
El anuncio realizado por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, de que el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, ha aceptado respaldar una propuesta de paz para Gaza, abre una ventana inédita —aunque estrecha y frágil— hacia el final de una guerra que lleva casi dos años desangrando al enclave palestino y desestabilizando la región. Se trata de un planteamiento que, al menos en el papel, busca poner fin a las hostilidades mediante un alto el fuego inmediato y la liberación de los rehenes en poder de Hamás. El gesto político reviste una trascendencia particular no sólo por el alcance humanitario que conlleva, sino también por la manera en que reacomoda piezas dentro del tablero geopolítico.
El conflicto en Gaza se ha vuelto un símbolo de lo irresuelto, un nudo de agravios acumulados donde se cruzan intereses religiosos, históricos y territoriales, pero también pulsiones de poder de las grandes potencias. La aceptación de Netanyahu, conocida a través de la voz de Trump, no puede entenderse sin considerar los factores internos que pesan tanto en Israel como en Estados Unidos. El primer ministro israelí enfrenta un desgaste político profundo; su liderazgo, largamente cuestionado, se ha mantenido a base de alianzas frágiles y de una narrativa beligerante que parecía indispensable para sostener la cohesión de su gobierno. Reconocer públicamente una propuesta de paz impulsada desde Washington no es, por tanto, un simple giro diplomático: es la admisión tácita de que la prolongación indefinida de la guerra resulta insostenible.
Para Trump, en cambio, el anuncio encierra un cariz distinto. El mandatario estadounidense se presenta como mediador fuerte, capaz de condicionar la conducta de su socio israelí. No es la primera vez que un presidente de Estados Unidos busca dejar huella en Medio Oriente a través de una iniciativa de paz, pero sí es uno de los momentos en que más claramente se ve el intento de capitalizarlo como triunfo político personal. En el contexto de una gestión marcada por la confrontación en distintos frentes, Trump pretende mostrarse como el líder que logró lo que otros presidentes no pudieron: encaminar a israelíes y palestinos a un alto el fuego.
El verdadero dilema estriba en si este acuerdo preliminar tiene las bases para sostenerse o si se trata de un mero gesto calculado para apaciguar críticas y ganar tiempo. El precedente de múltiples intentos fallidos obliga a la cautela. Los compromisos formales no han faltado en la historia del conflicto: desde los Acuerdos de Oslo hasta las negociaciones patrocinadas por Egipto o Qatar, han sido varias las ocasiones en que la esperanza de paz pareció cercana para desvanecerse poco después entre atentados, represalias militares y recriminaciones mutuas.
Un factor que puede marcar la diferencia ahora es el tiempo que lleva esta guerra en curso. Casi dos años de hostilidades han dejado a Gaza en ruinas, con decenas de miles de muertos, heridos y desplazados. La infraestructura civil está devastada, la economía paralizada y la vida cotidiana reducida a la supervivencia. En Israel, el impacto psicológico de los ataques y la angustia por los rehenes siguen generando presión social. Una sociedad que, en buena medida, se acostumbró a vivir bajo la sombra de la violencia, ahora reclama un respiro. Tanto del lado palestino como del israelí, hay una fatiga palpable que abre un espacio, aunque sea estrecho, para la negociación.
La pieza más sensible del esquema es la liberación de los rehenes en poder de Hamás. La organización armada sabe que su valor estratégico se encuentra en esas vidas humanas que mantiene como moneda de cambio. Aceptar entregarlos a cambio de un alto el fuego implica reconocer que ya no puede sostener indefinidamente la confrontación armada, pero también supone que busca ganar legitimidad política y reposicionarse como interlocutor indispensable en cualquier solución futura. La pregunta es si Hamás aceptará la propuesta tal como está planteada o si intentará condicionarla con exigencias que la tornen inviable.
En el plano internacional, la iniciativa también impacta en la relación de Estados Unidos con sus aliados árabes y europeos. Egipto, Qatar y Turquía han jugado papeles activos en los contactos indirectos con Hamás, y no verán con malos ojos que Washington retome protagonismo, siempre que ello no signifique marginar sus esfuerzos. Europa, por su parte, observa con atención: la crisis humanitaria en Gaza ha alimentado tensiones migratorias y debates sobre el papel que la Unión Europea debe jugar en la estabilización de la región. Un alto el fuego auspiciado por Estados Unidos podría aliviar esas presiones, aunque al mismo tiempo genere suspicacias sobre el unilateralismo de la Casa Blanca.
Cabe subrayar que un alto el fuego no equivale a la paz. El origen del conflicto sigue intacto: la ocupación, la disputa territorial, la marginación de los palestinos y la imposibilidad de articular un Estado viable. Mientras esos elementos estructurales no sean abordados, cualquier tregua será apenas un alivio temporal. Netanyahu, al aceptar la propuesta, no está renunciando a sus posiciones duras sobre Jerusalén, Cisjordania o el control militar en Gaza. Trump, por su parte, tampoco plantea una solución de fondo que contemple la creación de un Estado palestino viable, sino un mecanismo inmediato para silenciar las armas.
Y sin embargo, incluso como medida limitada, el anuncio importa. Importa porque en medio de la barbarie, cualquier pausa en el derramamiento de sangre se convierte en un respiro para miles de civiles. Importa porque muestra que la diplomacia, aunque deteriorada, aún tiene resquicios para abrir paso a la negociación. Importa, finalmente, porque la política internacional suele avanzar no a partir de grandes soluciones definitivas, sino de pequeños pasos que van erosionando la inercia del conflicto.
No faltarán quienes vean en esta iniciativa un simple cálculo electoral de Trump, ni quienes desconfíen de la voluntad real de Netanyahu. Ambas sospechas son válidas. Pero sería un error desestimar lo alcanzado únicamente por su fragilidad. La paz no siempre nace de convicciones profundas; a menudo es producto de intereses pragmáticos que, por un instante, coinciden. Si hoy Trump y Netanyahu, por motivos propios, deciden abrazar la posibilidad de un alto el fuego, corresponde a la comunidad internacional y a los propios actores de la región empujar para que esa chispa no se extinga de inmediato.
La historia del conflicto palestino-israelí es la de oportunidades perdidas. Sería lamentable que esta iniciativa se sumara a esa lista. El reto es monumental: convertir una tregua temporal en un proceso de paz sostenido, incluir a todos los actores relevantes, garantizar la reconstrucción de Gaza y abrir un horizonte político realista para los palestinos. El camino está lleno de escollos, pero el costo de no intentarlo es demasiado alto.
En la encrucijada actual, el anuncio de Trump y la aceptación de Netanyahu no son la meta, sino apenas un punto de partida. Un paso frágil, sí, pero necesario. Y en la lógica de la paz, incluso los pasos más inciertos tienen valor, porque cada uno de ellos representa la posibilidad de salvar vidas y de romper, aunque sea momentáneamente, el ciclo interminable de la violencia.