
El anuncio realizado por el primer ministro británico Keir Starmer este domingo, en el que dio a conocer que Reino Unido reconoce oficialmente al Estado de Palestina, no es un movimiento político cualquiera ni una declaración de buenas intenciones que pueda archivarse como un gesto diplomático más dentro de las tensas relaciones internacionales. Se trata, sin exagerar, de un acontecimiento que marca un parteaguas en la política exterior británica y que resuena en todo el mundo, reavivando la discusión sobre la viabilidad de la paz en Medio Oriente y sobre la posición que deben asumir las potencias respecto al conflicto israelí-palestino.
El mensaje, difundido mediante redes sociales, tuvo la claridad que exige un momento histórico: Starmer habló de actuar frente al creciente horror en Medio Oriente, de mantener viva la posibilidad de paz y de avanzar hacia la solución de dos Estados, reconociendo que, en este instante, no existe ni la seguridad para Israel ni la viabilidad para Palestina. Al afirmar que “el momento ha llegado”, el premier británico no sólo envió un mensaje de respaldo político al pueblo palestino, sino que también evidenció la urgencia de que la comunidad internacional deje de lado la retórica y asuma responsabilidades concretas.
No es menor que este reconocimiento provenga precisamente de Reino Unido, país con una deuda histórica respecto a la génesis del conflicto en la región. Fue bajo el mandato británico que se emitió en 1917 la famosa Declaración Balfour, que abrió la puerta al establecimiento de un “hogar nacional judío” en Palestina, sin prever con justicia los derechos de la población árabe que habitaba el territorio. Esa decisión, inscrita en el marco del colonialismo y de las tensiones de la Primera Guerra Mundial, fue una semilla que germinó en décadas de desencuentros, violencia y desplazamientos. Hoy, más de un siglo después, el reconocimiento de un Estado palestino por parte de Londres es interpretado por muchos como un intento de asumir cierta responsabilidad histórica y, en alguna medida, corregir el rumbo.
Sin embargo, no basta con analizar este hecho desde la óptica del pasado. El presente de Medio Oriente está marcado por un recrudecimiento de la violencia, con un saldo de miles de muertos y millones de desplazados, y con la fractura cada vez más profunda en la relación entre israelíes y palestinos. El reconocimiento británico llega en un momento de máxima tensión, en el que la palabra “paz” parece lejana, pero necesaria como nunca.
El gesto británico tiene un impacto simbólico y político innegable. Simbólico, porque envía un mensaje al pueblo palestino de que su derecho a la autodeterminación no ha sido olvidado, de que aún hay potencias que están dispuestas a verlos como interlocutores válidos en el escenario internacional. Político, porque otorga a Palestina un grado de legitimidad que hasta ahora le ha sido negado por varios países occidentales, y que puede abrir la puerta a que otras naciones de peso se sumen a esta postura.
Hay que entender, no obstante, que el reconocimiento no resuelve de un plumazo los problemas estructurales: no pone fin a la ocupación israelí en Cisjordania, no detiene los asentamientos ilegales, no devuelve la normalidad a la Franja de Gaza ni garantiza el derecho al retorno de los refugiados palestinos. Tampoco asegura que Israel se sienta más seguro frente a las amenazas reales que enfrenta. Pero sí establece un punto de partida distinto: uno en el que el diálogo puede ser más equilibrado, donde la negociación ya no parte de la negación de un actor, sino de su aceptación como Estado con derechos y obligaciones.
Este giro de Londres refleja, además, un cambio generacional y político dentro de la sociedad británica. Starmer, que asumió el poder en medio de un desgaste profundo del conservadurismo, entiende que la política exterior debe ser coherente con los valores de derechos humanos y justicia social que dice representar. Su postura contrasta con la ambigüedad que caracterizó a gobiernos anteriores, que preferían mantener un delicado equilibrio entre la alianza estratégica con Israel y la preocupación humanitaria por Palestina. Al romper esa ambivalencia, el primer ministro coloca a Reino Unido en un terreno claro, con el riesgo inherente de enfrentar la desaprobación de Tel Aviv y de sus aliados más férreos, particularmente Estados Unidos.
Y es aquí donde surge la gran incógnita: ¿seguirá Washington el ejemplo británico? La política estadounidense ha sido, durante décadas, el mayor obstáculo para que Palestina alcance un reconocimiento pleno en el ámbito internacional. La dependencia estratégica de Israel respecto a la Casa Blanca ha condicionado la postura de la mayor potencia global, que con frecuencia bloquea resoluciones en organismos multilaterales y evita presionar a Israel más allá de los discursos. Si bien es improbable que en lo inmediato Estados Unidos dé un paso similar al de Reino Unido, la decisión de Londres podría generar un efecto dominó en Europa y en otras regiones, complicando el aislamiento diplomático de Palestina y aumentando el costo de sostener la negativa.
El reconocimiento británico también puede interpretarse como una respuesta a la opinión pública global, cada vez más crítica de las acciones de Israel en Gaza y más consciente de la necesidad de justicia para Palestina. En las calles de Londres, de París, de Madrid y de tantas otras ciudades, se han multiplicado en los últimos meses las manifestaciones que exigen un alto a la violencia y que demandan una postura más firme de sus gobiernos. Starmer parece haber leído ese sentir social y haberlo traducido en política concreta.
Ahora bien, este paso también plantea preguntas incómodas para el propio liderazgo palestino. Con el reconocimiento internacional se abre la posibilidad de mayor responsabilidad y exigencia hacia la Autoridad Nacional Palestina y hacia las facciones políticas que representan al pueblo palestino. La viabilidad de un Estado no puede construirse únicamente desde el exterior: requiere instituciones sólidas, acuerdos internos, mecanismos democráticos legítimos y un compromiso real con la paz. El reto será que Palestina no sólo sea reconocida, sino que pueda funcionar como Estado en el sentido pleno de la palabra.
En este contexto, el anuncio de Starmer es tanto un acto de justicia como un llamado de atención. Justicia, porque coloca a Palestina en un plano de dignidad que le ha sido negado por décadas. Llamado de atención, porque recuerda que la paz no será posible si se sigue ignorando a una de las partes.
El futuro dirá si esta decisión será recordada como un punto de inflexión o como una promesa incumplida más. Por ahora, lo cierto es que Reino Unido ha decidido asumir un rol activo en la construcción de la paz, consciente de su responsabilidad histórica y de la urgencia del presente. Se trata de un paso valiente en un tablero mundial donde muchas veces la conveniencia política pesa más que la justicia.
En suma, el reconocimiento británico al Estado de Palestina no resuelve el conflicto, pero abre una ventana de esperanza en medio de un escenario devastado por la violencia y la desconfianza. Es una decisión que interpela a la comunidad internacional y que exige, sobre todo, coherencia: no se puede hablar de derechos humanos y democracia mientras se niega la existencia de un pueblo. Starmer ha decidido que el momento ha llegado. Resta ver cuántos más estarán dispuestos a decir lo mismo y, más aún, a actuar en consecuencia.