El ruido de la inconformidad volvió a recorrer las arterias principales de Estados Unidos. En un país que se jacta de ser la cuna moderna de la libertad, miles de voces se unieron este fin de semana para gritar su descontento contra el presidente Donald Trump. No fue un fenómeno aislado ni una simple reunión de inconformes dispersos: fue una expresión simultánea en Nueva York, Washington D. C., Chicago, Miami y Los Ángeles, las ciudades que suelen marcar el pulso político, económico y cultural de la nación. El epicentro simbólico fue Times Square, donde los carteles, las consignas y el clamor se fundieron en un solo mensaje: “Democracia, no monarquía”.
Las protestas se desarrollaron en un ambiente cargado de tensión pero también de convicción. Desde temprano, los accesos al metro se saturaron; las avenidas lucieron bloqueadas por una marea humana que, sin armas ni violencia, decidió tomar el espacio público como trinchera. “La Constitución no es opcional”, decía otro de los mensajes más repetidos. Una frase sencilla pero profundamente política, que resume el espíritu de quienes ven en las últimas decisiones del mandatario una afrenta al orden institucional que sostiene a la república. Trump, fiel a su estilo, había advertido días antes que las marchas eran producto de la manipulación de la izquierda radical, vinculando a los organizadores con Antifa, como si cada manifestante fuera un enemigo interno y no un ciudadano ejerciendo su derecho constitucional.
Pero más allá de las etiquetas o de las descalificaciones que brotan del poder cuando se siente cuestionado, lo cierto es que el país enfrenta una nueva grieta en su ya frágil cohesión social. Las calles norteamericanas se han convertido nuevamente en escenario de una disputa que va más allá de la persona del presidente. Es un debate sobre el rumbo del sistema político estadounidense, sobre los límites del liderazgo y el respeto a las normas que sostienen la vida democrática. Cuando los manifestantes gritan “Democracia, no monarquía”, no solo protestan contra un estilo autoritario, sino contra la tentación que desde hace tiempo asoma en varios rincones del planeta: la de confundir el poder con propiedad, el mandato con posesión.
Estados Unidos vive una contradicción latente. Por un lado, conserva su discurso de libertad, su aparato institucional, sus tribunales independientes y sus procesos electorales. Por otro, el poder político parece cada vez más concentrado, más personalista, más propenso a confundir la voluntad del pueblo con la voluntad del gobernante. Trump, que llegó al poder en medio del descrédito de las élites tradicionales, ha sabido capitalizar el enojo de muchos estadounidenses hartos de la corrección política y de los abusos del establishment. Sin embargo, ese mismo impulso populista que lo catapultó ha ido erosionando los contrapesos y el respeto por la deliberación plural, pilares fundamentales de la democracia estadounidense.
Las protestas del fin de semana no fueron una sorpresa. Son la respuesta lógica de una sociedad que aún conserva reflejos democráticos, que se resiste a normalizar la arrogancia del poder y a ver cómo se desfigura la república que tanto presume. No se trata solo de diferencias ideológicas: detrás de cada pancarta hay un reclamo por la vigencia de los derechos civiles, por el respeto a las instituciones y por la preservación del orden constitucional. En ese sentido, las marchas no son un acto de odio, como pretenden los aliados del presidente, sino una forma de amor a la nación y a su legado histórico.
A lo largo de su trayectoria, Trump ha demostrado una habilidad extraordinaria para dividir, provocar y mantener la atención pública centrada en su figura. Pero también ha despertado un movimiento de resistencia cívica que, aunque heterogéneo, ha demostrado consistencia. Es un mosaico que incluye a jóvenes universitarios, veteranos de guerra, inmigrantes, defensores de derechos humanos, artistas, empresarios y ciudadanos comunes. Lo que los une no es la pertenencia a un partido o ideología, sino la certeza de que el poder debe tener límites y de que la democracia no puede convertirse en un espectáculo mediático sostenido por la manipulación del miedo y la exaltación de la fuerza.
Las calles norteamericanas han visto desfilar muchas causas: los derechos civiles, la oposición a la guerra de Vietnam, la igualdad racial, la lucha feminista. Cada una de ellas nació de la misma raíz: la inconformidad con un sistema que, a pesar de su apariencia estable, tiende a olvidar a una parte de su población. En ese sentido, las manifestaciones contra Trump forman parte de una tradición profunda en la vida política estadounidense: la del ciudadano que no se resigna a ser espectador. Es paradójico que quienes hoy protestan sean acusados de “odiar a Estados Unidos” cuando, en realidad, encarnan la versión más auténtica del espíritu republicano.
El peligro, sin embargo, es que la polarización se siga profundizando. Trump ha sido hábil en explotar las fracturas sociales, los resentimientos económicos y las heridas culturales que atraviesan a la nación. Cada protesta, cada crítica, cada análisis adverso es transformado por su aparato propagandístico en una prueba más del supuesto complot en su contra. Es el círculo vicioso de los líderes que gobiernan a partir del conflicto: entre más oposición enfrentan, más la usan para legitimarse. Pero ese juego, aunque útil en el corto plazo, tiene consecuencias graves. La división política termina debilitando la institucionalidad, la confianza en los medios y la capacidad de diálogo entre los propios ciudadanos.
