
El escenario contemporáneo en el que vivimos, marcado por la expansión imparable de los servicios digitales y la automatización de procesos de consumo, obliga a repensar de manera urgente los mecanismos de protección que resguardan a los ciudadanos frente a posibles abusos de empresas que, amparadas en la complejidad de los contratos electrónicos, han encontrado espacios para imponer condiciones poco claras, costos ocultos o prácticas que vulneran la economía familiar. En este contexto se inscribe la iniciativa presentada por el senador Ricardo Monreal Ávila, coordinador de los diputados de Morena, que busca modificar el artículo 76 Bis de la Ley Federal de Protección al Consumidor con el objetivo de otorgar mayor certeza y seguridad a los usuarios de servicios digitales, especialmente en lo relativo a suscripciones, membresías y pagos recurrentes.
La propuesta coloca en el centro del debate un asunto que muchas veces se invisibiliza: la asimetría de información entre empresas proveedoras y consumidores. Hoy en día, prácticamente cualquier servicio –desde plataformas de entretenimiento hasta herramientas de software, pasando por aplicaciones de transporte o educación en línea– opera bajo esquemas de cobros automáticos. Los consumidores, en la mayoría de los casos, aceptan términos y condiciones extensos, confusos y redactados en un lenguaje técnico que más bien busca evadir la claridad que garantizarla. Con frecuencia, los usuarios no tienen plena conciencia de que están autorizando cargos periódicos, ni de las fechas exactas en que éstos se realizarán, mucho menos de las dificultades que enfrentarán para cancelar una suscripción que se convierte en un verdadero laberinto administrativo.
De ahí la pertinencia de establecer en la ley la obligación para las empresas de informar de manera clara, visible y accesible si un contrato implica cargos recurrentes, detallando montos, periodicidad y fechas de cobro. No se trata de un capricho legislativo ni de una ocurrencia política; se trata de un paso indispensable para actualizar la legislación de consumo a las nuevas realidades del mercado digital. Porque si bien la tecnología ha traído enormes ventajas en cuanto a comodidad y acceso a servicios, también ha generado riesgos latentes de abuso frente a consumidores que muchas veces carecen de los elementos para defenderse en un terreno en donde las reglas parecen estar escritas a favor de las corporaciones.
Conviene subrayar que la iniciativa de Monreal Ávila no plantea frenar la innovación ni obstaculizar el desarrollo de la economía digital, sino más bien equilibrar la cancha. No puede hablarse de modernidad mientras se mantienen prácticas opacas que terminan por afectar, incluso de manera inadvertida, los bolsillos de las familias mexicanas. El derecho del consumidor a estar informado no es una concesión graciosa de las empresas, sino una obligación consagrada en la Constitución y desarrollada en la Ley Federal de Protección al Consumidor, que debe aplicarse con rigor frente a las nuevas formas de contratación electrónica.
Más allá de la letra de la iniciativa, lo que se vislumbra es un debate necesario sobre el modelo de relaciones entre consumidores y proveedores en la era digital. La globalización tecnológica ha hecho que compañías extranjeras, con presencia en el mercado mexicano, operen bajo esquemas que no siempre respetan nuestras leyes, y mucho menos se preocupan por la transparencia en los términos de contratación. En ese sentido, el Estado tiene la responsabilidad de garantizar que ninguna persona se vea obligada a pagar por un servicio que no comprendió a cabalidad al momento de contratarlo o que no pueda cancelar fácilmente cuando lo considere pertinente.
Hay que recordar que las quejas por cargos indebidos o cobros no autorizados en servicios digitales se han multiplicado en la Procuraduría Federal del Consumidor (Profeco). La experiencia cotidiana de los usuarios está llena de ejemplos de renovaciones automáticas no deseadas, cancelaciones imposibles o servicios que continúan facturando incluso después de haber sido dados de baja. Este tipo de abusos son los que la reforma pretende atacar de manera frontal. El reto será que, una vez aprobada, la norma no quede en letra muerta y que existan mecanismos efectivos de supervisión y sanción.
Otro aspecto de relevancia es el impacto que la propuesta podría tener en la construcción de una cultura de consumo digital más consciente. Si los proveedores tienen que informar con total claridad y los consumidores cuentan con la obligación legalmente respaldada de recibir información transparente, se abre la puerta a una relación más equilibrada y madura entre ambas partes. Ello podría derivar en un ecosistema en el que los servicios digitales no se perciban como trampas de suscripción, sino como herramientas útiles cuyo costo y periodicidad están perfectamente comprendidos por quienes los contratan.
Naturalmente, como en toda reforma que toca intereses económicos, no faltarán las voces que acusen a la iniciativa de generar cargas excesivas para las empresas o de burocratizar procesos que hasta ahora se manejan de forma ágil. Pero este argumento se diluye cuando se reconoce que la transparencia no es un obstáculo, sino una condición básica de confianza en cualquier relación comercial. La obligación de detallar montos y fechas de cobro no ralentiza la contratación digital; al contrario, la fortalece, porque los usuarios podrán decidir de manera informada si aceptan o no un servicio.
No se trata de inventar requisitos imposibles ni de imponer reglas draconianas, sino de poner en el centro al consumidor, que es la parte históricamente más débil en la relación contractual. En suma, la iniciativa de Monreal Ávila es pertinente, oportuna y necesaria. Llega en un momento en el que la economía digital mexicana se expande con rapidez, y en el que las prácticas de cobros recurrentes se han convertido en una fuente constante de quejas y abusos. La reforma al artículo 76 Bis de la Ley Federal de Protección al Consumidor puede significar un parteaguas en la defensa de los derechos de millones de usuarios que hasta hoy se encuentran en la indefensión.
Lo que falta ahora es que el Congreso actúe con responsabilidad y que las instancias encargadas de proteger al consumidor, como la Profeco, cuenten con los recursos y la voluntad política para hacer cumplir la ley. No basta con escribir buenas intenciones en un dictamen; lo indispensable es que, en la práctica, las empresas que incumplan con la obligación de informar con claridad enfrenten sanciones ejemplares y que los usuarios tengan vías sencillas y rápidas para hacer valer sus derechos.
México no puede quedarse rezagado en materia de protección al consumidor digital. El futuro inmediato apunta a una vida cada vez más atravesada por la tecnología y las plataformas electrónicas. Si no se establecen reglas claras desde ahora, los abusos seguirán creciendo y la confianza en el mercado digital se erosionará. El verdadero progreso no se mide solo por la cantidad de servicios disponibles, sino por la certeza jurídica con la que se accede a ellos.
Esa es la esencia de la iniciativa que hoy se pone sobre la mesa: que la modernidad no sea sinónimo de desprotección, sino de derechos fortalecidos y consumidores respetados. En ese sentido, la propuesta merece no solo ser aplaudida, sino respaldada con seriedad y acompañada de un debate amplio que enriquezca su alcance y asegure su eficacia. Porque defender al consumidor en tiempos de automatización es, al final del día, defender la dignidad de la ciudadanía frente a los excesos de un mercado cada vez más sofisticado y, a la vez, más riesgoso.