
La historia de la frontera entre México y Estados Unidos es, en sí misma, una crónica de contrastes: promesas de prosperidad para unos, desesperanza para otros; un corredor económico vigoroso, pero también un muro —físico y simbólico— que divide familias, sueños y destinos. En los últimos meses, ese corredor se ha vuelto aún más hostil para quienes ven en la unión americana un refugio frente a la violencia, la pobreza o la persecución en sus países de origen. El cierre efectivo a los solicitantes de asilo en Estados Unidos, implementado pocas horas después de que Donald Trump asumiera nuevamente la presidencia, marca un viraje que combina lo peor de dos mundos: la herencia restrictiva de Joe Biden y el endurecimiento drástico del actual mandatario.
La frontera sur de Estados Unidos ha quedado convertida en un muro casi infranqueable para los solicitantes de protección internacional. Y no hablamos ya de un simple endurecimiento de las revisiones migratorias, sino de una política que en los hechos suspende uno de los derechos más elementales reconocidos en la legislación internacional: pedir asilo. Si a ello sumamos que las admisiones de refugiados también han sido congeladas, el panorama es de una crudeza inédita: millones de personas en tránsito —desde centroamericanos y caribeños, hasta africanos y asiáticos— quedan varados en un limbo que ni México ni Estados Unidos parecen dispuestos a resolver.
Lo llamativo, y al mismo tiempo alarmante, es que esta situación no corresponde únicamente a una “mano dura trumpista”. Se trata de una extraña combinación de políticas heredadas y reforzadas. Biden, pese a la narrativa progresista con la que buscó distinguirse de su antecesor, en la práctica mantuvo y hasta amplió medidas de control en la frontera, con el pretexto de “ordenar” los flujos y evitar crisis humanitarias. Trump, por su parte, ha decidido imprimir un sello de inflexibilidad total, utilizando la lógica del disuasivo: cerrar de tajo el acceso al asilo bajo el argumento de proteger la seguridad nacional y aliviar la presión sobre el sistema migratorio estadounidense.
El resultado es un callejón sin salida para miles de familias que han dejado atrás sus hogares en condiciones dramáticas. Y más grave aún, la erosión del principio fundamental del derecho de asilo, que nació precisamente para garantizar protección a quienes no encuentran resguardo en su propio país. Al suspenderlo de facto, Estados Unidos rompe no sólo con sus obligaciones internacionales, sino con la narrativa de nación democrática y abierta que tantas veces ha usado como estandarte en el concierto mundial.
Lo que ocurre en la frontera no puede analizarse únicamente como un asunto de política migratoria. Tiene profundas implicaciones en el terreno humanitario, económico y geopolítico. Humanitario, porque estamos hablando de personas que, al quedar varadas en México o en la franja fronteriza, enfrentan condiciones de extrema vulnerabilidad: hacinamiento en albergues improvisados, carencia de servicios básicos, exposición al crimen organizado y a redes de trata que operan con total impunidad. Económico, porque las ciudades fronterizas mexicanas, de por sí presionadas por problemas de empleo y servicios públicos, se ven rebasadas ante la llegada masiva de migrantes que ya no pueden cruzar ni avanzar. Y geopolítico, porque el endurecimiento fronterizo tensiona la relación bilateral y coloca a México en una posición incómoda, obligado a contener flujos que en estricto sentido no le corresponden.
Donald Trump ha sabido leer este contexto a su favor. Con el cierre de facto del asilo, envía un mensaje doble: hacia dentro, proyecta la imagen de un líder que cumple su promesa de mano dura contra la migración; hacia fuera, reafirma su visión de que Estados Unidos no tiene por qué cargar con las crisis de otras naciones. La lógica es simple, aunque reduccionista: “nuestro país primero, los demás que se arreglen como puedan”. Pero en la práctica, esa lógica genera un efecto dominó que repercute en todo el continente, especialmente en México, convertido en un gran muro de contención.
El problema es que ni los muros físicos ni los legales detienen la migración. Lo que hacen es desplazarla, encarecerla y volverla más riesgosa. La gente sigue moviéndose porque la raíz de sus desplazamientos —violencia, pobreza, persecución— no desaparece con decretos. Al cerrar la puerta del asilo, lo que se incentiva es la clandestinidad, el cruce irregular y la exposición de miles de personas a un mercado criminal que lucra con el tráfico humano. Lejos de disminuir, la presión sobre la frontera tenderá a aumentar, porque la necesidad no entiende de muros ni de órdenes ejecutivas.
México, por su parte, enfrenta una coyuntura crítica. El papel de “tercer país seguro”, aunque nunca reconocido de manera formal, se materializa con mayor fuerza que nunca. Las ciudades fronterizas como Tijuana, Reynosa, Ciudad Juárez o Matamoros se convierten en embudos de una crisis humanitaria que desborda capacidades locales. Y mientras el gobierno mexicano trata de equilibrar el discurso diplomático con Washington y la atención en el terreno, la realidad se impone: no hay infraestructura suficiente, ni recursos, ni coordinación adecuada para atender el tamaño del desafío.
En este contexto, resulta urgente replantear el enfoque. Estados Unidos tiene derecho legítimo a proteger sus fronteras y regular sus flujos migratorios, pero ese derecho no puede ejercerse a costa de negar principios internacionales básicos. México, por su parte, no puede seguir cargando solo con la responsabilidad de recibir y contener a migrantes que, en estricto sentido, buscaban refugio en otro país. La solución pasa necesariamente por mecanismos multilaterales que atiendan las causas de la migración en los países de origen, pero también por políticas de acogida más humanas y menos restrictivas en el corto plazo.
Cerrar la frontera al asilo es un espejismo: aparenta control, pero en realidad profundiza el caos. Lo que está en juego no es sólo la política migratoria de una nación, sino la vigencia de principios universales de protección y humanidad. En un mundo convulso, donde los desplazamientos forzados alcanzan cifras récord, Estados Unidos tenía la oportunidad de marcar diferencia reafirmando su compromiso con el derecho de asilo. Ha decidido lo contrario, y con ello deja una estela de incertidumbre y sufrimiento que no se resuelve con muros ni con discursos de campaña.
El reto es monumental y exige liderazgo, visión y cooperación internacional. Lo que no se vale es dejar a miles de seres humanos atrapados en un limbo, víctimas de la aritmética política de dos gobiernos y de la indiferencia global. La frontera, más que un muro, debería ser un puente; y mientras se siga levantando como barrera infranqueable, la promesa de libertad y refugio quedará reducida a un mito cada vez más distante.