
La extorsión se ha convertido en una de las mayores plagas que enfrenta la sociedad mexicana. Lo mismo asfixia a grandes empresarios que a pequeños comerciantes, erosiona la seguridad de los ciudadanos comunes y, peor aún, carcome los cimientos de la confianza en las instituciones que deberían garantizar la tranquilidad de la vida pública. En este contexto, acuerdo unánime del Senado de la República para facultar al Congreso de la Unión a expedir una Ley General en materia de extorsión no sólo representa un paso significativo, sino también una señal de que existe, al menos en el discurso, la voluntad política para enfrentar uno de los flagelos más extendidos y lacerantes de nuestro tiempo.
Que el dictamen haya sido aprobado por unanimidad no es cosa menor. En un país donde los acuerdos legislativos suelen naufragar en la confrontación partidista, encontrar consenso absoluto revela que el problema de la extorsión no distingue colores ni ideologías. Se trata de una amenaza que golpea con la misma intensidad en todos los estados y que se manifiesta en formas cada vez más sofisticadas, desde las llamadas telefónicas y mensajes intimidatorios hasta esquemas complejos ligados a la delincuencia organizada. La unanimidad del voto en el Senado constituye entonces un reconocimiento compartido de la urgencia y, al mismo tiempo, un recordatorio de que la inacción sería imperdonable.
Sin embargo, la aprobación de la reforma constitucional que abre la puerta a una Ley General no debe generar falsas expectativas. Una cosa es la norma en el papel y otra muy distinta su aplicación en la realidad cotidiana. El país está plagado de leyes que duermen el sueño de los justos porque no existen las condiciones institucionales, presupuestales o incluso culturales para hacerlas efectivas. De ahí que la sociedad observe con una mezcla de esperanza y escepticismo este anuncio. El riesgo es claro: que la reforma termine siendo un gesto político bien intencionado pero incapaz de cambiar lo que ocurre en la vida real, donde las víctimas de la extorsión rara vez denuncian y cuando lo hacen, pocas veces obtienen justicia.
El planteamiento de una Ley General es relevante porque permitirá homologar el tipo penal, sus agravantes, delitos vinculados y sanciones en todo el territorio nacional. Hoy la extorsión se persigue con criterios diferentes según el estado en el que ocurra. Hay entidades donde se sanciona con severidad, otras donde las lagunas legales permiten que los responsables salgan libres con facilidad, y varias en las que los operadores de justicia carecen de las herramientas necesarias para sostener un proceso. Esa dispersión favorece la impunidad, pues los delincuentes saben que el sistema federalizado de justicia tiene grietas que pueden aprovechar. Un marco general uniforme podría ser la base para cerrar esas brechas y fortalecer el combate a este delito.
No obstante, el problema de la extorsión es mucho más complejo que la mera tipificación legal. La mayoría de las víctimas, sobre todo los pequeños comerciantes, taxistas, transportistas o ciudadanos de a pie, se abstienen de denunciar por temor a represalias y porque desconfían de las autoridades. El círculo vicioso se alimenta: mientras menos denuncias existen, menos capacidad tienen las fiscalías para investigar, y al mismo tiempo, la percepción de impunidad desalienta cualquier intento de acudir a la justicia. En ese escenario, la sola existencia de una Ley General, por robusta que sea en el papel, no resolverá el fenómeno. Lo indispensable es acompañarla con políticas públicas que protejan efectivamente a quienes se atreven a denunciar y que fortalezcan las capacidades investigativas del Estado.
También debe advertirse que la extorsión no se limita al clásico “derecho de piso” que cobran los grupos criminales. En muchos casos, la práctica está ligada a funcionarios corruptos que utilizan el poder para presionar a ciudadanos y empresas. El fenómeno de la “extorsión oficial” es tan dañino como el ejercido por la delincuencia organizada, pues genera un clima de desconfianza en las instituciones y perpetúa la cultura de la ilegalidad. Una Ley General tendría que contemplar mecanismos para inhibir y sancionar también estas formas de abuso provenientes del propio aparato gubernamental. De lo contrario, se corre el riesgo de construir un marco normativo que sólo mire hacia un lado del problema.
Resulta alentador que la propuesta haya sido enviada ya a los congresos estatales para su aval, pues ello permitirá avanzar en la ruta constitucional. Sin embargo, es necesario que los legisladores locales no se limiten a un trámite mecánico de aprobación. Tendrían que abrir espacios de consulta con organizaciones sociales, cámaras empresariales, asociaciones de víctimas y especialistas en derecho penal, a fin de que el futuro diseño de la Ley General recoja una visión integral. De poco servirá un texto que no contemple la realidad de quienes enfrentan a diario la extorsión en mercados, talleres, pequeñas empresas familiares o el transporte público.
Más allá de lo jurídico, hay un componente cultural que no puede soslayarse. En muchas comunidades, la extorsión ha sido normalizada al grado de que los comerciantes la consideran un “costo más” de hacer negocios. El miedo se ha incrustado tan hondo que la gente prefiere pagar para seguir adelante, aunque ello signifique la quiebra paulatina de sus actividades. La ley debe ser un instrumento para revertir esa resignación colectiva, enviando un mensaje claro de que el Estado está presente, que la denuncia será respaldada y que las víctimas no quedarán solas frente a los criminales. Sólo así se romperá la espiral de silencio y complicidad involuntaria que mantiene viva esta práctica.
El reto también es tecnológico. Gran parte de la extorsión actual se realiza a través de teléfonos celulares y plataformas digitales. Desde prisiones y lugares remotos, los delincuentes manipulan a las víctimas mediante llamadas, mensajes o incluso redes sociales. Si la Ley General no incorpora herramientas modernas de rastreo, intervención y cooperación con las empresas de telecomunicaciones, será letra muerta ante la astucia criminal. Y ello implica además enfrentar los dilemas de protección a la privacidad y derechos humanos, que no deben sacrificarse bajo el pretexto del combate a la delincuencia, pero sí armonizarse para dar eficacia a la justicia.
No se puede perder de vista que la extorsión es un delito que, en buena medida, se alimenta de la fragilidad del Estado. La penetración de los grupos del crimen organizado en territorios donde la autoridad es débil crea las condiciones propicias para que se imponga el cobro de piso o las amenazas como forma de control social. Combatir la extorsión exige entonces recuperar la presencia institucional en esas regiones, fortalecer las policías locales, depurar a los cuerpos de seguridad y garantizar que existan ministerios públicos capacitados y comprometidos. Sin esa base operativa, la Ley General corre el riesgo de ser otro catálogo de buenas intenciones.
Vale reconocer, con todo, que el paso dado en el Senado es positivo. México necesita un andamiaje jurídico robusto para enfrentar la extorsión, y contar con un marco uniforme puede ser el principio de una política nacional coordinada. Pero sería un error pensar que con la aprobación de la reforma está resuelto el problema. Lo verdaderamente difícil comienza ahora: construir una ley eficaz, dotarla de recursos, capacitar a las instituciones, generar confianza en la ciudadanía y desmontar la red de complicidades que permite que este delito prospere.
La sociedad mexicana ha aprendido, a fuerza de decepciones, que las promesas de los políticos rara vez se traducen en resultados palpables. Por eso el anuncio del Senado despierta un entusiasmo moderado y una exigencia firme: que no se repita la historia de tantas otras reformas que se quedaron en el papel. La extorsión no da tregua y la paciencia social se agota. Los legisladores tienen frente a sí la oportunidad de demostrar que pueden hacer más que aprobar discursos bien intencionados. El país requiere una respuesta contundente, integral y real. La Ley General contra la extorsión puede ser un parteaguas o un nuevo fracaso; todo dependerá de la voluntad política, la capacidad institucional y el compromiso con la justicia que se logre plasmar en ella.