
El discurso que Donald Trump pronunció este martes ante la Asamblea General de Naciones Unidas fue un retrato fiel de su estilo de liderazgo y de la manera en que concibe las relaciones internacionales. Durante casi una hora, sin filtros ni concesiones, el presidente de Estados Unidos ofreció lo que puede considerarse una radiografía del trumpismo: un nacionalismo recalcitrante que sus seguidores celebran como firmeza patriótica y sus críticos denuncian como autoritarismo populista envuelto en egolatría.
Fiel a su costumbre, Trump inició hablando de sí mismo. Elevó sus supuestos logros a la categoría de hazañas históricas, afirmando que su país vive bajo su mandato una “edad de oro”. Incluso llegó a presumir haber terminado siete guerras, insinuando que su liderazgo pacificador merecería un Nobel de la Paz. La exageración y la autoglorificación no son novedad en su narrativa, pero lo significativo es la manera en que acomoda la realidad a su propio ego, moldeándola a conveniencia para erigirse en protagonista absoluto.
Con tono desafiante, pasó revista a los adversarios de Washington: Rusia, China, Irán, Corea del Norte y hasta la Unión Europea. Ninguno quedó exento de críticas o advertencias. El guion fue claro: Estados Unidos, bajo su mando, no cederá soberanía ni reducirá su poder económico, militar o cultural. Su mensaje fue más un ultimátum que un análisis diplomático.
Lo preocupante de este discurso no está sólo en su contenido, sino en su intención de proyectar al mundo la imagen de una potencia incomprendida y asediada, dispuesta a recuperar un liderazgo que considera perdido. Trump se presenta como el único capaz de “salvar” a su nación, un guardián que privilegia la fuerza sobre la cooperación. Y en la ONU, foro concebido para el multilateralismo, lo que se escuchó fue un monólogo nacionalista convertido en advertencia global.
El “América primero” resonó de nuevo, no ya como simple consigna electoral, sino como principio rector de su política exterior. Todo lo que decida Washington deberá beneficiar de inmediato a la Unión Americana, sin atender el impacto en los equilibrios mundiales. Es un mensaje atractivo para quienes se sienten relegados por la globalización, pero desconcertante para quienes creen que los problemas comunes exigen cooperación internacional.
Trump, además, simplificó los grandes conflictos. En Oriente Medio, atribuyó a sus gestiones diplomáticas una estabilidad frágil; en Corea del Norte, se acreditó avances inéditos; respecto a Rusia, combinó críticas veladas con llamados al equilibrio. En cada caso, la constante fue la misma: él como protagonista, Estados Unidos como salvador, y el resto del mundo como amenaza o comparsa.
Lo inquietante es la tendencia política que refleja: el regreso del nacionalismo como bandera. Un nacionalismo que no busca tender puentes, sino levantar muros; que no construye consensos, sino divisiones. Este estilo confrontativo puede ser rentable en lo electoral, pero erosiona la convivencia internacional y debilita el tejido multilateral que tanto ha costado construir.
En lo interno, Trump sabe que cada palabra lanzada en la ONU repercute en su electorado. Sus seguidores disfrutan verlo desafiar al establishment global y ridiculizar organismos internacionales. El trumpismo funciona a la vez como estrategia de poder interno y como doctrina de política exterior. Pero la “edad de oro” que pregona contrasta con las desigualdades, tensiones raciales, crisis migratorias y carencias estructurales que persisten en su país.
A ello se suma el contrasentido: mientras presume de pacifista, refuerza el gasto militar y apuesta por la fuerza como instrumento de diplomacia. Y cuando reclama un Nobel de la Paz, lo que exhibe es la confusión entre autoridad y mérito, entre poder e integridad, entre imposición y verdadera concordia.
Lo visto en la ONU fue, en síntesis, la versión más desnuda del trumpismo: un ideario que mezcla nacionalismo radical, desprecio por lo multilateral y una narrativa populista centrada en el líder como héroe frente a un mundo hostil. Para unos, se trata de coherencia y fortaleza; para otros, de un delirio peligroso que amenaza la estabilidad global.
El planeta enfrenta retos ineludibles —cambio climático, migraciones, pandemias, ciberseguridad, proliferación nuclear— que ningún país puede resolver solo. Apostar al repliegue nacionalista es un espejismo: da una sensación momentánea de control, pero deja a todos más vulnerables. Estados Unidos, bajo la égida de Trump, parece renunciar al liderazgo colaborativo para convertirse en un actor que impone condiciones o se aísla.
El saldo del discurso será la polarización: quienes lo aplauden lo verán como muestra de dignidad soberana; quienes lo critican lo asumirán como evidencia de arrogancia e insensatez. La Asamblea General de la ONU, espacio para el diálogo, terminó convertida en escenario para un monólogo cargado de autoelogios y advertencias.
La lección es clara: el trumpismo no es sólo una táctica electoral, sino una visión del mundo que necesita enemigos para sostenerse, que privilegia la confrontación sobre la negociación y que cree que la historia pertenece a los vencedores, no a los consensos. La pregunta que queda en el aire es si el mundo está dispuesto a aceptar esa lógica en tiempos de crisis múltiples.
Todo dependerá de si otros líderes son capaces de contrarrestar esa narrativa con cooperación real, multilateralismo efectivo y humildad política. Mientras tanto, Trump seguirá disfrutando de la tribuna, convencido de que el universo gira en torno a él.
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