
Han pasado ya dos años desde aquella mañana que cambió de nuevo el curso de la historia contemporánea: el atentado perpetrado el 7 de octubre de 2023 por el grupo extremista Hamas contra territorio israelí. Un ataque brutal, inesperado y cargado de simbolismo, que dejó miles de muertos, decenas de rehenes y una herida profunda no solo en Israel y Palestina, sino en todo el entramado internacional. Dos años después, el eco de las sirenas, los misiles, las lágrimas y los discursos de odio no se ha disipado; al contrario, sigue resonando en cada rincón donde la política, la religión y el poder se entrelazan de manera peligrosa.
El atentado no fue un hecho aislado. Fue el estallido de una olla de presión alimentada por décadas de frustración, ocupación, desconfianza y retaliación. Hamas, que desde la Franja de Gaza ha pretendido erigirse como el defensor del pueblo palestino, llevó la violencia a niveles que incluso los más radicales no esperaban. Miles de civiles israelíes fueron asesinados en sus hogares, en conciertos, en calles y kibutzim; familias enteras desaparecieron entre fuego y escombros. La respuesta del gobierno israelí, encabezado por Benjamin Netanyahu, no tardó en llegar: una ofensiva militar implacable que devastó Gaza y multiplicó el sufrimiento en la población civil palestina.
Dos años después, las cifras son más que estadísticas; son una tragedia humana sin fin. Gaza sigue en ruinas, con millones de desplazados y una reconstrucción que avanza a paso de tortuga entre bloqueos, sanciones y el eterno juego de intereses regionales. Israel, por su parte, vive aún bajo el trauma y la paranoia de nuevos ataques, atrapado entre la necesidad de seguridad y la crítica internacional por la dureza de su respuesta militar. La comunidad internacional, como tantas veces antes, ha demostrado su incapacidad para ofrecer soluciones duraderas. Ni la ONU, ni Estados Unidos, ni los países árabes, ni Europa han logrado articular una vía política que lleve a la paz real.
En ese contexto, el atentado del 7 de octubre se ha convertido en una bisagra histórica: un punto de inflexión que aceleró cambios geopolíticos de largo alcance. Estados Unidos, que en ese entonces atravesaba tensiones internas y un proceso electoral complejo, reforzó su apoyo militar a Israel, lo que volvió a incendiar la opinión pública global. En las calles de Nueva York, París, Londres y Berlín se multiplicaron las marchas, unas en defensa de Israel y otras en apoyo a Palestina. El mundo se partió en dos narrativas irreconciliables: la del derecho a la defensa y la de la resistencia frente a la ocupación. En medio de ellas, la humanidad, la empatía y la razón quedaron marginadas.
El Medio Oriente volvió a ser el epicentro de una fractura mundial. Irán aprovechó el caos para consolidar su influencia en la región, apoyando a milicias en Líbano, Siria e Irak; mientras tanto, Arabia Saudita suspendió indefinidamente sus negociaciones de normalización con Israel. Rusia y China, siempre atentos a los movimientos de Washington, aprovecharon el conflicto para fortalecer sus alianzas con los países árabes y presentarse como mediadores alternativos. En ese tablero movedizo, el atentado sirvió como detonante de un reacomodo global que aún continúa y cuyas consecuencias políticas y económicas seguirán manifestándose durante los próximos años.
Pero más allá de la geopolítica, el verdadero drama sigue siendo humano. Las imágenes de Gaza devastada, los hospitales colapsados, los niños huérfanos, las madres buscando entre ruinas y los rehenes que aún no regresan a casa son la evidencia más cruda de una tragedia que trasciende banderas. Israel ha pagado con dolor el precio de su seguridad; Palestina, con sangre, el costo de su desesperación. Y el mundo, con su indiferencia y cinismo, ha contribuido a prolongar la agonía.
Resulta inevitable reflexionar sobre cómo el odio y la venganza se han enquistado en ambas sociedades, impidiendo toda posibilidad de reconciliación. Los jóvenes israelíes que hoy cumplen el servicio militar crecieron con el miedo del atentado; los niños palestinos, con el rencor hacia quienes destruyeron sus hogares. Así se perpetúa el ciclo del odio: generación tras generación, víctima y victimario se confunden en un círculo vicioso que solo beneficia a los extremos.
El liderazgo político tampoco ha estado a la altura. Netanyahu, aferrado al poder, ha utilizado el conflicto como escudo para enfrentar sus propias crisis internas, incluyendo los juicios por corrupción y las protestas contra su gobierno. En el otro lado, la Autoridad Nacional Palestina sigue débil y fragmentada, incapaz de ofrecer una alternativa viable frente al radicalismo de Hamas. Ni los unos ni los otros parecen interesados en la paz; la utilizan como consigna, pero viven de la guerra.
A dos años del atentado, el mapa político israelí también ha cambiado. La sociedad se ha desplazado aún más hacia la derecha, con un discurso de seguridad absoluta que deja poco espacio para la disidencia. Las voces pacifistas, minoritarias, son tildadas de traidoras. Y en el lado palestino, la miseria ha fortalecido la narrativa del martirio. Así, el atentado no solo dejó muertos, sino que también mató una esperanza frágil: la de una coexistencia basada en el respeto mutuo.
Mientras tanto, el mundo occidental mira hacia otro lado. La guerra en Ucrania, el auge de la inteligencia artificial, las elecciones en Estados Unidos, el cambio climático y las crisis migratorias han desplazado a Gaza de los titulares. Pero el conflicto sigue ahí, latente, esperando el próximo estallido. Israel mantiene su cerco sobre la Franja, y los grupos armados palestinos continúan rearmándose. La paz no está más cerca que hace dos años; de hecho, parece aún más lejana.
Quizá la lección más amarga de este segundo aniversario sea constatar que la humanidad no aprende. Que los errores se repiten bajo nuevos nombres y banderas, que la historia es un espejo que refleja nuestra incapacidad para superar la barbarie. En 2023 fue Hamas; mañana podría ser otro grupo, otro país, otro motivo. Mientras la injusticia siga alimentando el resentimiento, la violencia encontrará su justificación.
No obstante, también es justo reconocer que entre las ruinas han surgido gestos de esperanza. Médicos israelíes que atienden niños palestinos, organizaciones civiles que cruzan fronteras para entregar alimentos, jóvenes que desde las redes abogan por el diálogo y no por la destrucción. Son minorías, sí, pero son la prueba de que aún hay humanidad dispuesta a resistir la oscuridad.
Dos años después, el atentado en Israel no solo se recuerda por su violencia, sino por el espejo que puso frente al mundo. Un espejo incómodo que nos muestra la fragilidad de la convivencia, la hipocresía de los poderosos y la indiferencia de los demás. Quizá el mejor homenaje a las víctimas —de un lado y del otro— no sea la venganza ni la memoria selectiva, sino la valentía de repensar cómo queremos vivir como especie: si seguimos condenados a destruirnos o si, de una vez por todas, aprendemos a convivir en paz.
El 7 de octubre de 2023 marcó un antes y un después. Pero el 7 de octubre de 2025 debería servirnos para recordar que los pueblos no están destinados al odio eterno, sino que pueden, si lo deciden, transformar su dolor en reconciliación. Tal vez aún estamos a tiempo.
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