
En el escenario latinoamericano, pocas narrativas concentran tanto dramatismo y complejidad como la que envuelve al régimen venezolano encabezado por Nicolás Maduro. A la crisis humanitaria, el éxodo de millones de ciudadanos y el desmantelamiento de la institucionalidad democrática, se suma ahora un capítulo que confirma, según Washington, lo que desde hace años circula como una verdad a voces: la existencia del Cartel de los Soles, una presunta organización narcotraficante integrada, paradójicamente, por los propios guardianes del Estado.
El Departamento de Estado de los Estados Unidos ha sido contundente. No se trata de simples sospechas ni de rumores: oficialmente, ha descrito al Cartel de los Soles como un entramado criminal compuesto por altos funcionarios venezolanos, incluido el propio presidente. Más aún, al declararlo organización terrorista internacional y elevar la recompensa por la captura de Maduro a 50 millones de dólares, la administración estadounidense busca dejar claro que ya no observa al mandatario como un adversario político más, sino como un criminal transnacional al nivel de los grandes capos que dominaron Colombia y México en las últimas décadas.
El nombre del cartel proviene de las insignias militares —los soles dorados— que portan los generales de la Guardia Nacional Bolivariana. Según investigaciones periodísticas y acusaciones judiciales, fue en ese cuerpo armado donde se incubaron las primeras redes de protección y facilitación del tráfico de cocaína desde Venezuela hacia Norteamérica y Europa. De ser así, no estaríamos ante una estructura paralela al Estado, como ocurre con otros cárteles, sino frente a un aparato incrustado en el propio corazón del poder militar y político. Este matiz es crucial, pues diferencia al Cartel de los Soles de los Zetas en México o del Clan del Golfo en Colombia. Aquí, la línea entre gobierno y delincuencia se difumina hasta volverse inexistente. El Estado no combate al crimen: lo representa. No hay infiltración, hay fusión.
Más allá de la gravedad de las acusaciones, vale la pena preguntarse qué mueve a Washington en este momento específico. Las designaciones como organización terrorista internacional y el aumento de la recompensa por Maduro no son decisiones menores ni exentas de cálculo. Responden a una doble lógica: la jurídica y la geopolítica. Desde la óptica legal, catalogar al Cartel de los Soles como terrorista abre la puerta a medidas más duras de persecución financiera y judicial contra quienes sean señalados como parte de la red. Pero, sobre todo, blinda a Washington frente a eventuales negociaciones diplomáticas: ningún gobierno estadounidense puede justificar pactar con quien ha sido elevado al rango de enemigo global de la seguridad.
En el tablero político, la jugada se lee como un endurecimiento hacia Caracas en momentos en que el mapa latinoamericano experimenta giros complejos. Con el retorno de liderazgos progresistas en países como Colombia, Brasil y México, Estados Unidos intenta enviar un mensaje: no tolerará que la frontera sur se convierta en un corredor controlado por un narcoestado.
La recompensa de 50 millones de dólares por información que conduzca a la captura de Nicolás Maduro lo coloca por encima de históricos capos como Joaquín “El Chapo” Guzmán o Amado Carrillo Fuentes. El mensaje es doble: se le exhibe como el criminal más buscado del hemisferio, y a la vez se le deslegitima en cualquier intento de presentarse como presidente legítimo. Pero aquí aparece un dilema inevitable: ¿es realista pensar en la detención de Maduro mientras siga resguardado por el aparato militar, el apoyo de aliados internacionales como Rusia, Irán y, en menor medida, China, y la fragmentación de la oposición venezolana? O, más bien, ¿estamos ante un recurso simbólico, destinado a minar la poca credibilidad que le queda al chavismo en la arena global?
Ciertamente, Washington puede dictar sentencias políticas y judiciales desde la distancia, pero la tragedia venezolana no es un producto exclusivo de factores externos. La degradación del Estado venezolano responde a décadas de corrupción institucionalizada, cooptación de los poderes públicos, represión sistemática y populismo económico. La petrodependencia mal administrada, sumada al aislamiento internacional, dejó a la nación sin anclajes. El Cartel de los Soles, real o no en todos sus alcances, simboliza la máxima expresión de esa descomposición: el gobierno convertido en garante y beneficiario de la ilegalidad.
No podemos reducir esta discusión al ajedrez de sanciones y recompensas. Lo verdaderamente lacerante es el costo humano. Millones de venezolanos han huido del país en una diáspora que desangra a Sudamérica. Familias enteras deambulan por Colombia, Ecuador, Perú o Chile en busca de oportunidades mínimas, mientras otros arriesgan la vida en peligrosas rutas hacia Centroamérica con la esperanza de llegar a Estados Unidos. La narrativa del cartel y las acusaciones de narcoterrorismo, aunque impactantes, terminan siendo una pieza más del rompecabezas de dolor y desesperanza que vive el pueblo venezolano.
Frente a esta realidad, América Latina parece atrapada en una contradicción. Por un lado, hay gobiernos que condenan con firmeza las prácticas autoritarias y delictivas del régimen venezolano. Por otro, subsisten países que, en nombre de la soberanía o la afinidad ideológica, brindan respaldo a Maduro, contribuyendo así a prolongar la agonía. El desafío para la región es monumental: ¿seguir permitiendo que Venezuela se hunda en su laberinto o impulsar una salida concertada que devuelva al pueblo la posibilidad de un futuro distinto?
Lo que está en juego rebasa el caso venezolano. La consolidación de un narcoestado en pleno siglo XXI constituye una amenaza directa a la seguridad hemisférica. Si el Cartel de los Soles opera como lo describen las acusaciones estadounidenses, estamos ante un modelo exportable: gobiernos que, lejos de combatir al narcotráfico, lo institucionalizan. Ese escenario es inquietante para México, Centroamérica y el Caribe, territorios ya azotados por la violencia criminal. La lección es clara: cuando la frontera entre el Estado y el crimen desaparece, lo que se destruye no es sólo la legalidad, sino la esperanza de desarrollo para generaciones enteras.
El caso del Cartel de los Soles desnuda una realidad incómoda: el deterioro del ideal bolivariano y el naufragio de un proyecto que, en su origen, prometía justicia social y soberanía. Hoy, en lugar de liberación, Venezuela es sinónimo de represión, narcotráfico y exilio. La designación del régimen como organización terrorista internacional y la recompensa multimillonaria por Nicolás Maduro no bastan para resolver el drama venezolano. Son, cuando mucho, fichas en un tablero de poder donde las víctimas siguen siendo las mismas: los ciudadanos de a pie que padecen hambre, persecución y destierro. Si la comunidad internacional, en especial América Latina, no asume un rol activo y valiente, el futuro de Venezuela quedará secuestrado entre el autoritarismo interno y las presiones externas. Y en ese choque de fuerzas, el pueblo seguirá pagando con lágrimas y sangre el precio de una narcocracia enquistada en el poder.
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