
El anuncio de que Bad Bunny será el encargado del espectáculo de medio tiempo del Super Bowl LX, a celebrarse en febrero de 2026, ha desatado una tormenta política y mediática en Estados Unidos. Lo que debería ser un evento de celebración, de cultura popular y entretenimiento deportivo, se ha convertido en una arena donde el discurso conservador, la intolerancia y los ecos de la confrontación ideológica vuelven a exhibir la profunda polarización de la sociedad estadounidense.
La secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, no esperó para subir el tono de la controversia. En un mensaje que más parece una advertencia política que una declaración institucional, afirmó que “no deberían venir al Super Bowl a menos que sean ciudadanos estadounidenses respetuosos de la ley”. La frase, lanzada durante una charla con el comentarista ultraconservador Benny Johnson, no sólo suena a discurso de campaña, sino que carga con la insinuación de que el espectáculo podría atraer a personas “no deseadas”: inmigrantes, latinos, activistas, o simplemente quienes no comulgan con la visión restrictiva y excluyente que ciertos sectores han vuelto a poner de moda.
Resulta evidente que la figura del artista boricua es el detonante de esta nueva guerra cultural. Bad Bunny, nacido Benito Martínez Ocasio, es un fenómeno global que representa una mezcla poderosa de irreverencia, identidad latina y éxito comercial. Pero también, y esto es lo que incomoda a muchos, simboliza la voz de una generación que se expresa sin pedir permiso, que mezcla el español con el inglés, que denuncia las deportaciones y la brutalidad policial, y que rechaza el discurso xenófobo que algunos políticos aún consideran rentable.
Noem sabe perfectamente el peso político de sus palabras. La advertencia no es inocente: el Super Bowl es uno de los eventos más vistos del planeta, con una audiencia global que supera los 100 millones de espectadores. Cada detalle —desde la canción que se elige hasta el gesto que hace el artista— se convierte en mensaje. Y al poner sobre la mesa la idea de que asistir al evento podría estar reservado a “ciudadanos respetuosos de la ley”, lo que en realidad está haciendo la funcionaria es activar el viejo resorte del miedo: el del extranjero que amenaza la identidad nacional, el del inmigrante sospechoso, el del artista que, por no cantar en inglés, resulta subversivo.
La controversia recuerda otros momentos en que el arte y la política se han cruzado en el Super Bowl. En 2016, Beyoncé fue acusada de “antipolicía” por su presentación inspirada en el movimiento Black Lives Matter. En 2020, Shakira y Jennifer Lopez enfrentaron críticas por usar su espectáculo para reivindicar el orgullo latino en un contexto donde Donald Trump —entonces presidente— había convertido la frontera con México en símbolo de división. Ahora, con Trump nuevamente en la Casa Blanca, la designación de Bad Bunny parece un desafío directo a ese clima político.
Benny Johnson, uno de los voceros más activos de la derecha mediática estadounidense, no tardó en aprovechar el tema para encender la indignación de su audiencia. Llamó al artista “enemigo acérrimo de Trump” y “activista anti-ICE”, y acusó a la NFL de “autodestruirse” al “ceder ante la cultura woke”. No hay nada nuevo en ese guion: el populismo conservador estadounidense ha encontrado en la cultura un campo de batalla eficaz. Lo que antes se debatía en el Congreso ahora se dirime en los escenarios, en los estadios, en los algoritmos de las redes sociales.
Pero esta reacción no sólo revela intolerancia, sino también una profunda contradicción. Estados Unidos ha sido históricamente un mosaico de culturas, una nación moldeada por la migración. Que un artista puertorriqueño —ciudadano estadounidense, además, por nacimiento— sea atacado por “no ser suficientemente americano” no sólo es absurdo, sino revelador de un nacionalismo mal entendido, que olvida la riqueza de la diversidad que hizo grande al país.
El caso Bad Bunny es, en realidad, un espejo donde se reflejan las tensiones de un tiempo en el que el entretenimiento ya no puede escapar del debate político. Lo mismo ocurre en Hollywood, en los festivales de cine, en las ceremonias de premios y en las redes sociales. La frontera entre el arte y el activismo se ha desdibujado. Los artistas ya no son espectadores: opinan, protestan, se posicionan. Y eso, para algunos, resulta imperdonable.
Noem, en su afán de proyectar autoridad, comete el error de politizar un evento deportivo que debería ser un punto de encuentro. Sus palabras podrían incluso tener implicaciones legales, pues al sugerir que sólo ciertos ciudadanos deberían asistir, se acerca peligrosamente a un discurso discriminatorio. Pero más allá del aspecto jurídico, hay una cuestión de fondo: ¿qué clase de mensaje envía un gobierno que desconfía de sus propios ciudadanos por su idioma, su origen o su pensamiento?
En el fondo, la polémica no es sobre Bad Bunny ni sobre el Super Bowl. Es sobre el miedo a perder el control del relato cultural. La música urbana, el reguetón, la mezcla de lenguas y estilos, el ascenso de artistas latinos en los escenarios más importantes del mundo son señales de que el poder simbólico está cambiando de manos. Y quienes se beneficiaron durante décadas de un modelo cultural homogéneo ahora sienten que el suelo se mueve bajo sus pies.
El propio Bad Bunny no ha respondido oficialmente a las críticas, pero su trayectoria sugiere que no lo hará con declaraciones incendiarias, sino con el lenguaje que mejor domina: el arte. No sería extraño que su presentación en el Super Bowl se convierta en una declaración de orgullo latino, en una celebración de la inclusión y en un recordatorio de que la cultura no tiene fronteras.
La advertencia de Noem podría terminar siendo contraproducente. En lugar de amedrentar, probablemente motive a millones de latinos a sentirse representados y orgullosos. Lo que para algunos sectores es una “provocación”, para otros es una victoria simbólica: la conquista de un espacio donde antes eran invisibles.
Si algo ha demostrado la historia reciente de Estados Unidos es que la cultura termina siempre imponiéndose sobre el miedo. Ni las leyes ni los discursos pueden frenar la fuerza del arte cuando encarna las aspiraciones de una generación. Por eso, pese a las amenazas, el Super Bowl 2026 promete ser más que un partido de futbol americano: será un termómetro del alma norteamericana, una prueba de si el país que se proclama defensor de la libertad es capaz de tolerar la diversidad que lo define.
Y quizás, cuando Bad Bunny suba al escenario y cante en español ante millones de personas, quedará claro que la identidad estadounidense no se mide por el idioma ni por la obediencia ciega a un poder político, sino por la capacidad de abrazar lo distinto. Porque al final, el verdadero patriotismo no consiste en excluir, sino en reconocer que la fortaleza de una nación radica en su pluralidad.
En tiempos donde la política pretende controlar hasta la música, el arte sigue siendo el último territorio libre. Y esa libertad, tan incómoda para los poderosos, es justamente la que mantiene viva la esencia de la democracia.