
El mundo observa con estupor, aunque también con una preocupante resignación, el desarrollo de la largamente anunciada ofensiva militar israelí sobre Ciudad de Gaza. Tras semanas de advertencias, acumulación de tropas y un incesante asedio que cercó a más de dos millones de personas, el ejército de Israel ha lanzado finalmente su operación terrestre en el corazón urbano de la franja, acompañada de un bombardeo aéreo y de artillería de una magnitud pocas veces vista en la historia reciente del Medio Oriente.
Lo que en los comunicados oficiales se describe como una estrategia quirúrgica para “desmantelar la infraestructura terrorista” de Hamás, en los hechos se ha traducido en un infierno cotidiano para miles de civiles palestinos que, una vez más, cargan con el peso de una guerra que no buscaron, pero que los arrasa sin tregua ni clemencia. Testimonios de sobrevivientes lo confirman: “el bombardeo ha sido demencial durante horas”, narró Ghazi al-Aloul, desplazado desde el norte de Gaza. “Un infierno”, añaden otros, palabras que retratan mejor que cualquier parte militar la crudeza de lo que acontece en las calles de esa ciudad sitiada.
Las imágenes hablan por sí solas: interminables columnas de hombres, mujeres, ancianos y niños que huyen a pie o en improvisados transportes —carretillas, burros, automóviles con montañas de pertenencias atadas en el techo— en una diáspora forzada hacia el sur de la franja. Se trata de un éxodo masivo que despierta los peores recuerdos de la historia, desde la expulsión de pueblos enteros en los conflictos balcánicos hasta las escenas de ruina y desplazamiento en Siria o Irak. Gaza se ha convertido en un campo de prueba de la resistencia humana al dolor y la miseria, y también en el espejo donde se refleja la incapacidad del sistema internacional para impedir la barbarie.
No puede negarse que Israel tiene derecho —como cualquier Estado— a garantizar la seguridad de su población frente a ataques armados. Hamás, con su ideología radical y su táctica de lanzar cohetes indiscriminados contra ciudades israelíes, ha mostrado una y otra vez desprecio por la vida civil. Sin embargo, el dilema que se abre es moral y político: ¿puede invocarse la legítima defensa para sostener una operación militar que arrasa indiscriminadamente barrios enteros y que golpea de lleno a una población mayoritariamente civil, atrapada sin posibilidad real de escapar?
El principio de proporcionalidad, piedra angular del derecho internacional humanitario, parece desvanecerse ante la crudeza de los hechos. Israel afirma que advierte a los habitantes antes de atacar, que ordena evacuaciones y que apunta contra objetivos específicos. Pero la realidad en Gaza, con sus estrechas calles, altísima densidad poblacional y falta de refugios, convierte cualquier ofensiva en una condena segura para miles de inocentes. La línea entre un operativo militar y un castigo colectivo se ha vuelto peligrosamente difusa.
Tampoco es posible soslayar la responsabilidad de Hamás. Su estrategia deliberada de incrustarse en zonas civiles, de utilizar hospitales, escuelas y mezquitas como centros de mando o arsenales, constituye una violación flagrante de las leyes de la guerra. No obstante, incluso reconociendo esa táctica deplorable, la respuesta israelí ha terminado por cumplir el guion que la propia organización islamista parece buscar: exponer al mundo imágenes de destrucción y muerte que, lejos de debilitar su narrativa, la fortalecen en el terreno político y propagandístico.
En la guerra de percepciones, Hamás se presenta como el defensor heroico de un pueblo martirizado, mientras Israel, pese a su superioridad tecnológica y armamentística, corre el riesgo de ser visto como una potencia ocupante que ejerce la violencia sin límites.
La tragedia en Gaza no es solo un conflicto bilateral. Es también un síntoma del fracaso colectivo de la humanidad para construir mecanismos eficaces de contención a la violencia. El Consejo de Seguridad de la ONU, paralizado por vetos cruzados entre potencias, se limita a emitir declaraciones de preocupación que no alteran en lo más mínimo el curso de los acontecimientos. Estados Unidos, aliado histórico de Israel, sostiene con matices la ofensiva y bloquea resoluciones más enérgicas, mientras otras potencias se reparten entre la condena retórica y la indiferencia práctica.
Europa, dividida y temerosa de nuevos atentados en su propio suelo, opta por la ambigüedad. Y los países árabes, pese a sus discursos encendidos, no pasan de la retórica en defensa de los palestinos, pues sus intereses geopolíticos y económicos los atan a una prudencia calculada. Así, Gaza se queda sola, como tantas veces, a merced del poder de fuego de uno y de la intransigencia del otro.
Lo más doloroso de esta ofensiva es que, más allá de los cálculos geopolíticos, se están destruyendo vidas concretas, proyectos de futuro, generaciones enteras que crecerán marcadas por el trauma. Niños que hoy caminan kilómetros descalzos huyendo de las bombas difícilmente olvidarán el estruendo de los misiles, el olor de los escombros o la pérdida de sus familiares. Jóvenes que debieran soñar con universidades o empleos dignos solo conocen la estrechez de un territorio bloqueado y la crudeza de una guerra perpetua.
Se trata de una espiral que alimenta el odio y garantiza que la paz sea cada vez más difícil de alcanzar. Un pueblo que crece entre ruinas y tumbas difícilmente podrá reconciliarse con quien identifica como su verdugo. Y del lado israelí, una sociedad que vive bajo la amenaza constante de cohetes y atentados tampoco está dispuesta a ceder en su obsesión por la seguridad. Dos traumas enfrentados se retroalimentan, creando una cadena de resentimiento que parece interminable.
Plantear hoy un camino hacia la paz suena ilusorio. Sin embargo, es precisamente en medio del horror cuando más urgente se vuelve la búsqueda de soluciones. Los acuerdos de Oslo quedaron en el pasado, la propuesta de dos Estados parece un espejismo y los líderes actuales de ambas partes carecen de visión o voluntad real de reconciliación. Pero si algo ha demostrado la historia es que ninguna guerra es eterna y que, tarde o temprano, la política se impone a la violencia.
La comunidad internacional tendría que asumir con seriedad el costo de su inacción. No basta con enviar ayuda humanitaria o condenar con palabras lo que ocurre: se requiere presión diplomática sostenida, condicionamiento de apoyos militares y económicos, y un esfuerzo real de mediación que recupere la confianza perdida. Mientras tanto, cada día de ofensiva en Gaza significa decenas de muertos más, miles de desplazados adicionales y un retroceso profundo en cualquier expectativa de paz.
Lo que sucede hoy en Gaza no es un problema lejano ni exclusivo de israelíes y palestinos. Es una advertencia global sobre los riesgos de normalizar la violencia, de aceptar como inevitables los bombardeos sobre ciudades habitadas, de resignarse a la impotencia de los organismos internacionales. El Medio Oriente es un polvorín que puede encenderse con facilidad y cuyas llamas alcanzarían a muchos más actores regionales y mundiales.
El costo humano y moral de esta ofensiva ya es demasiado alto. Cada bomba que destruye un hospital, cada niño que muere bajo los escombros, cada familia que huye con lo poco que le queda, es una herida abierta en la conciencia del mundo. Gaza es hoy el infierno en la tierra, pero también es el espejo donde se refleja nuestra incapacidad de evitar que la historia de la barbarie se repita.
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