
Las 07:19 horas del 19 de septiembre de 1985 quedaron grabadas con tinta indeleble en la memoria colectiva de los mexicanos, especialmente de los capitalinos. Ese minuto y medio en que la tierra se sacudió con furia –producto de un terremoto de magnitud 8,1 originado en la costa del Pacífico– no solo derribó edificios y cegó decenas de miles de vidas, sino que también desnudó la fragilidad de un país entero ante la fuerza incontenible de la naturaleza. Fue la sacudida que cimbró no únicamente el suelo, sino las conciencias, al exhibir la precariedad en que se encontraba la infraestructura urbana, la falta de planeación adecuada y, sobre todo, la ineficiencia gubernamental frente a una tragedia de tal magnitud.
El 19 de septiembre no es simplemente una fecha en el calendario: se ha convertido en símbolo de duelo y resistencia, en recordatorio de que la vida puede cambiar en cuestión de segundos. También ha sido un parteaguas para la organización social, pues ante la parálisis de las instituciones en 1985, fue la ciudadanía quien se volcó a las calles a rescatar, a dar agua, alimento y cobijo, mostrando que la solidaridad es la fuerza más poderosa de este país.
Cuatro décadas después, la pregunta es inevitable: ¿hemos aprendido la lección? ¿Estamos hoy mejor preparados para enfrentar un sismo de magnitud similar o aún arrastramos inercias de improvisación, negligencia y confianza ciega en que la naturaleza no volverá a poner a prueba nuestra resistencia?
Es innegable que algo se ha avanzado. Tras la tragedia, el Estado mexicano se vio obligado a replantear sus estructuras de protección civil. Se crearon instancias como el Sistema Nacional de Protección Civil, se impulsaron reglamentos de construcción más estrictos, se fortalecieron las facultades de instituciones científicas como el Servicio Sismológico Nacional y el Instituto de Ingeniería de la UNAM, y se desarrollaron mecanismos de alerta temprana que hoy forman parte de la vida cotidiana en la capital. El sonido de la alerta sísmica, tan odiado como necesario, es ejemplo de cómo la tecnología puede salvar vidas cuando se combina con la disciplina social.
Sin embargo, no basta con contar con normas y sistemas si no existe un cumplimiento riguroso y constante. A pesar de los avances, la tragedia del 19 de septiembre de 2017 –casualmente en la misma fecha, pero 32 años después– volvió a revelar fisuras. Escuelas y edificios que supuestamente cumplían con las normas colapsaron, dejando al descubierto corrupción en las autorizaciones de construcción, negligencia en la supervisión y la peligrosa costumbre de la simulación administrativa. Fue un recordatorio cruel de que las leyes escritas son inútiles si se convierten en letra muerta.
En este 2025, la Ciudad de México y el país en general viven una paradoja. Por un lado, se cuenta con mayor conocimiento científico sobre el riesgo sísmico, mejores herramientas tecnológicas, brigadas de rescate más capacitadas y una sociedad que, al menos en la teoría, sabe qué hacer durante y después de un sismo. Por otro lado, persisten la corrupción inmobiliaria, la desigualdad urbana que obliga a los más pobres a vivir en edificaciones vulnerables, y con frecuencia, se prefiere apostar por la propaganda de la prevención en lugar de asumir la prevención real como política pública integral.
¿Estamos, entonces, realmente mejor preparados? La respuesta no es sencilla. Se puede afirmar que sí en cuanto a sistemas de detección, capacidad de respuesta inicial y cultura social de autoprotección. Pero al mismo tiempo, no lo estamos lo suficiente en términos de urbanismo, infraestructura y cumplimiento de la ley. La capital y otras grandes urbes del país siguen siendo espacios sobrepoblados con deficiencias en movilidad, servicios y planeación territorial. Y lo más grave: se construye todavía en zonas de riesgo, ya sea por presión inmobiliaria o por necesidad económica de quienes no tienen otra opción.
El recuerdo del 85 no debe ser mero ritual de cada aniversario. Debe ser guía para la acción constante.
El desafío es doble, porque no solo enfrentamos la amenaza de los sismos. México es un país expuesto a múltiples fenómenos naturales: huracanes cada vez más intensos por efecto del cambio climático, inundaciones recurrentes en zonas urbanas mal planeadas, incendios forestales y sequías prolongadas. La lección del 85 tendría que servirnos para todos estos frentes: no podemos esperar a que la tragedia nos sacuda para actuar.
La resiliencia no se construye con discursos ni con propaganda oficial, sino con acciones tangibles que la población pueda percibir en su vida diaria. Un edificio que no se derrumba gracias a una supervisión adecuada es un ejemplo silencioso pero invaluable de prevención. Un ciudadano que sabe identificar su ruta de evacuación y la respeta en un momento crítico es una vida que se salva. Una autoridad que sanciona sin miramientos a la constructora que incumple la norma envía un mensaje que vale más que mil spots.
Lo que el 19 de septiembre de 1985 nos enseñó es que la vulnerabilidad es parte de nuestra condición, pero también que la organización, la solidaridad y la disciplina social pueden ser la diferencia entre la catástrofe y la esperanza. La pregunta que debemos hacernos, más allá de los homenajes y discursos oficiales, es si esa enseñanza se ha vuelto carne en nuestras instituciones y en nuestra vida cotidiana, o si seguimos confiando en que la suerte y la buena voluntad bastarán.
A 40 años de aquella tragedia, no podemos permitirnos el lujo de la amnesia. La memoria del dolor debe transformarse en motor de prevención. Porque la tierra volverá a temblar –esa es la única certeza–, y la diferencia entre que ese futuro sismo sea otra tragedia o solo un susto dependerá de cuánto hayamos aprendido y de cuánto estemos dispuestos a cambiar.
La deuda con quienes perdieron la vida en 1985, y también con las víctimas de 2017, es clara: no repetir la historia. De nosotros depende que la próxima sacudida nos encuentre de pie, unidos, prevenidos y con la convicción de que la verdadera fuerza de México no está en su suelo frágil, sino en su gente.
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