne sobre un gobierno que ya enfrenta tensiones internas por su errático manejo económico y su creciente autoritarismo.
En América Latina, los discursos antiestadounidenses siempre encuentran eco. Petro busca capitalizar ese sentimiento en su favor, presentándose como víctima de una persecución imperial. Pero lo que olvida es que, mientras él construye su relato de resistencia, la economía colombiana se resiente, la inversión extranjera se retrae y la confianza en las instituciones se erosiona. Ninguna narrativa puede sostenerse sobre el descrédito prolongado.
No es casualidad que el mandatario norteamericano, Donald Trump, haya sido categórico en su mensaje: las sanciones son una respuesta a comportamientos incompatibles con la integridad y la cooperación internacional, no una disputa ideológica. En otras palabras, Washington no sanciona a Petro por ser de izquierda, sino por los indicios de corrupción y complicidad que lo rodean.
Aun así, Petro se obstina en la retórica del agravio. En su visión, Estados Unidos debe agradecer a Colombia por haber combatido el narcotráfico durante décadas, sin considerar que esa lucha ha estado plagada de contradicciones, errores y complicidades internas. Las estructuras criminales no desaparecieron: mutaron, se adaptaron, y en algunos casos encontraron refugio bajo gobiernos que prefirieron mirar hacia otro lado.
El presidente colombiano insiste en que “jamás estará de rodillas”, pero su soberbia lo está dejando de pie en un terreno pantanoso. La política, en su versión más madura, requiere equilibrio, diálogo y autocrítica. Petro, en cambio, prefiere el discurso del mártir, el gesto altisonante y el desafío constante. Esa actitud puede rendir frutos en la plaza pública, pero es devastadora en el escenario diplomático.
Colombia merece más que un presidente enfrascado en su guerra personal contra el mundo. La nación necesita un liderazgo que reconstruya la confianza interna, que atraiga inversiones, que restablezca puentes con sus aliados y que enfrente con realismo los desafíos del narcotráfico y la desigualdad. Petro, en cambio, parece decidido a seguir el camino de la confrontación, aun si eso significa hundir a su país en la incertidumbre.
En definitiva, la paradoja no es que Estados Unidos sancione a quien dice haber combatido el narcotráfico. La verdadera paradoja es que un hombre que prometió redimir a Colombia de sus viejos males esté repitiendo, con otros tonos y otros gestos, los mismos errores de los que alguna vez se dijo salvador.
El tiempo dirá si Petro logra sobreponerse a esta embestida o si quedará, como tantos otros líderes latinoamericanos, atrapado en su propio laberinto de soberbia, contradicciones y discursos que ya nadie cree. Por ahora, lo cierto es que las sanciones no sólo lo golpean a él: golpean la credibilidad de un país que merece, más que excusas y acusaciones, un gobierno que gobierne.
