En un movimiento que vuelve a colocar al mundo frente a la encrucijada del poder sin límites y la diplomacia en retirada, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, confirmó esta semana que ha autorizado a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) para ejecutar operaciones encubiertas dentro de Venezuela. La decisión, acompañada de su declaración sobre la posibilidad de lanzar ataques dirigidos contra los cárteles de la droga en territorio sudamericano, abre un nuevo capítulo en la estrategia global de Washington, en la que la línea entre seguridad nacional y agresión intervencionista parece desdibujarse con preocupante facilidad.
Las acciones no son mera retórica. En las últimas semanas, fuerzas estadounidenses han efectuado al menos cinco ataques a embarcaciones sospechosas de traficar drogas en el Caribe, dejando un saldo de 27 personas muertas. La cifra, por sí misma alarmante, se agrava ante las acusaciones de expertos en derechos humanos de la ONU, quienes califican los hechos como “ejecuciones extrajudiciales”. No es una expresión menor: el término evoca las sombras de las operaciones más oscuras del siglo pasado, cuando el poder militar estadounidense actuaba bajo el amparo del secreto y la impunidad.
La postura de Trump no sorprende a quienes lo conocen como un político que confunde la contundencia con la justicia y la fuerza con la razón. Su estilo, que conjuga la audacia con el desprecio a las formas diplomáticas, ha encontrado en Venezuela el nuevo campo de prueba para reafirmar su idea de que Estados Unidos puede y debe ejercer un liderazgo basado en el castigo. Pero lo que preocupa no es solo el fondo de sus decisiones, sino el mensaje que envía al resto del planeta: el retorno a una política exterior sin cortapisas, donde la soberanía de los pueblos es una variable secundaria ante los intereses de Washington.
Desde su regreso a la Casa Blanca, Trump ha insistido en que su gobierno no tolerará la expansión del narcotráfico en el hemisferio, ni lo que él denomina “dictaduras enemigas de la libertad”. Sin embargo, al analizar el contexto, se percibe que las motivaciones van más allá de la lucha contra las drogas o la defensa de la democracia. La crisis venezolana, con su compleja mezcla de colapso económico, autoritarismo y deterioro social, ofrece a Trump un escenario propicio para reafirmar su poderío militar y desviar la atención de los problemas internos que enfrenta su administración. Al hacerlo, revive la narrativa del enemigo externo, tan útil para cohesionar a la opinión pública en torno a una causa patriótica.
Pero detrás de esa fachada de justicia internacional se esconde un viejo patrón de conducta. Las “operaciones encubiertas” de la CIA han sido, históricamente, sinónimo de desestabilización, manipulación política y violaciones a la soberanía de los países intervenidos. De Guatemala en los años cincuenta a Chile en los setenta, pasando por Nicaragua, Irán y Afganistán, la historia de la agencia está marcada por acciones que, en nombre de la libertad, terminaron sembrando caos y dolor. Hoy, la posibilidad de que Venezuela se sume a esa lista revive los temores de una América Latina convertida de nuevo en tablero de juego geopolítico.
El discurso del combate al narcotráfico sirve como argumento legitimador, pero resulta insuficiente para justificar las muertes ya provocadas por las incursiones estadounidenses en el Caribe. Ningún Estado democrático puede erigirse en juez y verdugo fuera de su territorio sin violentar el derecho internacional. Las ejecuciones sumarias, aunque se pretendan disfrazar de acciones militares contra el crimen, constituyen una flagrante violación a los derechos humanos. El uso de la fuerza sin mediación judicial ni mandato multilateral sienta un precedente peligroso, especialmente cuando proviene de la principal potencia mundial.
Más grave aún es la indiferencia con que Trump parece asumir las críticas. En su narrativa, el lenguaje de los derechos humanos y la cooperación multilateral es percibido como debilidad. Prefiere el tono desafiante, el mensaje directo al “enemigo”, el espectáculo del poder. Esa teatralidad política, tan eficaz en su país para alimentar su base electoral, se convierte en una amenaza cuando se traslada al terreno internacional. La idea de que Estados Unidos puede “limpiar” el hemisferio de sus males a golpe de misiles y comandos especiales es una peligrosa simplificación de problemas profundamente sociales, económicos y políticos.
El riesgo no se limita a Venezuela. Las declaraciones de Trump sobre “golpear donde haga falta” y su insistencia en que ningún país de América está exento de intervención si se detectan vínculos con el narcotráfico, hacen temer una escalada regional. Colombia, México y varios países del Caribe se encuentran en la mira de esta doctrina del “puño de hierro”, donde la CIA y las fuerzas armadas actúan como instrumentos de una política de fuerza más que de cooperación. La región podría verse envuelta en una nueva ola de tensiones, reminiscentes de la Guerra Fría, pero ahora bajo el signo del combate al crimen organizado.
La comunidad internacional no puede permanecer indiferente. El Consejo de Derechos Humanos de la ONU ha advertido que las acciones unilaterales de Estados Unidos podrían constituir violaciones graves al derecho internacional humanitario. Sin embargo, como ha ocurrido tantas veces, las resoluciones y llamados a la moderación corren el riesgo de quedar en papel mojado ante la voluntad política del mandatario estadounidense. Trump, con su estilo característico, desafía abiertamente los mecanismos multilaterales, convencido de que la fuerza del músculo militar es suficiente para imponer respeto.
Es momento de que América Latina recupere la voz y la dignidad que durante décadas se vio sometida a los designios de Washington. No se trata de negar el flagelo del narcotráfico ni de minimizar la tragedia venezolana, sino de exigir que las soluciones se construyan desde la legalidad y el respeto a la soberanía. Ninguna nación puede erigirse en policía del mundo sin generar resentimientos y resistencias que tarde o temprano se traducen en conflicto.
Trump parece apostar por el miedo como herramienta de control, pero olvida que la historia enseña una lección invariable: la fuerza impuesta desde fuera solo genera resistencia desde dentro. Venezuela, con todos sus dramas, es un pueblo que ha demostrado capacidad de sobrevivir al asedio y al colapso. La intervención extranjera no resolverá sus males, solo añadirá nuevas heridas.
La nueva doctrina del puño de hierro, encarnada en esta ofensiva encubierta de la CIA, confirma que el liderazgo de Trump busca imponerse más por la intimidación que por la cooperación. Es un regreso al unilateralismo más rudo, al mensaje de “Estados Unidos primero” traducido en términos militares. Pero en un mundo interdependiente, esa visión es una trampa. Ningún país puede vivir aislado, y menos aún pretender gobernar al resto con la amenaza de la fuerza.
El planeta observa con creciente inquietud este nuevo episodio. Si la política exterior se convierte en una prolongación del ego presidencial y la diplomacia en mero decorado, la estabilidad global corre un riesgo mayúsculo. La historia juzgará si Trump fue un defensor del orden o el artífice de una nueva era de conflictos. Por ahora, lo cierto es que sus decisiones vuelven a recordarnos que el poder sin límites no solo erosiona la justicia: también pone en entredicho la paz del mundo.
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