
El reciente informe emitido por la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos sobre la situación en Corea del Norte vuelve a poner en evidencia, con crudeza y espanto, la existencia de un régimen que lleva al extremo la negación de las libertades y la dignidad humana. Lo señalado en dicho documento no sorprende —porque desde hace décadas el mundo sabe que Pyongyang opera bajo los cánones de un totalitarismo férreo, cruel e implacable—, pero sí debe sacudir conciencias por la escalada que significa implementar de manera más frecuente y cotidiana la pena de muerte, incluso contra quienes se atreven a realizar actos que en cualquier democracia moderna resultan triviales: ver o compartir una película extranjera, acceder a una serie televisiva de otra cultura, asomarse aunque sea mínimamente a un universo distinto del adoctrinamiento estatal.
El castigo capital para el consumo de entretenimiento foráneo refleja con claridad la obsesión de un régimen que vive bajo el dogma del aislamiento. Es un castigo desproporcionado que expone la fragilidad de la dictadura norcoreana frente al poder de las ideas y los símbolos culturales. Porque lo que en realidad teme Kim Jong-un y la élite que lo respalda no son las imágenes de una comedia romántica surcoreana, ni los diálogos de un drama estadounidense: lo que en verdad temen es que esas pequeñas ventanas al mundo despierten en su población la conciencia de que existe una vida distinta, más libre, más justa y más digna.
El informe de Naciones Unidas, además, no se limita a reseñar estas ejecuciones. Señala que la sociedad norcoreana enfrenta una represión que abarca todos los ámbitos de su existencia. No hay esfera que escape al control del Estado: ni la vida laboral, ni la familiar, ni la íntima. Los trabajos forzados se multiplican como mecanismo de castigo y de control, la movilidad se reduce hasta lo absurdo, la vigilancia —potenciada ahora con recursos tecnológicos— convierte cada acto de la vida diaria en una potencial traición, en una oportunidad de caer en desgracia.
La frase contundente del documento, esa que afirma que ninguna otra población en el mundo actual está sometida a restricciones tan severas, debería cimbrar al concierto internacional. Porque no se trata de una afirmación ligera: vivimos en una época en que múltiples naciones cargan con regímenes autoritarios, donde los derechos humanos son conculcados en diversas latitudes. Sin embargo, lo que ocurre en Corea del Norte es, de acuerdo con la ONU, un nivel superior de opresión, un laboratorio de control social llevado a su punto más extremo.
Frente a este panorama, cabe reflexionar: ¿qué hace el mundo ante ello? ¿De qué sirve que año tras año se presenten informes con diagnósticos escalofriantes, si al final la comunidad internacional parece resignarse a la idea de que Corea del Norte es una especie de anomalía intocable, un Estado paria al que nada se le puede exigir ni corregir? El régimen se escuda en su arsenal militar, en su capacidad nuclear, y en las complejas alianzas que mantiene con potencias interesadas en que persista el statu quo por razones geopolíticas. Así, la tragedia del pueblo norcoreano queda relegada a un segundo plano, un “problema insoluble” que se observa con distancia y sobre el que se emiten condenas verbales sin mayores consecuencias.
Pero lo cierto es que la indiferencia y la tibieza diplomática terminan siendo cómplices. Los crímenes de lesa humanidad que se cometen en Corea del Norte —porque eso son las ejecuciones arbitrarias, los trabajos forzados, la tortura psicológica de la vigilancia permanente— no pueden minimizarse ni aceptarse como parte de la “realidad política” de un país. La comunidad internacional tiene la obligación moral de alzar la voz con más firmeza, de explorar mecanismos que permitan reducir el aislamiento de la población norcoreana, de encontrar vías para que llegue información, solidaridad y esperanza a quienes hoy viven bajo el yugo del totalitarismo.
Resulta especialmente simbólico que el régimen de Pyongyang utilice la cultura como una línea roja. Allí está la confirmación de que las expresiones artísticas, las narrativas audiovisuales, el entretenimiento incluso en sus formas más ligeras, constituyen una herramienta de transformación social capaz de erosionar dictaduras. El miedo de Kim Jong-un a una canción pop, a un melodrama extranjero, a la risa provocada por un programa de humor, es la prueba más contundente de la fuerza que tienen las libertades culturales.
También vale subrayar la paradoja: mientras la tecnología en buena parte del mundo ha servido para abrir horizontes, para conectar sociedades, en Corea del Norte se utiliza como instrumento de represión. Los sistemas de vigilancia masiva, la intercepción de comunicaciones, la imposibilidad de acceder a internet global, son mecanismos que ahogan a una población que vive cercada no solo por fronteras físicas, sino por muros digitales. En este sentido, el avance tecnológico lejos de significar progreso, se convierte en herramienta de sometimiento.
No podemos perder de vista, además, la dimensión humana detrás de los informes. Hablar de ejecuciones por ver películas extranjeras no es un dato frío ni una cifra estadística: son personas de carne y hueso, con sueños y afectos, que han sido asesinadas por atreverse a cruzar el umbral de lo prohibido. Son familias destrozadas por un régimen que castiga con brutalidad lo que en cualquier otro lugar sería un derecho básico: el acceso a la información y a la cultura.
El silencio cómplice es una forma de violencia. Por ello, resulta imperativo que organismos internacionales, gobiernos democráticos y sociedades civiles redoblen esfuerzos en denunciar, documentar y presionar para que esta tragedia no quede en la penumbra. Cierto es que no hay soluciones fáciles, que el cerco norcoreano es difícil de penetrar, pero también es cierto que la historia demuestra que ningún régimen totalitario es eterno. La presión internacional, la difusión de información, el apoyo a quienes logran escapar y contar su historia, son piezas que en conjunto pueden ir debilitando la estructura de opresión.
Corea del Norte nos recuerda, en su crudeza, que la libertad nunca puede darse por sentada. Que el derecho a reír, a llorar, a emocionarse con una película o con una canción, a elegir qué historias acompañan nuestras vidas, es un privilegio en muchos lugares y un crimen en otros. Y que, mientras exista un rincón del mundo donde una persona pueda ser ejecutada por compartir un archivo audiovisual, la lucha por los derechos humanos sigue inconclusa.
El informe de la ONU no debe quedar en letra muerta. Es un llamado de alerta que interpela a la conciencia universal. Porque lo que hoy padecen millones de norcoreanos no es un problema ajeno, es un espejo que nos recuerda lo frágiles que son las conquistas democráticas y lo necesario que es defenderlas con vigor.
La sombra totalitaria de Corea del Norte no solo oprime a quienes nacieron bajo su bandera: es una amenaza viva que desafía los principios básicos de la humanidad. Y callar frente a ello es, en sí mismo, una forma de barbarie.
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